El guaraní que era “el hijo de Dios”: así empieza “La despoblación”, una novela con un pie en hechos reales

El guaraní, dos padres jesuitas y un éxodo masivo por el río Paraná en el último libro de Marina Closs, la autora argentina que se inspira en el conflicto entre españoles y portugueses por el dominio del Guayrá

A comienzos del siglo XVII, el Guayrá, hoy perteneciente al estado brasileño de Paraná, era un paraíso en disputa. Los españoles habían conquistado la región y las misiones jesuitas afianzaban su influencia entre la población nativa con las reducciones en las que predicaban su cristiandad.

Sin embargo, el dominio del territorio en cuestión no tardaría en pasar de los españoles a los portugueses gracias a las malocas de los bandeirantes y mamelucos, expediciones armadas que destruían las reducciones jesuitas y esclavizaban a los guaraníes.

En este contexto transcurre La despoblación, de la autora argentina Marina Closs, editado en mayo por Blatt & Ríos. En este libro, que a pesar de sostenerse con un andamiaje verídico no calza a la perfección en la categoría de novela histórica, el padre Antonio Ruiz y su fiel ayudante, el padre Jesús Maceta, son los líderes de la reducción de San Ignacio.

Ambos religiosos están inspirados en dos miembros reales de la Compañía de Jesús -Antonio Ruiz y Simón Mazeta- cuyos roles fueron fundamentales en la historia de la región y son recordados, aún hoy, por una hazaña digna de la Biblia o de un documental de Werner Herzog: un éxodo guayreño en el que 12 mil indígenas en 700 balsas viajaron río abajo por el Paranapanema y luego por el Paraná.

Pero justo antes del éxodo obligado por la inminente amenaza de bandeirantes y mamelucos, el orden de la reducción de San Ignacio se verá trastocado por la aparición de Overá, un hermoso “joven de raza guaraní, de hombros anchos, cejas oscuras y pelo largo” que, al encontrarse con el padre Jesús Maceta, se presenta como el “hijo de Dios”.

Marina Closs, autora de "La despoblación"

“Yo nací de un rayo de luz guardado nueve meses en un cántaro. Mi mamá no tengo ni mi papá. Soy hermano menor de Jesús y, como él, Hijo de Dios, muy amigo”, dice Overá ante el desconcierto y la rabia de los jesuitas. Su presencia será el puntapié para acentuar las diferencias entre colonos y nativos, en particular de su cosmovisión y sus concepciones de la religión y la naturaleza.

Mientras que el padre Antonio Ruiz representa el ascetismo masoquista cristiano, Overá encarna una visión guaraní de dios (sin mayúsculas para denotar su pluralidad), atravesada por el disfrute de la naturaleza y el propio cuerpo. “Ese dios no era carne, sino espíritu. Era el dios de la combustión. Sin embargo, ellos aún amaban a los otros: dioses de lo consumido”, escribe la autora.

A Overá “sólo se le ocurría una manera de precipitarse hacia Dios, y esa manera era: bailando”. Los jesuitas, sin embargo, censuran estas y otras prácticas de los guaraníes, como la alabanza de los huesos de sus muertos o la ingesta de la carne de sus enemigos. Aunque Overá insistirá con su postura, “Donde hay una fiesta, ahí está el centro de la tierra (...) Hubo casos de fiestas enteras que subieron al cielo, a causa de sus danzas”, el padre Ruiz impartirá, cortante, su visión: “Los espíritus danzantes son oscuros. Dejan en el cuerpo un placer sensual”.

Esta dicotomía, que no peca de la obviedad moderna de “buenos y malos” ni recae en la literalidad, empuja la trama de La despoblación y la lleva a terrenos de un delirio cotidiano, casi imperceptible, con un ritmo impecable que genera, sin necesidad de enrostrárselo al lector, un sentido del humor insospechado.

También publicó dos libros de cuentos y una variación fantástica sobre la vida de Jesús llamada "El pequeño sudario"

Osvaldo Baigorria, escritor argentino que también se inspiró en la época colonial para reinventar la historia de las comunidades nativas en sus libros, comparó La despoblación con Zama, la novela sobre la espera de Antonio Di Benedetto. Tal vez, la comparación sea más acertada si, en vez del libro, se hace con su adaptación a la pantalla grande por parte de la directora Lucrecia Martel, en la que se lucen con más intensidad los paisajes vírgenes, el mestizaje de las lenguas y el delirio solapado de una época de la que, aunque lejana, todavía hoy pueden verse sus vestigios.

