Como Fleur Jaeggy, Pierre Michon, o Agota Kristof, Menchu Gutiérrez (Madrid,1957) pertenece a esa estirpe de escritores que, sin figurar en las mesas más visibles de las librerías, hacen de la inteligencia verbal un escalpelo a favor del misterio. Sus textos son díscolos. De una obsesión perfecta, patológica.
En ellos, la anécdota no importa, no hay encadenamientos temporales o lógicos, los personajes apenas esbozados no alcanzan ningún desenlace coherente. Falta, digamos, todo aquello que podría colmar el sentido y tranquilizar al lector.
En su novela El faro por dentro, por ejemplo, hay un faro, un perro (presumiblemente mudo, presumiblemente perro) y un hombre que tal vez sufrió un accidente, del que nada sabemos, y que ahora, guiado por su propia oscuridad, emite un discurso técnico especializado, propio de una ficción científica.
¿Por qué redacta protocolos de avería como quien diluye tinta en el vaso de la cabeza? ¿El laconismo lo protege de la tristeza? ¿Hace cuánto que registra su existencia con la precisión de un loco? “Sólo los jeroglíficos no mienten”, escribe Menchu Gutiérrez, “esa es mi tesis”.
No es que no haya relato, es que el relato se escabulle todo el tiempo y permanece ajeno para nosotros e incluso, me atrevería a decir, para la voz que narra. Es más: a veces, lo cubre todo una sombra, la densidad de una niebla, una noche de tormenta. Entonces lo que queda es el faro: ese espacio de intimidad que, como en la novela de Virginia Woolf, es a la vez encierro, antesala del deseo, e inaudito premio.
Atraídos fatalmente por lo que no ven, también los adolescentes huérfanos de Viaje de estudios se dirigen de orfanato en orfanato, de monasterio en monasterio, de estación de tren en estación de tren, al cero absoluto del enigma que son.
Cercados como están por el blanco de la nieve, y amenazados por siniestros –e insondables— círculos negros, los jóvenes avanzan por una anatomía fría, como agrimensores del vacío: sin meta, sin razón y sin sentido, un poco al estilo de los moradores del cilindro de El despoblador.
No exagero: Viaje de estudios podría haber sido escrito por Beckett. La densidad alegórica, la parquedad prosódica, los decorados absurdos y la sospecha de que el presente puro de la narración sólo puede ejercerlo la muerte son comunes a ambos escritores.
También lo es la exigencia de que el lector se avenga a lo conjetural, que acepte las trabas, las turbulencias, la falta de linealidad, que vislumbre ese aquí que siempre apunta a un más allá.
“Lo bello es una categoría de lo raro”, escribió Mujica Láinez.
A esta rareza le debe el lector su felicidad, el goce de perderse como paseante del relato, de circular por los pasillos de lo diferido y lo inhóspito, a ver si así consigue adueñarse de una moneda de inquietud.
El énfasis reside en la promesa de una anhelada hecatombe: el resultado es una estética intranquila que interrumpe por momentos la gravedad y hace del secreto, esa luz sólo visible por dentro, una virtud descomunal.
Quién es Menchu Gutiérrez
♦ Nació en Madrid, España, y tiene 64 años.
♦ Publicó novela, poesía y ensayo. También colaboró en la creación de obras audiovisuales.
♦ El cortometraje basado en su novela Disección de una tormenta fue preseleccionado para los Oscars en 2011.
♦ Entre sus obras se cuentan Viaje de estudios, Detrás de la boca, La mordedura blanca y Decir la nieve.
♦ Tradujo obras de Edgar Allan Poe, William Faulkner y Jane Austen, entre otros.
La semana que viene sigue la cadena de recomendaciones de “De boca en boca”.
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