En una relación a veces esperamos protección o cuidado pero ¿qué cuidado? ¿con qué trampas?

“Cuidado” es el concepto de la época. ¿Se puede hacer sin que se vuelva control? Un recorrido por la historia del concepto y qué tiene que ver mamá con todo esto.

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Filósofo. Boris Groys y su libro "Filosofía del cuidado".
Filósofo. Boris Groys y su libro "Filosofía del cuidado".

La palabra “cuidado” se utiliza mucho en nuestros días. Después de dos años de pandemia se dice que todavía tenemos que cuidarnos. Hablamos de “cuidado” en las relaciones afectivas, pero también de “precios cuidados” –por poner solo unos pocos ejemplos de cómo el uso del término se multiplicó.

Si durante décadas nuestras sociedades vivieron inquietas por el deseo, ahora nos toca asistir a lo que Boris Groys llama “sociedades de cuidado”; es decir, formas de vida social en que la salud y la auto-conservación se volvieron el interés fundamental.

Sin embargo, ¿podemos decir que el cuidado es aquello que hoy tan simplemente se nos presenta como tal, como una especie de asepsia medicinal? ¿No hay una historia del cuidado, no solo como concepto sino también como vivencia mental? Con esto quiero decir –de acuerdo con Groys– que la palabra “cuidado” asumió en los últimos anos un significado restringido, más cercano a una esterilización y una moral (del estilo: lo que es cuidado no duele) que es preciso analizar como una técnica de control que opera en las relaciones humanas –que Michel Foucault llamó “Biopolítica”.

“Un varón puede querer que una mujer lo cuide. Una mujer puede querer que un varón la proteja. Pero también existen otras variantes”.

De este modo, reflexionar sobre la noción de cuidado es una ocasión de que pueda recuperar un sentido más amplio y, en particular, liberarse de las trampas que tienen los sistemas de cuidados (por los cuales nos vigilamos y juzgamos unos a otros: “Usted, póngase mejor el tapabocas”, “usted, salga ya de esa relación tóxica”) para regresar a una acepción más personal: la preocupación por el sentido íntimo de la existencia.

Una aclaración con respecto al párrafo anterior: en absoluto estoy en contra de los tapabocas –ni a favor de las relaciones tóxicas–; sí estoy en contra de que la única forma en que podamos llamarnos a tomar conciencia de un cuidado sea por la vía punitiva de la imposición, en nombre de un deber que aparezca incuestionado o incuestionable. Mi punto de vista –por el que quisiera comentar Filosofía del cuidado de Groys– se inclina más por la construcción vincular de consensos a través de estrategias de reconocimiento de las singularidades.

En este punto, alguien me dirá: “Bueno, pero eso toma tiempo y, para entonces ya corremos el riesgo de que la ola (de coronavirus, de precios, de toxicidad amorosa) nos haya pasado por encima”. Es cierto. Estoy completamente de acuerdo. Puedo inclinarme hacia la opción que mencioné porque cuento con que otros se encargarán de establecer un marco normativo. Por eso digo que esta es una opción y no una alternativa. Pensar con complejidad implica reconocer que se trata de una tensión entre ambos polos, una tensión que conviene no disolver sino tener como punto de partida para reflexionar.

Por esto mismo es que es tan interesante leer este libro de Groys. Entonces, invito a una excursión por el psicoanálisis y la filosofía del cuidado.

Boris Groys. Pensar el cuidado. (Prensa MALBA)
Boris Groys. Pensar el cuidado. (Prensa MALBA)

Hay dos funciones básicas en los vínculos: cuidar y proteger. Son parecidas, a veces se confunden, pero son muy distintas. Si tuviera que ser esquemático, diría que cuidar es un principio materno –sea que lo realicen varones o mujeres. Proteger es un principio paterno –sea que lo realicen mujeres o varones.

En la relación con otro, a veces no se espera más que estas dos cosas: cuidado o protección. Un varón puede querer que una mujer lo cuide. Una mujer puede querer que un varón la proteja. Pero también existen otras variantes. Hoy es más común que las mujeres prefieran que las cuiden, incluso que lo hagan otras mujeres. También el varón cuidadoso es más seductor que el protector. En fin, hay muchas cosas para pensar al respecto.

Lo que sí me importa subrayar aquí, para empezar a pensar estos principios, es una pregunta doble: ¿cuál es la relación entre el cuidado y las funciones parentales? Si varón o mujer no son esencias ni identidades, ¿cómo se desprenden de lo materno y lo paterno, que son funciones constitutivas del humano? Esta inquietud me parece válida, en la medida en que estamos acostumbrados a pensar nuestra sexualidad en términos de excitación (o de deseo), pero no por su raíz vincular.