La despoblación (fragmento)

De entre todos los sitios lejanos, de entre todas las ciudades cerradas, vaciadas y desconocidas; de entre todos los territorios sin justicia y sin Dios y sin ritos, el Guayrá era un oasis. Un pequeño país de vida húmeda bajo el atardecer rajado, en medio del más incierto, inmenso y áspero de los secos. Era un oasis de salvajes enredaderas recostadas en los muros. De ríos que parecían vivos y de Santísimos de oro, que el padre Antonio Ruiz había mandado a traer desde lejanas tierras.

Era un oasis de maíz, poroto y mandioca crecidos prolijamente en las pequeñas huertas. Pero también de patios de naranjos, de limoneros, de árboles rosados de durazno, de zanahorias y repollos. Era un oasis de calles y niños que las limpiaban. De mujeres hilando en sus hamacas y de hombres perdidos en los algodonales.

De todas las tierras felices y ermitañas, el Guayrá era la estrella. La piedra tacurú junto con la vegetación era el aceite y el polvo. Antonio Ruiz era el fuego. Allá donde estaba sentado, allá llegaba un guaraní y le contaba un sueño. Lo llamaban “Antonio Rey” o “Antonio Luz”. El padre estaba sentado, siempre en medio de una visión interior o dando una enseñanza. A su lado, el padre Jesús Maceta oía sus discursos y los memorizaba. Cuando Antonio relataba una visión, Maceta se quedaba un rato largo pensando, buscando alguna interpretación para sus imágenes.

Los dos jesuitas se ocupaban además de los asuntos administrativos del gobierno:

—Toma nota, Maceta —decía Antonio—. Nos han escrito pidiéndonos ciertos pájaros que desean enviemos al Rey desde

Asunción. Escribe: Sentimos mucho no poder enviárselos, porque dichos pájaros viven en las selvas donde Dios los crio y huyen volando de nosotros. Pedimos ahora que Dios envíe la más hermosa de las aves, que es el Espíritu Santo, a Vosotros. Nosotros lamentamos no tener ninguna ave que enviarles.

El padre Ruiz firmó aquella carta, Maceta la estampó con el sello de la Compañía de Jesús y salió para buscar al tapererepurá, un hombre flaco y ágil que andaba llevando mensajes de una reducción a otra. La niebla era todavía profunda en el Guayrá, pero el tapereré estaba en el medio de la plaza, mirando las aguas del pozo y pensando adormecidamente en algo.

—Buen día, Maceta.

—Buen día, tape. Lleve hasta la Villa Rica esta procuración.

El tapereré dirigió la mirada al noreste, saludó a Maceta y desapareció, corriendo y brillando, en el azul de la niebla. Jesús Maceta se quedó contemplando el verde invencible del pasto. Cuando sintió que el verde le había entrado a los ojos, los cerró, como si quisiese macerarlo con sus párpados. Para el ardor en los ojos, el padre Antonio Ruiz le había recomendado una receta casera: mirar fijamente el pasto hasta que le saltasen lágrimas.

El padre Jesús Maceta era un letrado. Había estudiado durante largos años y se había formado en las artes de antiquísimos colegios italianos. Había llegado al Guayrá para dar lecciones y civilizar. El padre Antonio, en cambio, nacido en el Perú, siempre se avergonzaba un poco de no haber estudiado seriamente la Escolástica. Había intentado por años entrar en los libros, tomar la filosofía con sus ojos. Pero siempre llegaba a la conclusión de que no podía perder mucho tiempo en ese rumbo. Amaba las escrituras, pero percibía a Dios con una claridad tan sórdida y vigorosa que el estudio le parecía una especie de rodeo.

Cuando daba la misa, Antonio Ruiz notaba que el altar estaba rodeado por siete Príncipes Celestiales. También, mientras decía la homilía, a veces le venía un gusto intenso a rosas en la boca y concluía que la Virgen lo estaba tocando. Solía describirse como un “pobre herido del más castísimo amor a Dios”. Al padre Maceta iba a narrarle sus encuentros con María y Jesucristo. Los primeros eran agradables e idílicos. Los últimos, mortificadores. Antonio terminaba siempre extraordinariamente dolorido:

—Apareció de pronto Cristo crucificado en la puerta de la iglesia, pero estaba sin corona. De pronto, reparé en que sus espinas estaban clavadas... ¡en mi propia cabeza!

