En septiembre de 2016, la joven autora británica Alice Oseman empezó a publicar, a través de la red social Tumblr, una serie de historietas llamada Heartstopper en la que dos estudiantes de un colegio secundario de varones se enamoran. El creciente interés del público por este romance gay adolescente la llevó a editar de manera casera los primeros capítulos y, en 2019, a firmar con Hachette Children’s Group para su publicación oficial.
Aunque ya lleva lanzados cuatro tomos traducidos a más de cinco idiomas, el reconocimiento internacional escaló de manera desmedida en abril de este año con el estreno de la adaptación audiovisual de Netflix, cuyo repentino éxito le aseguró dos temporadas más. Mientras tanto, la autora prepara la quinta y última entrega que cerrará, en febrero de 2023, la historia de amor entre Charlie Spring y Nick Nelson.
Tanto los libros como la serie generaron un furor extraordinario, incluso para los parámetros modernos, cuando los avances sociales y legislativos en materia de derechos de la comunidad LGBT+ se tradujeron en un público voraz por este tipo de historias. De todos modos, lo que se considera innovador de Heartstopper no es la inclusión de personajes LGBT+, cosa que hoy pareciera ser la norma para las grandes producciones, sino el tratamiento no estigmatizante que propone.
A diferencia de la mayoría de las historias de amor entre muchachos que aparecieron en el último siglo, cuyos contextos eran mucho más represivos que el actual, el eje central de Heartstopper no es la tragedia sino el amor. Aunque, como a todo adolescente, a los personajes de esta historieta los aquejan una infinidad de problemáticas, no es una de ellas la mirada punitiva sobre la sexualidad, y los problemas que en las décadas pasadas atormentaban a los personajes homosexuales, en Heartstopper se ven relegados por dramas adolescentes.
Un comienzo sin closet y un final feliz
La historia comienza con Charlie Spring, un estudiante de 15 años ya salido del closet que, a pesar de haber sufrido bullying por parte de sus compañeros, pudo superarlo gracias al apoyo familiar y la intervención de profesores y alumnos mayores. Así, Heartstopper intenta partir desde una base post-armario, en la que la salida (o no) del clóset no es ni tan dramática ni tan determinante.
De todos modos, Charlie se enamora de Nick Nelson, un compañero un año mayor que es, a diferencia de él, atlético, alto, popular y, según asume el protagonista, heterosexual. Pero, aunque Nick luego se cuestione si debe o no salir del armario, en ningún momento se lo plantea como un adolescente convencionalmente enclosetado: “Yo… no sé lo que soy… Me han gustado las chicas antes, pero ahora… me gustas tú”, le dice despreocupado a Charlie.
A medida que Nick y Charlie empiezan a conocerse y su afinidad se vuelve más y más evidente, Nick empezará a cuestionar su sexualidad: “¿Cómo saber si soy gay?”, “¿Qué significa ser bisexual?”, pregunta en Google, lo que a su vez pone a internet como una herramienta de autoconocimiento.
A pesar de los problemas que a lo largo de la historia se van encontrando, el eje de la misma es la ternura, sin depender de la tragedia para el avance de la trama y, mucho menos, para su desenlace: aunque todavía queda un último tomo para conocer el final de Heartstopper, todos los libros tienen, a diferencia de la mayoría de las historias similares del último siglo, un final feliz.
La tragedia como salvoconducto
Vayamos entonces, sin más preámbulos, a los ejemplos de novelas que, en el último siglo, narraron el amor entre muchachos y, a su manera, fueron construyendo el camino para que, hoy, una historia como la de Heartstopper pueda tener la recepción que tiene. ¿Cómo se escribía sobre homosexualidad adolescente en el siglo XX? ¿Podía plantearse como amor? ¿Qué mecanismos de censura imponía el contexto represivo de las décadas pasadas? Y, tal vez la pregunta más importante: ¿Por qué no existían, para este tipo de personajes, los finales felices?
Para hacer esta comparación, hay que remontarse aproximadamente a un siglo atrás. De más está aclarar que, cuando el francés Roger Peyrefitte publicó su libro Las amistades particulares en 1943, la concepción imperante de homosexualidad estaba en las antípodas de la actual. Esta novela, que narra la trágica historia de amor en un internado religioso para varones entre Georges de Sarre, de 14 años, con su compañero dos años menor Alexandre Motier, fue tanto premiada como censurada.
