Vayamos al Japón clásico. Más precisamente, al período Heian (794-1185), el último antes de la era feudal. Desde una mirada occidental, históricamente más restringida en cuanto a la diversidad sexual y de género, puede resultar llamativo y sorprendente que, hace nada menos que mil años, apareciera en su literatura una historia sobre transexualidad.
A esta época lejana se remonta Si pudiera cambiarlos, una “novela” (en realidad un monogatari, que se traduce como “historia”) anónima que pasó desapercibida por casi un milenio hasta que Yasunari Kawabata, el primer escritor nipón en ganar el Nobel de Literatura, la puso en el mapa con su adaptación al japonés actual en 1948.
Esta peculiar historia empieza con Himegimi y Wakagimi (“distinguida dama” y “joven señor”, respectivamente), dos jóvenes hermanastros hijos de Sadaijin, un prestigioso ministro de la corte del Emperador. Aunque de distinta madre, estos hermanos “de rasgos faciales muy bellos se parecían tanto entre sí que era fácil confundirlos”, tanto que, de no ser porque vivían separados, “habrían surgido problemas para distinguirlos”.
A pesar del esfuerzo que el padre puso en la educación de ambos retoños, un problema empieza a atormentarlo a medida que estos van creciendo: mientras que el niño se vuelve cada vez más vergonzoso, sensible, frágil y delicado, atributos considerados femeninos, su hermana demuestra ser decidida, valiente y audaz. Así, los sueños de Sadaijin se ven truncados al ver que sus hijos muestran una inclinación a comportarse como el sexo opuesto.
“Ay, ¡si cambiarlos pudiera!”, exclama Sadaijin, lo que da nombre a este milenario monogatari. Ante semejante inconveniente, inconcebible para la época, y la proximidad de la presentación en sociedad de sus hijos, el alto mandatario de la corte toma una drástica decisión: presentarlos, sí, pero intercambiados. Así, a pesar de los deseos del padre, él será ella y ella será él en esta historia en la que se desarrollan problemáticas identitarias que tardarían siglos en ser siquiera nombradas.
Las identidades de los dos protagonistas, sin embargo, irán mutando a lo largo del libro, impulsadas no solo por su género sino, además, por los cargos que van ocupando, dado que en ese período se estilaba que las personas de la corte del Emperador fueran conocidas por su puesto y no por su nombre.
Esto genera, en un lector que no frecuenta la literatura japonesa clásica, cierta dificultad a la hora de seguir la trama de Si pudiera cambiarlos. Pero, para guiar a quien quiera aventurarse en esta historia milenaria, la editorial española Satori -que la publica en nuestro idioma-incluyó un esclarecedor prólogo escrito por Jesús Carlos Álvarez Crespo, traductor del libro, además de algunos apéndices con información relevante para la plena comprensión del texto.
En el prólogo, Álvarez Crespo analiza el lenguaje con el que se hace referencia a la transexualidad en el libro, además de las críticas que varias generaciones de autores y estudiosos japoneses han hecho de Si pudiera cambiarlos. Mientras estos últimos hablan de “inversión sexual”, “cambio de sexo” o “seudohermafroditismo”, expresiones que no aparecen en el libro ni existían en esa época, los conceptos utilizados en ese entonces que se esbozan en el libro son menos precisos y peyorativos: “este tipo de estado”, “que no se adecua a las maneras del mundo”, “sin parangón”.
También destaca ciertos adjetivos que se repiten a lo largo de las 300 páginas del texto: “extraño”, “sospechoso”, “lamentable”, “indigno”, “vil”, “raro” y “poco común”. Aunque a lo largo de los siglos fue víctima de censura, no fue la subtrama transexual de Si pudiera cambiarlos la receptora de las críticas, sino principalmente la infidelidad y las escenas en las que una mujer demostraba no estar conforme con su marido.
Este no es el único ejemplo en la literatura japonesa clásica de su cosmovisión más diversa, pero sí tal vez sea el más antiguo. Si pudiera cambiarlos, desde el remoto siglo XII, es una prueba más de que lo trans no es ni moda ni novedad: aunque quieran cambiarlo, siempre estuvo ahí.