Jugar a la mamá

Planteo la pregunta de otro modo y con un ejemplo: ¿es por un hábito cultural que las niñas juegan a la mamá en sus primeros años? Distintos antropólogos coinciden en que este es un juego –yo pregunto: ¿es un juego?– que se realiza en diferentes culturas. Entonces, ¿de dónde nace ese impulso? No pasa por la industria del bebé de plástico; en culturas en las que apenas existen muñecos, las niñas adoptan la actitud de cuidar animales. Entonces no se trata de que jueguen a la mamá, sino de que las hijas actúen un cuidado que, por cierto, tampoco está relacionado con que se identifiquen con sus madres. La noción de identificación siempre se usa para nombrar problemas más que para resolverlos. La pregunta es: ¿qué de la relación madre-hija tiene como resultado el origen del cuidado?

“Lo importante es no olvidarse de pensar el destino del odio en una relación. Nadie ama sin odiar al otro”.

¿Las niñas les sacan el cuidado a sus madres? Es un tema muy complejo. Lo que me importa ahora es subrayar que mucho antes de cualquier representación de género –como la que puede aparecer a los 3 o 4 años, cuando una niña se reconoce como niña, el “jugar a la mamá” –que no es tal, sino la adquisición de la función de cuidar– se revela como más temprano. Lo significativo es esto: ¿por qué esa función de cuidar –que es un desprendimiento de lo materno– puede ser la primera actitud de una niña que incluso todavía no se reconoce como tal?

A partir de lo anterior, entonces, podemos consensuar que lo materno no tiene que ver necesariamente con tener hijos. Es una posición de receptividad (no pasividad) y cuidado. Por ejemplo, en ciertas tribus si una mujer pierde a su hijo, no por eso se la deja de reconocer como madre. Y como dije, ni siquiera lo materno es privativo de las mujeres. En nuestra sociedad, hoy en día, muchos varones son maternales. Sin embargo, no es de maternidades que quiero escribir, sino sobre el cuidado. El punto (que no es un problema) es que para decir algo sobre el cuidado, necesito hablar sobre la madre. El cuidado es la madre y la madre no es una persona sino el Otro a quien le pedimos validación.

No voy a definir el cuidado, no me gustan las definiciones. Prefiero situar algunas circunstancias en que se lo reconozca. Otro ejemplo está en que lo primero que me pregunto cuando escucho a alguien es: ¿de quién depende la verdad de lo que dice? Porque no alcanza con decir tal o cual cosa, sino tener la expectativa de que sea tomado como una verdad –incluso si me miente. Si cuando escucho me doy cuenta de que mi interlocutor habla de un otro particular que funciona como garante de la verdad de lo que dice, pienso que ese otro –sea quien sea– es un sustituto de madre. Pero de esto me doy cuenta porque yo mismo cuando escucho me encuentro refrendando lo que esta persona dice. Es decir, no descubro un modo de hablar porque le presto atención, sino porque estoy envuelto en ese modo de hablar.

Cuidado. Una niña de 8 años peina el cabello de una muñeca (Paula Bronstein/The Washington Post)
Cuidado. Una niña de 8 años peina el cabello de una muñeca (Paula Bronstein/The Washington Post)

A partir de ese momento, lo importante ya no será la particular relación con ese otro del que depende más o menos; de hecho, va a depender menos en adelante, porque ahora depende de mí. Entonces ya no importa tanto qué le diga –sí tengo que tener cuidado (¡ser cuidadoso!) de no decir nada sobre esas relaciones particulares que refuerce la dependencia conmigo– sino cómo dejo que se vaya soltando de mí sin que casi se de cuenta. Esto es lo que los psicoanalistas llaman “transferencia” (como forma de vínculo con el terapeuta).

Otro ejemplo de transferencia materna. Muchas veces a los psicoanalistas nos toca escuchar a alguien que se queja de su pareja. Lo más tonto sería creer que eso significa que no lo/la ama y, por lo tanto, sugerir una separación. Hay personas que sólo pueden amar quejándose de su pareja con otros. De este modo disocian una agresión que si no iría a parar a la relación. Así quejarse puede ser una forma de cuidar al otro y si la queja es victimizada encubre el castigo de la culpa por la agresión. Nunca importa lo que alguien dice, lo dicho, sino el valor psíquico, la carga, la intensidad. Esa enunciación se interpreta y, a veces, puede ser contraria a lo enunciado. De esta forma el analista puede ser el depósito de la hostilidad hacia una pareja, reservorio que permite que esa pareja conviva sin mayores sobresaltos. Lo importante es no olvidarse de pensar el destino del odio en una relación. Nadie ama sin odiar al otro.