“Amor y amistad: ¿no eran lo mismo?”, se pregunta Georges, el personaje principal, al no poder dilucidar sus sentimientos por Alexandre. De todos modos, la relación entre el adolescente y el niño, como se los describe en la novela, no tardará en pasar de una simple amistad a una “amistad particular”, forma en la que los curas del internado llaman a las relaciones “peligrosamente” íntimas entre muchachos.
Esto generará una constante persecución por parte de los directivos, en particular del cura Lauzon, que se encargará de vigilar a Georges y Alexandre obsesivamente. “Aprenderán que los verdaderos triunfos son secretos”, les dice, enigmático y sentencioso, Lauzon que, para hermanarse con sus pupilos, remata: “Yo sé quedarme con mi hambre y con mi sed”.
Esta novela, a pesar de poner en palabras explícitas la relación entre dos chicos o, más bien, precisamente por esa razón, se circunscribe en la tradición de los libros que, sin importar lo mucho que ensalcen la homosexualidad, necesitan de un final trágico para permitir su publicación y evitar la censura. Las amistades particulares, como tantos otros libros de la época y las décadas posteriores, dista de tener un final feliz y concluye en una tragedia para exonerar la “perversión” de los personajes: Alexandre termina suicidándose al no poder tolerar que su familia sepa la verdad.
Este fue el mecanismo predilecto para los escritores homosexuales de renombre que, hasta la década del 80, aproximadamente (aunque los tiempos varían de región en región), pretendían incluir este tipo de historias en sus libros. En caso de querer mostrar cualquier tipo de relación sexual o amorosa entre muchachos, la conclusión trágica era obligatoria para no alarmar a lectores, críticos y censores.
De todos modos, con el correr de los años, la situación fue cambiando. Con los distintos movimientos por los derechos de la comunidad LGBT+ que se fueron dando alrededor del mundo, en especial después de la revuelta de Stonewall en Estados Unidos, la forma de narrar el amor (y no solo el amor) entre varones fue mutando. Esto no quiere decir que, de repente, fuera aceptado. Pero en esas décadas, del 40 al 80, se construyó a la homosexualidad como una identidad y, a su vez, un lenguaje para nombrarla.
En ese período, las historias viraron del amor entre muchachos al descubrimiento sexual del adolescente, generalmente afeminado, por parte de un adulto. Esta disparidad de edad es un punto en común entre muchas de las obras de literatura gay del siglo XX y, a pesar de estar anclada en la defensa de la pederastia impulsada por los franceses de comienzo de siglo pero también por la tradición griega, tiene sus razones.
Una de ellas, tal vez la principal, consiste en que, al no existir un contexto que permitiese la normal socialización de los niños y adolescentes con tendencias homosexuales con sus pares, la única salida que les quedaba a los protagonistas de estas historias era pasar, sin escalas, de la niñez a la adultez. Esto puede verse en novelas como Asfalto, de Renato Pellegrini, Sergio, de Manuel Mujica Láinez, o La boca de la ballena, de Héctor Lastra, en las que la adolescencia de sus personajes se ve truncada por influencia de la homosexualidad adulta que se plantea como una perversión del mundo burgués y sus normas.
Este salto vertiginoso forma también parte de esa tradición de la que Heartstopper intenta diferenciarse: en la historieta, los personajes están inmersos en un contexto en el que la homosexualidad no solo existe abiertamente sino que, además, se habla en las casas y en la escuela, lo que promueve relaciones menos dispares que en las novelas que la preceden.
El camino a la ternura
En 1984, en pleno amanecer democrático de Argentina tras la última dictadura cívico-militar, Blas Matamoro publicó, desde su exilio en España, su libro Las tres carabelas, una novela de formación inspirada en Marcel Proust que narra su infancia y juventud. Ahí, además de incluir otros tabúes como la fantasía de incesto con su hermana, Matamoro narra su primer amor con Berto, un compañero del colegio, con quien se da cuenta de sus inclinaciones homosexuales.
