La solapa de los libros suele incluir el retrato del creador o creadora de la obra, una tradición que en el caso de los escritores argentinos se cristaliza en un retrato tomado seguramente por la lente de Alejandra López, una fotógrafa pionera que logró convencer a los responsables de las editoriales de que los autores merecían tener su imagen en la obra hecha por un profesional: así se sucedieron cientos de fotos, algunas muy significativas, como la que le tomó al escritor Ricardo Piglia poco antes de su muerte.
“A Ricardo se le ocurrió que quería hacerse una sesión de fotos. Fue extraño, porque nadie entendía por qué en esa situación tan compleja, él casi no tenía movilidad. Yo tampoco lo entendía, pero tengo la sensación de que quería demostrar que estaba vivo y que era él el que estaba presente ahí”, evoca el encuentro con el autor de Respiración artificial cuando su cuerpo languidecía, castigado por el diagnóstico de esclerosis lateral amiotrófica (ELA), que le produjo la muerte en enero de 2017.
No lo sabe, pero es una alquimista. El que entra incómodo e inseguro al estudio de Alejandra López sale contento y con la sensación de que, a fin de cuentas, una sesión de fotos puede ser una experiencia cálida, natural y hasta divertida. Para poner apenas un ejemplo del vínculo que genera con sus retratados, basta contar que Ricardo Piglia, en la última etapa de la enfermedad que le arrebató la vida y casi inmóvil, pidió que ella le hiciera una sesión para que fuera la última y sus textos fueran publicados con esas imágenes y no con aquellas en las que todavía estaba sano.
Pero, ¿cómo logra la fotógrafa esa transmutación? Desde sus primeras fotos en la revista El Porteño hasta convertirse en una de las mejores retratistas del país y especializarse en fotografiar escritores y escritoras hay una historia en la que se mezclan causas y azares, con predominio de las causas.
Porque López muy tempranamente tuvo claro lo que quería hacer y fue inteligente y tesonera para conseguirlo. Siempre combinó su trabajo en periodismo –fue la primera fotógrafa mujer de Viva, la revista dominical del diario Clarín, en épocas en que tiraba más de un millón de ejemplares– con la búsqueda por conseguir hacer los fotos de solapas de libros. Su primer paso en esa dirección fue ir a una librería y pasarse la tarde averiguando qué editorial publicaba a más autores argentinos vivos. Era Planeta. Consiguió una entrevista y la contrataron, pero en un principio solo para hacer presentaciones de libros.
De todos modos, la fotógrafa fue sembrando en sus jefes la idea de que los autores merecían tener su imagen en el libro hecha por un profesional, cosa que no se usaba hasta ese momento. Y sabía perfectamente que todos los lectores sienten una enorme curiosidad por ver el rostro de sus escritores favoritos.
Siempre hay una vez y para ella el punto de inflexión fue el libro Robo para la Corona, de Horacio Verbitsky.
—¿Cómo fue la experiencia con esa primera foto de solapa?
—Hicimos una sesión preciosa, él fue muy amoroso y colaborador. Y ahí algo pasó. Primero, el libro fue un estallido y Horacio fue muy generoso porque le dijo a Juan Forn, que editaba en Planeta, que estaba recontento de que le hubieran enviado un fotógrafo y que el resultado le había encantado. Ahí se les encendió la lamparita de que era un súper-mimo para los autores y de que, también, funcionaba. A partir de ahí me empezaron a dar bastantes solapas y pasó algo que era muy interesante: Forn, que tenía una cabeza que iba a diez mil por hora y siempre estaba una cuadra adelante, decidió hacer una sesión de fotos de prensa con los autores, por ejemplo, si ganaban un premio.
Entonces, la editorial tenía un kit de fotos espectacular que generaba buena repercusión en la prensa, porque vos les dabas un material que estaba buenísimo, cosa que no era para nada usual. De pronto, empecé a trabajar mucho con otras editoriales como Tusquets, Emecé, Seix Barral, con Sudamericana; después estos sellos se fusionaron. Hice muchísimas fotos en esa época, en los 90 se publicaba mucha literatura nacional.
—¿Cómo se siente, en general, el personaje que va a ser retratado?