Ahora bien, de regreso al comienzo, en los vínculos la expectativa más básica es contar con alguien que proteja o alguien que cuide. En el cuidado se espera un sostén de continuidad, en la protección la garantía de que no va a pasar algo malo. De ahí que el primer lazo del niño con el adulto establezca la omnipotencia de este último.

El primer golpe contra esta expectativa, si no lo produce la realidad, lo ejecuta la fantasía de ser hijo de otros padres o la comparación con los padres de otros niños que “parecen” mejores. El segundo lo realiza descubrir el egoísmo de los padres, es decir, que pueden proteger de muchas cosas, pero de otras no porque tienen sus intereses; así la expectativa de omnipotencia muestra ser un ideal cuya otra cara es la desilusión: los desengañados de los padres no hacen más que mostrar cuánto esperaban de ellos y que, si no son omnipotentes, entonces, son impotentes, es decir, no pueden dar nada. Por último, el tercer golpe a la omnipotencia no sólo se da cuando se puede aceptar lo que pudieron dar (que, aunque limitado, siempre es mucho) sino cuando se advierte que hay ciertas cosas que, mejor, no conviene pedirles.

Cuidate

“Cuidate” es una expresión común de nuestro lenguaje cotidiano. Parece un tipo de orden, pero más bien un imperativo. Incluso uno egoísta, pero en el mejor sentido de la palabra “egoísmo” –es decir, como autoconservación. “Cuidate” es “ocupate de tus cosas”, pero en nuestras sociedades el egoísmo está muy mal visto, ya que se confunde con individualismo. Contra el sentido común, diría que una persona individualista no es egoísta, porque no sabe cuidarse. Quizá se canse demasiado, se estrese, corra siempre en busca del brillo narcisista y pierda el cuidado de las cosas mínimas que necesita para ser quien es.

“¿Quién te va a cuidar? En este mundo peligroso, tenemos que estar juntos. ¿Quién detendrá la turba iracunda si no estoy con vos?”, dice la canción con que comienza un disco de El mató a un policía motorizado. “Cuidarte siempre a vos en la derrota”, dice otra canción del disco siguiente. El cuidado es un tópico que está en varias letras de esta banda y otras, incluso cuando la palabra no sea explícita. Una idea de cuidar al otro que no es defensa, porque no es un acto heroico, sino más simple, lo que más cuesta, una especie de disposición. Quien te cuida no es alguien que resuelve tus problemas, sino que te ayuda a que no te los olvides (de vos), te devuelve a vos mismo y te da una presencia que no es incondicional.

Friedrich Nietzsche. La vida como autoafirmación.
Friedrich Nietzsche. La vida como autoafirmación.

Quien te cuida, no es alguien que está siempre; si fuera este el caso, sería invalidante. Cuidar es conducir hacia la ausencia de quien cuida para que la función sea incorporada. Si volvemos al ejemplo que mencione en el inicio –de la niña que juega con sus muñecos o animales–, la interpretación podría ser: es un modo de separación de la pasividad (ser objeto de cuidado) por haber adquirido la capacidad receptiva de cuidar.

Ahora veamos qué han dicho los filósofos sobre el cuidado. Del amplio abanico de autores que recorre Groys, me voy a detener en cuatro.

En primer lugar, recordemos al viejo Sócrates –quien fuera sentenciado por pensar y corromper a los jóvenes– y la idea de que el cuidado de sí puede entrar en conflicto con las instituciones de la sociedad. En el principio mismo de la filosofía ya se reconoce una tensión entre el cuidado de sí y el cuidado que la sociedad requiere con una función de normalización.

Sin embargo, la cuestión no es tan lineal. Porque en una segunda estación Groys se refiere a Hegel –quizá el más grande filósofo de la libertad, porque esta última ya no se opone a la Ley, sino que la necesita. Tal vez no haya principio más hegeliano que el de que para ser libres tenemos que obedecer. Entonces, para Hegel el cuidado de sí no puede anteponerse como variable individual porque eso concluye en el terrorismo y en la negación de la sociedad que lo hace posible. Dicho de otro modo, esta contradicción es la que plantea que entre una opción y la otra debe haber una integración dialéctica, que es la que se reconoce entre los momentos de revolución y su posterior llamado al orden. Que los revolucionarios de hoy son los conservadores de mañana, es claro.

