130 años de Alfonsina Storni: “desiertos sanjuaninos”, poesía, ternura política y un triste adiós

En el aniversario del nacimiento de una de las figuras más relevantes de la literatura argentina, esta nota repasa postales de su vida temprana, la potencia de sus versos y las circunstancias de su trágica decisión de quitarse la vida

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Alfonsina Storni
Alfonsina Storni

Alfonsina Storni no nació en Argentina. Fue en la Suiza Italiana, en un pequeño pueblito del cantón del Tesino, distrito de Lugano, llamado Capriasca, en 1892, hace 130 años. Una versión dice que no nació el 29 de mayo, sino el 22, pero que la registraron el 29; la mayoría de los biógrafos la desestima. Suele ser buen augurio para un poeta que el malentendido esté desde el origen. De Capriasca proviene su familia, pero antes de que ella nazca, sus padres, jóvenes, recién casados, y sus dos hermanos mayores emigraron a la Argentina, a San Juan. Llegaron en 1880 y montaron una pequeña cervecería que a poco a poco se volvió famosa en la región. La etiqueta de las botellas decía: “Cerveza Los Alpes, de Storni y Cía”. Pero en 1891 algo ocurrió que decidieron volver a Suiza. Los motivos no están del todo claros. Ya eran una familia, tenían dos hijos. Fue una estadía de cinco años; luego se subieron a un barco y regresaron a San Juan, ya no con dos hijos, sino con tres.

En ese período corto nació Alfonsina, como si la historia le hubiera abierto un espacio íntimo y exclusivo. Durante esos cinco años, la primerísima infancia, Alfonsina —recibió el nombre de su padre en femenino; “me llamaron Alfonsina, que quiere decir ‘dispuesta a todo’”— fue bautizada en la parroquia de Tesserete, aprendió el idioma italiano, tuvo sus primeras impresiones del mundo. Son recuerdos vagos de aquel entonces, porque después, ya en San Juan, en los “desiertos sanjuaninos”, su poesía se apoyará con más carnadura. Meses antes de su muerte, en una conferencia en Montevideo, el 27 de enero de 1938, recuerda: “Estoy en San Juan, tengo cuatro años; me veo colorada, redonda, chatilla y fea. Sentada en el umbral de mi casa, muevo los labios como leyendo un libro que tengo en la mano y espío con el rabo del ojo el efecto que causo en el transeúnte. Unos primos me avergüenzan gritándome que tengo el libro al revés y corro a llorar detrás de la puerta”.

Ahora tiene seis años y “se acerca a los vidrios de un comercio”. Lo cuenta Josefina Delgado en Alfonsina Storni: una biografía esencial: “No sabe muy bien qué hacer. De pronto, se le ocurre una idea y entra. Habla un momento con el dependiente, seguramente vestido de guardapolvo gris, le pide un libro de uso escolar, y cuando lo tiene en sus manos pregunta por un juguete. Mientras el hombre lo busca en la trastienda, entran otros chicos. La chiquita sale corriendo con el libro en la mano. Se llama Alfonsina, y no es una desconocida en la pequeña ciudad de provincia. Su familia, los Storni —el padre de Alfonsina y varios hermanos mayores—, hasta hace poco tiempo ha sido destacada y próspera”. También dice que, cuando “los dueños del comercio revelaron el robo a las autoridades del colegio, ella lloró y aseguró que había dejado el dinero en el mostrador”. ¿Eso fue lo que pasó o mintió para intentar evitar el castigo y la vergüenza? Otra vez el malentendido.

Alfonsina Storni
Alfonsina Storni

Su padre, Alfonso, el más joven de los hermanos, dueño de una chispa mental que poco a poco se irá apagando —”parece haber perdido todo interés por el manejo de los negocios”, escribe Delgado— mientras desaparece de la casa durante días con el “pretexto de la búsqueda de unas minas de plata”, aunque el motivo estaba más ligado al alcoholismo. Su madre, Paulina, una mujer culta de la clase media ilustrada suiza, con sensibilidad artística, lectora, que se debatía entre los “antojos de liberarse” y “una honda amargura”. Fue Paulina quien decidió anotarla en un jardín de infantes, algo que no había hecho con sus dos hijos anteriores. Vio algo en ella, una luz fulgurante. Buscaba “encauzar su carácter díscolo y original”. Luego, en la escuela, las maestras la describían como “inteligente y preguntona”. En 1900 nació el cuarto hijo del matrimonio, varón, y al año siguiente se mudaron todos a Rosario. Su madre montó una escuela en la casa; su padre un almacén.