Aunque esta novela no depende de la tragedia ni de un desenlace punitivo para sus protagonistas, tampoco explora las posibilidades del enamoramiento adolescente puesto que, a pesar de lo que parece, el amor del protagonista por Berto no es correspondido. Más adelante en sus vidas, ambos vuelven a cruzarse y el lector no puede dejar de imaginarse lo que podría haber sucedido entre ellos de haber sido el contexto un poco más permisivo. Las tres carabelas, de este modo, aparece como testimonio de una época en la que el amor entre hombres existía, sí, pero todavía era inviable.
Algo similar ocurre con Lulu, el libro del rumano y eterno candidato al Nobel Mircea Cărtărescu. Originalmente titulada Travesti, esta novela cuenta, en primera persona, la obsesión del adolescente Victor con la imagen de Lulu, un compañero de curso que, a raíz de una broma en un viaje de estudios, se viste de mujer e intenta besarlo.
Este hecho marcará para siempre a Victor, que vivirá atormentado por la mezcla entre deseo y rechazo que le genera ese recuerdo. “Cómo me voy a sacar de mi cerebro aquellas tetas de guata, aquella falda de puta vulgar, aquella peluca, aquel artificio, aquel manierismo”, se pregunta incesantemente el personaje principal. Aunque intentará reconciliarse con su pasado, el proceso de escritura en Lulu se plantea como un exorcismo de aquella “perversa monstruosidad” que, décadas después, todavía inquieta al narrador.
Ya llegada la década del 90, la aparición de Un beso de Dick, del colombiano Fernando Molano Vergas, tal vez pueda leerse como la precursora más cercana a Heartstopper. Esta novela, la única que el autor publicó antes de morir por causas relacionadas al VIH, representa claramente el paso del siglo XX al siglo XXI: aunque ahonda en las consecuencias del amor adolescente entre los protagonistas Felipe y Leonardo, como la violencia familiar de la que son víctimas, también pone el foco en la ternura más que en la tragedia.
Los diálogos entre los protagonistas, que además de ser compañeros de clase juegan en el mismo equipo de fútbol, alumbran una faceta del amor entre muchachos que, sin relegar la sexualidad y la calentura propia de dos adolescentes, pocas veces se había visto antes. Resulta imposible para el lector no enternecerse con sus demostraciones de cariño, sus encuentros furtivos en aulas y vestuarios, y el apoyo que se dan el uno al otro ante las adversidades que se van encontrando.
Lo que más se destaca en Un beso de Dick, que la acerca a Heartstopper y a las producciones literarias del siglo XXI que discurren sobre homosexualidad entre jóvenes, es el final feliz. “No se vaya”, le pide Leonardo a Felipe, a lo que este le responde: “No me deje ir”. A pesar del violento vendaval represivo del que ambos son parte a lo largo de la novela, encuentran en la mutua compañía una forma de superarlo, sin necesitar de tragedia alguna que los redima.
En perspectiva, resulta esperanzador que finalmente pueda plantearse al amor entre muchachos como algo fuera de los tabúes. De todos modos, tal vez a contracorriente del proceso de “normalización” que constantemente se reclama ante cualquier desvío, resulta pertinente preguntarse: ¿Es necesario insistir en normalizar las sexualidades que se reconocen a sí mismas como disidentes? ¿Por qué el proceso no puede darse a la inversa?
“Hablo por mi diferencia”, tituló su “Manifiesto” el chileno Pedro Lemebel, madre marica y nave nodriza de la disidencia sexual y de género en América Latina. “¿Tiene miedo que se homosexualice la vida? / Y no hablo de meterlo y sacarlo / Y sacarlo y meterlo solamente / Hablo de ternura compañero”, escribió.
Adelantado varias décadas a los avances logrados por la militancia de la comunidad LGBT+, ¿qué pensaría Lemebel sobre la tendencia moderna a la normalización de la homosexualidad? Aunque es claro que este proceso tiene sus ventajas, que no son pocas, también es importante no olvidar que el panorama contemporáneo sería impensado sin las maricas, las locas, las tortas y las travas que pavimentaron o, mejor dicho, construyeron un camino donde antes no había nada, gracias a la defensa y la reivindicación del germen de lo queer, lo raro y lo distinto.
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