Infobae Leamos comparte el comienzo de Si pudiera cambiarlos:
<i>Si pudiera cambiarlos </i>(Fragmento)
1
En cierta época que desconocemos vivió un hombre que ejercía los cargos de Gondainagon y Taishō. No solo destacaba por su aspecto imponente, su erudición y su actitud, sino también por su personalidad y su reputación impecables. Aunque no tenía motivo alguno para quejarse de su situación, he aquí que, en el fondo de su corazón y sin que nadie lo supiera, anidaba un desvelo que no dejaba de afligirlo.
2
Este hombre tenía dos esposas principales. Una de ellas era hija de Gen no Saishō. Aunque su amor hacia ella no era especialmente profundo, sí era considerado, puesto que era la primera mujer a quien había jurado su amor. Además, le había dado un hijo varón, Otokogimi, radiante como una joya, lo cual hacía que le resultara difícil separarse de él.
Su segunda esposa era hija de Tō Chūnagon y con ella había tenido una niña sumamente hermosa, Himegimi. Ambos retoños eran únicos y maravillosos, y este hombre no escatimaba esfuerzos a la hora de educarlos.
Ninguna de las dos mujeres destacaba, ni en lo tocante a su apariencia, ni en su forma de proceder, cosa que él lamentaba, mas, viendo crecer a sus hijos tan hermosos, pensaba que no podía dejar a sus dos esposas y así es como parece que llegó a esa situación en cierto modo satisfactoria.
Los dos hijos tenían unos rasgos faciales muy bellos y se parecían tanto entre sí que era fácil confundirlos. De hecho, si se hubieran criado en el mismo sitio, habrían surgido problemas para distinguirlos, pero por fortuna estuvieron en lugares distintos. A simple vista, tenían el rostro exactamente igual, aunque Otokogimi poseía cierta elegancia y un aire noble y refinado. Himegimi, por su parte, rebosaba esplendor y vivacidad, era el foco de todas las miradas y hasta ese momento nadie la había superado.
3
A medida que los dos hermanos iban creciendo, el joven se fue volviendo vergonzoso hasta límites insospechados. Rehuía no solo a las damas de honor que no le resultaban familiares, sino que incluso la presencia de su padre le provocaba un sentimiento de incomodidad. Con el tiempo, este le hizo estudiar los clásicos chinos, y le enseñó todo lo que un varón debía conocer. Pero el joven no se interesaba por todo ello. Siempre se ocultaba detrás de las cortinas para esconder su vergüenza ante los desconocidos, y allí se dedicaba a dibujar, a jugar con muñecas o con las valvas de los moluscos. Su progenitor se quedaba atónito con ese proceder y no cesaba de reprendérselo mostrando su descontento de palabra, aunque esto solo provocaba las lágrimas del desdichado e intimidado niño. Al final, solo permitía que lo vieran su madre y su nodriza, o bien las niñas de muy corta edad. Si cualquier otra dama que no le resultaba familiar se le acercaba, se escondía envolviéndose en las cortinas, y se avergonzaba al máximo. El padre se lamentaba haciendo oídos sordos ante esta situación. Por su parte, Himegimi era ya muy traviesa y resultaba raro verla dentro de su cámara. Siempre estaba en el exterior, jugando a la pelota o tirando con el arco pequeño acompañada de los mozos de servicio. Cuando había invitados en la Gran Sala de Recepciones para componer poemas chinos, tocar la flauta o declamar poesías japonesas, salía corriendo hacia la estancia y los acompañaba, arrancando sonidos maravillosos a instrumentos de cuerda o de viento sin que nadie le hubiera enseñado a tocarlos.
Cuando recitaba poemas chinos o cantaba poemas japoneses, los miembros de la nobleza de servicio o de la alta nobleza que visitaban la mansión la elogiaban y le mostraban su afecto, y hacían las veces de profesores. Todos murmuraban que, a pesar de haber oído decir que se trataba de una muchacha, debían de estar equivocados. Cuando su padre estaba presente, claro está, se contenía y ocultaba su identidad, pero si, por ejemplo, su progenitor estaba vistiéndose para recibir a invitados, en un abrir y cerrar de ojos, se unía al resto de personas presentes y se divertía con ellas con total familiaridad. Era entonces cuando resultaba imposible controlarla, y por eso, sus compañeros daban por sentado que era un chico interesante y encantador, a lo que su señor padre no tenía más remedio que resignarse. Claro que, en el fondo de su corazón, este se lamentaba enormemente y no dejaba de decirse: “¡Ay, si cambiarlos pudiera!”.
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