—El rasgo general de la gente en situación de retrato es la incomodidad, es una situación poco grata para todo el mundo. Casi nadie se lleva bien con su propia imagen y el momento del retrato es un momento de hiperconsciencia de esa imagen.
Entonces, si tenés algún tipo de rollo, estás pensando en eso todo el tiempo. “Tengo las orejas grandes, ¡tengo las orejas grandes!”. Parte del trabajo conjunto del retrato es desarmar esa incomodidad y traer al fotografiado a un entorno de contención, de más calidez, de más confianza. También hay retratistas que trabajan con la premisa opuesta: poner incómodo, hacer sentir mal. Sobre todo para generar algún tipo de efecto para que el otro se sienta incómodo. No es mi caso.
Anatole Saderman, que es uno de los padres del retrato en la Argentina, tiene un decálogo para retratistas que es una preciosura. Y decía: “Si vas a retratar a alguien, amalo u odialo, pero que no te sea indiferente”. Porque si no, no pasa nada. En mi caso, en general los amo, me enamoro un poco de la persona que estoy fotografiando en ese momento.
—¿Cuándo considerás que un retrato es bueno?
—Hay cosas que tienen que ver con el rigor técnico, como cuando un texto está bien escrito. Pero hablando en términos más generales un retrato es bueno cuando encontrás ahí algo de esa persona que no sabías. Algo aparece ahí que es una novedad y te queda rebotando en la cabeza, no sabés bien por qué. Después, si lo pensás, aparece el porqué. Y lo que me parece interesante del retrato y de las fotos en general es que hay algo que cuando ves una imagen te pega en el pecho y queda.
—¿Y alguna vez fracasaste en tu intento de conseguir un buen retrato?
—Sí, pero no con escritores. En general, cuando la sesión no funciona bien es cuando el fotografiado quiere tener un excesivo control de lo que sucede y no deposita confianza en vos. Cuando el otro está todo el tiempo tratando de controlar algo que no se puede controlar, que es la imagen que yo estoy captando, ahí es cuando la cosa hace agua. Se produce una imagen que es correcta, pero en la que no pasa nada.
—De todos los escritores y escritoras que hiciste, ¿cuáles son tus fotos favoritas?
—Adoro el retrato de Diana Bellesi. Es una foto supersimple que refleja cómo yo la veo a ella, como la reina de la poesía, con esa mirada transparente y esos ojos líquidos. Después quiero mucho la foto de Juan Forn, primero porque es él, que está tan ligado a mi vida profesional y personal, y porque es un tipo de foto que yo no suelo hacer: la cosa del momento captado, esa carcajada duró un segundo. Yo suelo hacer fotos más controladas, y esa foto fue un poco mágica, es una foto que quiero mucho. Pero la verdad es que hay muchísimas fotos que amo.
—La anécdota de la última sesión de fotos con Piglia es conmovedora...
—Es una foto muy especial si bien no me parece de mis mejores fotos. Fue una sesión que hicimos cuando ya estaba muy mal. Y se estaban por publicar Los diarios de Emilio Renzi. Yo con él tenía un arreglo particular, a veces hacíamos fotos para nosotros. Y las usaba para lo que necesitara (si iba a un congreso, si tenía una charla) y después, si las editoriales las querían, yo se las vendía. Pero no es que hacíamos fotos con un objetivo puntual. La idea de todo su entorno era usar fotos de cuando estaba bien, y a Ricardo se le ocurrió que quería hacerse una sesión de fotos. Fue extraño, porque nadie entendía por qué en esa situación tan compleja, él casi no tenía movilidad. Yo tampoco lo entendía, pero tengo la sensación de que quería demostrar que estaba vivo y de que era él el que estaba presente ahí.
Fui muy asustada y muy nerviosa a la sesión, cosa que nunca me había pasado con Ricardo, porque era un encanto, fotografiarlo era una fiesta. Me fui superangustiada de su casa y sentía que no había estado a la altura, que podría haber hecho más cosas. No tenía la cabeza fría, era tanto lo que pasaba, que no es que me taré, pero me partía el corazón todo, me afectó. Paradójicamente me sentí muy honrada de que me eligiera para eso. Me hizo sentir muy valorada, y es algo que le agradezco para siempre. Él sabía que lo iba a cuidar porque era una situación de extrema vulnerabilidad.
Fuente: Télam S. E.
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