El padre Antonio Ruiz vivía amargado de tener que sobrellevar esos encuentros insoportables. Tenía una nariz larga y distinguida y dos ojos enfermos que relucían como cirios y parecían estar siempre goteando. A veces, Maceta se acercaba, apiadado, al pecho de su amigo y oía cómo el corazón de Antonio saltaba en el cuerpo, como si quisiera pronto hacerse pedazos. La sangre que había adentro suyo estaba a toda hora moviéndose muy rápido. Maceta era reacio y frío, de ninguna manera dado al afecto. Pero Antonio Ruiz era su debilidad:

—Durante la hora de oración —comenzaba a contar Antonio— sentí que de pronto me eran arrebatados mis órganos y eran llevados a la profunda Región del Alma. Tuve que contraerme de vacío. Me caí al piso y me retorcí. Luego pude sentir cómo me venían a sacar también los ojos. Los ángeles me abrían un tajo en los párpados con sus alas. Me quedé sin vista, cortado y hueco. Cuando todos mis órganos volvieron a mí, yo supe en el suelo, por un dolor penetrante que, mientras estuvieron solos, mis ojos habían visto la figura sagrada del Hijo y la Madre.

—Esta visión —empezaba el padre Maceta, para aliviarlo— podemos relacionarla con la pasión de Nuestro Señor, en donde el sufrimiento corporal se torna, en el futuro, en gracia y tesoros en el cielo.

Antonio Ruiz oía las palabras de Maceta, apenas ilusionado. En el fondo, quería poder ser, en algún momento, feliz. Pero

siempre venía otra vez Jesús desde lo oscuro, y le cortaba la lengua o le cosía la boca y los ojos y luego lo asaeteaba. El dolor físico era insoportable e injusto. Además, existía ya la profecía de que su martirio sería cruel y lento.

Antonio anotaba en sus diarios:

La madrugada es color vino y está seguida de un amanecer color durazno.

La oscuridad vista a través de los párpados es lila. Es una oscuridad hecha de carne y piel.

Pero a través de los párpados aún se pueden ver las sombras de las cosas.

Hay que aprender a usar los ojos sin necesidad de abrirlos.

La luz confunde la atención. Gracias a los párpados, el corazón se retira y la mente se deslumbra y se concentra.

Maceta veía que Antonio pasaba mucho tiempo con los ojos cerrados. Incluso a veces lo encontraba caminando por el patio. Antonio avanzaba sin inmutarse y saludaba solamente cuando ya se habían cruzado:

—Dios esté contigo, hermano.

No abría sus ojos, pero lo podía reconocer. Obedecía a uno de los principios mayores de la Compañía de Jesús: si no es para rezar, leer o comer, la luz es algo a lo que puede renunciarse.

Antonio daba clases a los niños, cerrando los ojos. Anotaba a la noche en su diario:

Los seres humanos aparecen como siluetas rojas.

Las plantas, como manchones o nubes ocres.

El agua es la única cosa que, por más que uno se acerque mucho, no brilla ni aparece. Afortunadamente, puede oírse.

El propio cuerpo es negro, como todo lo que se coloca muy próximo, y quizá a la distancia sería rojo como el cuerpo del resto de los humanos.

Seguía anotando:

La luz es el engaño. El espíritu es el orden. Todo lo que está

afuera del espíritu es tortuoso y agotador.

El espíritu es el orden. La luz es el desorden. A través de los párpados, estamos a salvo. Dios hizo nuestro cuerpo como si fuera un bastión. Cuando abrimos los ojos, vemos luz en el aire y no colores, sino solamente luz desplegada sobre las cosas.

Una sola cosa le daba al padre Antonio un consuelo que era verdaderamente la contracara del dolor físico y este consuelo era: la sagrada figura de la Virgen. Más específicamente, la figura de una estatua de madera que había sido tallada en parte por los guaraníes, con manos y pies importados de Europa. Por eso, Antonio Ruiz solía tomarse un día libre y remontar el río Pepirí, hasta donde se encontraba el santuario de Nuestra Señora. Allá acudía a venerarla y se postraba ante sus pies europeos como ante una verdadera madre.

Cuando los guaraníes veían partir a Antonio Ruiz en su balsa hacia la Virgen, algunos se acercaban nadando por el agua, porque querían empujarlo. Los niños le colocaban en el cabello coronas de flores, como si se hubiera muerto. Lo acompañaban. El padre también se mostraba amable y bueno, era menos severo que de costumbre, se dejaba llevar. Se iba sobre el agua y todos lo saludaban. Subía mirando la orilla de las tierras de Tayatí e Ibititirumbetá. A lo lejos, veía la región del Yú cubierta de una fina niebla. Río abajo, se extendían el Lago de los Jarayes y el Delta; río arriba, el Gran Pantanal. A medida que se aproximaba al santuario, se iba sintiendo mejor, su cuerpo respiraba como si todos los ángeles no lo hubiesen, cada noche de su vida, amputado y mortificado. Movía los pies en el agua, sentado en la balsa, cantando canciones. Pensaba en todas las palabras futuras que iba a decir en sus homilías, para que las repitieran luego entre sus fieles.