No soy especialista en Hegel, pero creo que hay una idea suya –un dinamismo de la dialéctica– que podría expresarse de este modo: primero algo aparece como una forma externa y luego se interioriza y se asume como interna y natural –con lo que puede cambiar de contenido, pero seguir funcionando de la misma manera. Por ejemplo, en los ‘60 y ‘70 había manuales de la policía que daban indicadores para detectar a comunistas, homosexuales, drogadictos, etc. Hoy una psicología que a veces se quiere clínica, propone tips para saber si tu pareja es tóxica, o si tu jefe es un psicópata, o si la persona con que saliste está disponible afectivamente y así. En última instancia, el pensamiento de “tips para detectar” es y va a ser siempre disciplinario y potencialmente nocivo, aunque se lo llene con contenido progresista. El punto es que antes había que ingresar a una fuerza represiva para ponerlo en práctica, hoy es una de las formas del alma de la subjetividad actual. Viene incorporada.

Pasemos al filósofo siguiente: Nietzsche, para quien vale la última observación. Su planteo de la vida como autoafirmación, cuya noción fundamental es la noción de voluntad de poder, no tiene presente que para que alguien pueda realizarse de este modo requiere algún sostén institucional. En efecto, Nietzsche no habría sido quien fue como filósofo si no hubiera existido la institución del libro como forma de cuidar su nombre como autor. En este punto, podríamos decir: para poder cuidarnos necesitar el cuidado de los demás. No solo la idea de un cuidado de sí es contradictoria si no hay un apoyo previo en un cuidado recibido; sino que es abstracto hablar de “cuidar a los otros” sin una acción sobre uno mismo.

Martin Heidegger. El cuidado como preocupación. (Foto Grosby)
Martin Heidegger. El cuidado como preocupación. (Foto Grosby)

Por último, el gran filósofo del cuidado fue Martin Heidegger, cuya forma de ver el cuidado es a partir de la preocupación –no en el sentido de “hacerse mala sangre”, sino como ocuparse de un proyecto. El cuidado para Heidegger está en tensión con la técnica, con la ambición de un mundo que tiende a la cuantificación y para el que cada ser humano es un número más.

Pensemos esta última idea con una situación básica. Vamos al médico, quien nos recibe con una historia clínica. Antes pedimos un turno de acuerdo con una agenda, por teléfono o internet. Al llegar, presentamos el carnet de la obra social. En la receta del médico se indicará una dosis, que iremos a comprar a la farmacia con dinero. ¿Cuántos números se aplican en esta sucesión de acciones? Esta es la técnica heideggeriana vista desde el sistema de cuidado, a la que cabe aplicarle la distinción elaborada por Hannah Arendt –también retomada por Groys– entre trabajo y labor, porque nuestra vida ya no está acotada al sistema productivo, sino que nuestras sociedades necesitan cuidar a los cuerpos improductivos:

Podría decir que mediante el sistema de cuidado el cuerpo es desfuncionalizado. ¿Qué sucede con un cuerpo que ha perdido su capacidad de trabajar? Se vuelve inútil. Se convierte en un cuerpo que hay que cuidar. Todos sabemos qué es lo que nos espera una vez que haya terminado nuestra vida laboral: el hospital. Nuestros cuerpos, que durante la mayor parte de nuestra vida fueron utilizados como instrumentos de trabajo, son ahora preciosos objetos que cuidar. El sistema del cuidado trasciende el sistema del trabajo. […] La medicina no atiende nuestros deseos, sino solo la autoconservación. Lo cual no es mucho.”

De este modo, la cuestión central es cuál es nuestra tarea, nuestra ocupación, qué clase de cuidado nos tomamos para que nuestra vida no se reduzca a trabajar y a entrar en el engranaje del cuerpo dócil a la medicina, tal como lo demuestran las personas que una vez que se jubilan no hacen mucho más que ir regularmente a las consultas que les corresponden –cuando no trabajaron toda la vida para pagar la prepaga que los proteja de una eventual enfermedad que quizá produjo el tipo de vida que llevaron por el modo en que trabajaron.

Volver a pensar la noción de cuidado, desde un punto de que no sea ingenuo ni la tome por evidente, es –valga la redundancia– un tipo de cuidado; de no dejarnos llevar por los usos que se imponen y que la traducen en técnicas que nos tratan como cosas. El cuidado es humanizante. La salud –entendida como el objetivo de mantener con vida al organismo, a cualquier costo– puede ser indigna.

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