En la tragedia griega, sobre las tarimas del teatro popular, estaba el Coro. Funcionaba como una especie de voz interior, porque reflexionaba; pero también exterior, porque explicaba algunas situaciones. Una voz ajena, distante, fundamental. Como un testigo silencioso. Esa figura poco a poco cayó en desuso. Ese callado observador, invisible para todos, sigue presente; aunque no habla. ¿Será la naturaleza el gran Coro de los dramas humanos?
Emilienne Malfatto es francesa pero habla como una colombiana nativa. Escribió un libro sumamente poético titulado Que por ti llore el Tigris. Fue publicado por el sello galo Elyzard en el año 2020 y obtuvo el Premio Goncourt a la primera novela. La editorial argentina Metalúcida acaba de traducirlo al español. La historia transcurre en Irak, durante el Califato. El Tigris, un río que fluye desde las montañas al Golfo Pérsico, es el Coro de la novela, el testigo silencioso. Aunque a veces habla. Dice: “Desde hace miles de lunas atravieso el desierto”. Dice: “Soy la vida y la muerte. Soy el principio y el fin”. Dice: “No soy más origen, sino recurso”. Y dice también que “los hombres de esta tierra árida olvidaron que sin mí no podrán vivir. Perecerán conmigo, porque nuestros destinos están ligados”.
Breve y denso, alegórico y terrenal, trágico y precioso, el libro cuenta la historia de un femicidio anunciado, de una familia atravesada por la guerra y la tradición. El relato de la protagonista, la dulce voz de una mujer cuyo deseo late detrás del velo, muta a una polifonía que se ensancha hacia cada familiar que reproduce, aunque siempre con pequeñas rebeldías, con broncas condensadas, una red que aprisiona. “Todos son víctimas”, dice Emilienne Malfatto en un café de Palermo durante una fría mañana de otorño. Se abriga detrás de un pañuelo en tonos salmón y sus rulos.
“Están presos dentro de un sistema. Es como una máquina infernal que va rodando, estás adentro y ¿cómo sales, cómo te paras frente al sistema diciendo ‘no voy a cumplir con esa regla que está ahí’? Es muy difícil al final. Los matices siempre me interesan, la luz, la sombra, que se mezclen. Cuando estamos dentro de una sociedad actuamos dentro de esas normas. Requiere mucha valentía salir de eso. Y no sé quién lo haría. Es fácil, uno siendo occidental, europeo, súper privilegiado, decir: qué malo. El problema es social. La religión no es el pretexto. Es el patriarcado. Al final es una violencia contra la mujer. Y es una cosa que es universal. Este es un extremo, un contexto particular, pero no es específico de esta parte del mundo”.
“Escribir no estaba entre mis planes”. Émilienne Malfatto nació en Francia en 1989. Su padre es de familia italiana; su madre proviene de la región rural al sur de Francia. “De chiquita, mis papás nos hicieron viajar mucho. Ellos vienen de familias muy normales: no eran pobres pero no había mucho palta, por lo que no se iban de vacaciones. Entonces mi mamá tuvo el desquite con sus hijas y nos llevó a muchas partes; Irán, por ejemplo”. Siempre tuvo curiosidad por el mundo, ese globo gigante rebalsado de culturas, infinidad de culturas, todas ajenas, todas extrañas, salvo la nuestra. Un día decidió cruzar el Océano Atlántico y conocer ese país que la atraía desde hacía mucho tiempo: Colombia. “¿Tú conoces Bogotá? Es como un monstruo: o la amas o la odias”.
Estudió en la Universidad Nacional —pública y politizada, dice—, hizo materias selectivas que iban desde la sociología y el cine a la historia del conflicto armado. Estando allá entró a trabajar en el diario El Espectador. “Ahí me di cuenta que quería ser periodista”. Al volver a Francia, a París, hizo una maestría en periodismo y logró ingresar a la agencia AFP. “Les dije que a mí no me interesaba estar en París, entonces me mandaron a Chipre, donde está la oficina de Medio Oriente”. Un mes después llegaría el Califato. Junio de 2014.
El Estado Islámico lo instala desde Mosul, pidiendo lealtad a todos los musulmanes. Durante ese verano Emilienne se encargó de cubrir esa gran agitación. Hasta que llegó septiembre y la agencia le hizo una propuesta. Irónica, reproduce la conversación con su jefe:
—Hola Emi, ¿quieres ir este fin de semana a Irak?
—Bueno, pensaba irme a la playa, pero, pues... ahora que me lo propones... vale.
“Fue toda una experiencia”, dice. Cuando se terminó su contrato con AFP decidió quedarse. En total, fueron dos años cubriendo la guerra hasta que no pudo más. Luego se fue pero siguió metida en el tema, volvió en diferentes ocasiones, ya no a Mosul, sino a “partes más árabes”. “Los iraquíes son unos amores. En todo el mundo hay gente buena y gente mal, pero los iraquíes, por lo general, te abren su casa. Y más si eres una chica; porque si eres un hombre representas una especie de amenaza para las mujeres. Cuando llegas a una casa todas las chicas se tienen que atar el cabello y esconder y no sé qué, pero cuando yo llego soy como una hija más. Te preguntan, tienen mucha curiosidad también. Y con los hombres también puedo interactuar mucho porque no soy su hermana, ¿sabes? No tengo que cumplir con esas reglas y saben muy bien que no vivo bajo esas formas. En la región del sur, donde transcurre la novela, tengo un montón de amigos, gente muy cercana, y es interesante: es gente que tiene una visión del mundo muy distinta a la mía, pero igual la amistad es muy fuerte. Es algo muy familiar”.