Lo que uno debe aprender es a mover el alma a través del mundo cada vez más lentamente.

Escribía en sus notas.

Antonio Ruiz era feliz, remontando el Pepirí. Era feliz como un niño que no sabe y no sospecha y ni siquiera se pregunta nada. Su llegada al santuario era tranquila. Amarraba la balsa y se quedaba todo el día allí, a limpiar y rezar.

Solo, ante Nuestra Señora, Antonio decía una misa para sí mismo, subido a una especie de taburete que llevaba siempre sobre la espalda. Hablaba, de espaldas al río, de pie frente a su Señora, de cara a sí mismo y a su tribulación. Pero terminaba la misa puntual y santamente. Entonces derramaba sobre la estatua de Nuestra Señora algunas flores y la salpicaba con agua.

Pasaba la tarde durmiendo la siesta debajo de la estatua. Hasta esa región de la tierra, no habían llegado aún las moscas. Pero sí había cascarudos, gusanos y jejenes.

A veces vienen los bichos y me toman.

Escribía Antonio. Entregándose a ellos, el padre Ruiz dormitaba, sintiendo sobre la piel de los ojos sus abdómenes y patas. Diferenciaba a los cascarudos, porque sus patas eran frías, pero sus abdómenes, tibios. Los gusanos eran cálidos y minuciosos. Encontraba que los arácnidos eran especialmente agradables y livianos. A veces quería abrir los ojos y tenía parado, en el medio de los párpados, un saltamontes.

A veces encontraba a la Virgen cubierta de telas de araña y, en vez de quitárselas, se ponía a mirarlas, como si cada insecto colgado de la tela tuviese algún significado. Había observado que,en algunas especies, las enormes arañas hembra eran recorridas intensamente por pequeñas arañitas macho. Pensaba que allí había una imagen de Nuestra Señora y de su veneración. Así, Antonio se quedaba un tiempo sin hacer nada, sin pensar nada y sin soñar nada, mirando fijamente alguna cosa que encontrara cerca de la estatua. De la Virgen, se decía a sí mismo, jamás había recibido ningún tormento ni ningún dolor intenso. Junto a la estatua, en cambio, sentía como si todo su cuerpo se reparara.

Cuando llegaba la tarde, y el cielo se ensombrecía, Antonio se inclinaba otra vez frente a la estatua y decía unas plegarias dirigidas a Nuestra Señora de la Primera Oscuridad. Se quedaba entonces observando en el cielo las estrellas y planetas despiertos, mientras todo lo que estaba en contacto con la tierra empezaba a caer dormido. Se acostaba aún un rato y respiraba en el aire vacío, tratando de arrastrar con la nariz, hacia sí, todas las luces de los astros. Luego se subía a su balsa y se marchaba en silencio. El río parecía un animal luminoso. Antonio Ruiz se subía a su lomo, y comenzaba a alejarse hacia sus tierras.

Sin embargo, a medida que se distanciaba de la Virgen, volvían a anidar en su cuerpo sus viejos dolores. De modo que, cuando llegaba a la reducción de San Ignacio, ya se sentía otra vez completamente molido y quebrado. A veces, el padre Maceta tenía que venir a retirarlo de la barca en brazos e ir a llevarlo hasta su lecho. Maceta era un hombre serio, pensativo y temeroso. Amaba a Antonio, pero no era como él, dado a la condenación. Vivía con alegría, dormía con placer, comía bien. Dios no lo castigaba intensamente, sino temporalmente y con castigos piadosos. Cuando Maceta depositaba a Antonio en su lecho, sentía por él un respeto profundo. Se quedaba a veces mirándolo toda una noche, como a un mendigo hermosísimo y terco.

Quién es Marina Closs

♦ Nació en Aristóbulo del Valle, Misiones, Argentina, en 1990.

♦ Es Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires.

♦ Publicó dos libros de cuentos La doncella aguja (2013), El violín a vapor (2016) y una variación fantástica sobre la vida de Jesús llamada El pequeño sudario (2014).

♦ En 2022, fue finalista del Premio Internacional Ribera del Duero.

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