Hay algo en esa niñez, “en la dulce fragancia de la dulce San Juan”, como escribe en su poema “El canal”, que parece acompañarla durante toda la vida. Quizás la posición de antagonista a las leyes que sostienen lo cotidiano, esa pequeña rebeldía que se adhiere a los muros de su mirada poética para ensancharla. ”Niña: ya presentías / lo que ocurrir debió: / todo, por otras vías, / se ha ido y no volvió”. ¿Qué es lo que se ha ido y no volvió? ¿Qué es lo que sigue estando permanentemente en la cabeza de Alfonsina Storni? No hay nada arriesgado, tampoco falso, en responder: la poesía. El filólogo español Alberto Acereda habla de su “autenticidad” porque “se eleva muy lejos de indeseables agendas extraliterarias” dado que “estos versos y poemas no sirven para la causa” del feminismo radical. El punto es el siguiente: está tan inmersa en su poesía que ni la militancia ni la coyuntura logran “contaminar” ese artefacto precioso al cual le dedica su vida entera.

Alfonsina Storni
Alfonsina Storni

La primera biografía de Storni la escribieron Conrado Nalé Roxlo y Blanca Mármol en 1964: Genio y figura de Alfonsina Storni. Allí los biógrafos reconstruyen una figura enigmática, por un lado, pero también sobrecargada de “malditismo” hasta el cliché, por el otro, rompiendo ese cascarón de oscuridad con que la prensa había envuelto a Storni durante los años posteriores al suicidio. Allí reproducen este testimonio de la poeta: “A los doce años escribo mi primer verso. Es de noche; mis familiares ausentes. Hablo en él de cementerios, de mi muerte. Lo doblo cuidadosamente y lo dejo debajo del velador, para que mi madre lo lea antes de acostarse. El resultado es esencialmente doloroso; a la mañana siguiente, tras una contestación mía levantisca, unos coscorrones pretenden enseñarme que la vida es dulce. Desde entonces, los bolsillos de mis delantales, los corpiños de mis enaguas, están llenos de papeluchos borroneados que se me van muriendo como migas de pan”.

La dulzura con la que describe sus propias postales, las suyas, las íntimas, las cotidianas, pero también las ajenas, las externas, el mundo que la rodea, es de una potencia que podría definirse, en un arrebato de sentencias exageradas, como ternura política. Fue docente de escuela, fue periodista, publicó poesía en verso, poesía en prosa, teatro para adultos y también teatro infantil, ensayos, y bregó por una vida honesta, genuina, sin ataduras. Una libertad que alejaba del capricho egoísta volcándola dentro de un contexto y una historia. En uno de sus más famosos poemas escribe: “Bien pudiera ser que todo lo que en verso he sentido / no fuera más que aquello que nunca pudo ser, / no fuera más que algo vedado y reprimido / de familia en familia, de mujer en mujer”. Detrás de la capa pesimista hay una sólida esperanza: “Vamos hacia los árboles; la noche / nos será blanda, la tristeza leve”. “Algo del muerto fuego asomará”, escribe. Su ternura es política.

Alfonsina Storni
Alfonsina Storni

Era un día de 1933 y Alfonsina Storni disfrutaba del mar. El sol brillante en cenital, la frescura de las aguas, el horizonte cercano y a la vez tan distante, todo le provocaba una profunda relajación. Son 41 años flotando plácidos como una pluma blanquísima y liviana. De pronto una ola gigante la golpea. Queda inconsciente. Sus amigos, que vieron su cuerpo moverse anárquico, la salvaron. Ese día casi mortal se tocó el bulto que tenía en el pecho desde hacía un tiempo y sintió que era algo grave. Fue al médico y le diagnosticaron cáncer de mama; ya estaba avanzado. Desde entonces se encerró, dejó de ir a eventos sociales, decidió evitar los tratamientos que le requerían y se dedicó a escribir. Como si el ultimátum la hubiera acorralado hacia lo que verdaderamente le importaba: la poesía. En 1938, su último año con vida, cuando publicó Mascarilla y trébol y una Antología poética con sus poemas preferidos, tuvo una certeza: sus “papeluchos borroneados” no morirán.

Desde el comienzo del año, incluso antes, la idea final ya estaba en su cabeza. Tal es así que cuando inscribió Mascarilla y trébol en el Concurso de Poesía, conversó unos minutos con el director de la Comisión Nacional de Cultura, Juan José de Urquiza. “Y si uno muere, ¿a quien le pagan el premio?”, lo increpó. El hombre sonrió ante la ironía; jamás detectó el brillo oscuro en sus pupilas. Alfonsina Storni escribió su último poema en Mar del Plata. Todavía no era verano pero el sol brillaba como si lo fuera. Se titula “Voy a dormir” y es una breve conversación con una nodriza. La atmósfera poética es alucinante. “Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame. / Ponme una lámpara a la cabecera; / una constelación; la que te guste; / todas son buenas; bájala un poquito”. Concluye así: “Ah, un encargo: / si él llama nuevamente por teléfono / le dices que no insista, que he salido”. Luego caminó hasta la escollera del Club Argentino de Mujeres y se dejó caer. Al mar. A la muerte.

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