Ya en Francia, luego de todo ese trajín, llegó la historia. “Fue un proceso inconsciente. Tenía que sacarlo de alguna manera y llegó la ficción. Pero no fue voluntario, no la busqué; llegó. La escribí en plan súper mega obsesivo y neurótico durante unos días y luego ya está. No hubo trabajo, no la ‘trabajé‘. La escupí, la vomité. No son metáforas muy sexis ni digestivas pero así fue”.
Cuando aparece la pregunta por la figura del escritor, ella misma se coloca, despacio, inconsciente, una armadura. Ahora, desde que publicó esta novela, desde que ganó el Premio Gouncourt, desde que empezó a ver su nombre en librerías francesas pero también de otras partes del mundo, se coloca la armadura y dice: “Sí, muy bien, muy chévere, pero tampoco me siento la gran cosa. Aunque también es surrealista y pienso que ojalá mis abuelos estuvieran vivos para verme porque se pondrían súper orgullosos. Tampoco vivo en ese mundillo parisino donde todos se conocen y se sienten lo máximo. No me considero parte de eso. A veces me dicen: ‘eres una personalidad de la literatura’. Y yo: ‘¿cuál personalidad de la literatura? ¡Por favor!’” Luego de algunas carcajadas, recompone su postura y niega que Francia sea la meca cultural, dice que se trata de “una romantización” y argumenta: “Es como si te dijera que acá, en Buenos Aires, todo el mundo se la pasa en las librerías, que todo el mundo te va a citar a Borges y no sé qué. Entonces no sé hasta dónde llega el cliché”.
La sensibilidad que arroja Que por ti llore el Tigris sobre eso que llamamos “mundo árabe” propicia un acercamiento inteligente, aunque también, al ser una obra de ficción, deja vía libre a la interpretación del lector. Y en esa libertad las lecturas pueden ser muy diversas. Sobre este asunto, reflexiona: “No busqué nada con la novela, pero ahora que le está llegando a más gente, creo que lo más importante es que nadie le imponga una lectura. Y es muy fácil ahora que hubo elecciones y está la extrema derecha que saca el 30%, 40% y nadie dice nada. Y la islamofobia está súper de moda. Hoy muy tranquilamente se pueden decir muchas cosas. Entonces noté que mucha gente me decía: ‘qué suerte que tenemos de ser franceses y el Islam qué mal’. Entonces lo que más estuve haciendo es, paralelamente, decirle: ‘no, esta lectura no vale, no fue mi intención, no la acepto y no quiero que nadie diga que eso busca la novela’. Lo que no quiero es que se utilice esta novela con fines políticos que están totalmente opuestos a lo que yo quise decir y a mi visión”.
Es que, continúa, en Francia “hay una derechización de la política”. Menciona a Éric Zemmour y traza el paralelismo: “es una especie de Milei, imagino”. “Lo veo como un animal mediático. Corre la vara más y más y más, siempre hacia la derecha. Se muestra como si no fuera un producto del sistema, cuando claramente lo es. Y te sale con cosas que todavía no están permitidas, no por ley, sino por la sociedad; creo que la sociedad debería rechazarlo. Y por otro lado tienes una Marine Le Pen que es una extrema derecha clásica: el papá estuvo en la Guerra de Argelia torturando... esas cosas. Ahí los medios de masas tienen mucha responsabilidad. De repente salen teorías que llegan al debate público y se vuelven aceptables. Y todo el mundo comienza a correrse a la derecha. Incluso Macron, que tiene políticas económicas de derecha, sale con afirmaciones como que hay acostumbrarse a que la educación ya no sea gratis. Lo bueno que tenía Francia es que la educación era gratis y ahora tienes un presidente que dice eso”.
“A mi me da mucho miedo que, por ejemplo, mucha gente no haya salido a votar en esta segunda vuelta. Yo no soy macronista pero en la segunda vuelta voté a Macron porque en frente tienes a Le Pen. Con la extrema derecha no se juega, esa es mi opinión. ¿No te gusta el tipo que está ahí en frente? Es mejor eso que intentarlo con la extrema derecha. Hay mucha gente que te dice: ‘¿por qué no intentarlo?’ Incluso gente muy educada. En el 2002 yo tenía como once o doce años y recuerdo que Le Pen, el padre, llegó a segunda vuelta, y todo el mundo salió a la calle a marchar. ‘Esto no va a pasar’. Y en estas elecciones que Le Pen hija llegó a segunda vuelta y nadie sale. Como que se aceptó, ¿sabes? Eso es muy peligroso”, dice. Cuando la conversación ahonda sobre los motivos de cierto “adormecimiento” de la sociedad, Emilienne dice una palabra mágica, Netflix, y se ríe. “¿Qué mejor manera de adormecer a la gente que con las redes sociales? Hoy le das retuit a una vaina en Twitter y es como ‘ya milité, ya soy ciudadano’”.
Frente a este escenario, por momentos intrépido, por momentos apocalíptico, Émilienne Malfatto sonríe —sus ojos verdes se encienden— y dice: “La literatura es un refugio”. Continúa así: “Quizás en un sentido muy personal, muy egoísta y muy pequeñoburgués te puede salvar. Es como un abrigo, sí”. Ahora se inclina hacia adelante, junta sus manos sobre la mesa, entrelaza los dedos y concluye: “El escritor, cualquier artista, tiene un rol, el de seguir planteando preguntas. No es un rol político pero sí cierta sensibilidad. No es que tú seas escritor o poeta y vives en tu burbuja alejado del mundo, sino que vives dentro de la sociedad y también tienes que asumir esa responsabilidad”.
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