Antes de cumplir 105 años de edad se despachó con una hermosa metáfora: “Tengo una salud de fierro y piernas de algodón”. La introduje en mi nuevo libro, que aparecerá dentro de pocas semanas. Se trata de Juan Filloy, uno de esos escritores que sobresalen en la literatura de todos los tiempos.
Lo conocí en Río Cuarto, donde viví doce años. Mantuve frecuentes y muy instructivas conversaciones. Le debo conocimientos y perspectivas asombrosas. En aquellos años, pese a mi asombro, no percibí en plenitud su grandeza.
Julio Cortázar le rindió homenaje al incorporarlo en su Rayuela. Muchos de quienes gozaron aquella novela se han preguntado por la insólita referencia. En pocos renglones Cortázar se refiere a una obra de Filloy: Caterva. Reproduzco esa porción, tal cual figura en Rayuela: “Puede ser –dijo Olivera-. Pero no tiene ningún Juan Filloy que le escriba Caterva. ¿Qué será de Filloy, che? Naturalmente, la Maga no podía saberlo, empezando porque ignoraba su existencia. Hubo que explicarle por qué Filloy, por qué Caterva”.
Filloy me llevaba 50 años. Era hijo de un español y una francesa. Se casó con una judía. Recibió numerosos premios y reconocimientos. Pero no eran suficientemente correspondientes a su dimensión literaria Escribió más de 50 obras entre novelas, colección de cuentos y de ensayos. Sorprende que todos los títulos de sus novelas se ajusten a siete letras y entre ellas se pueden contar todas las letras del alfabeto. Reunía una infinita inspiración literaria con una infinita precisión matemática. A los 80 años, publicó La potra (siete letras, como siempre), una novela cuya protagonista es una mujer de ardiente codicia sexual. Muchos escritores de enjundia que conocían su producción anterior quedaron impactados. El dramaturgo César Tiempo, antes de trepar a un escenario que compartiría conmigo, me tomó del brazo y preguntó con sus ojos saltones: “Marcos, ¿qué pasa con Filloy? ¿se ha convertido en un fauno?”. Contesté: “¡Filloy es un fauno y mucho más!”.
Su caligrafía era tan prolija como la de un amanuense, incluso pasando los cien años.
A pesar de tener conciencia sobre la calidad de su trabajo, mantuvo un voluntario e irritante aislamiento. Sus textos efectúan un corte transversal de estilos, clases sociales y recursos. Sus personajes tienen una shakespeariana variedad. Lo reproduzco tal cual él se jactaba de haberlos descripto. Lo hacía con filosa precisión: eruditos, vagos, obsesivos, crápulas, aristócratas, crotos, atorrantes, meretrices, playboys, ninfetas, borrachos, abogados viles, empresarios ladrones, militares, compadritos, cocottes, filósofos de pacotilla, caciques, capitanejos prerepublicanos, políticos corruptos, políticos ingenuos, cultivadores y traicioneros de la amistad. Todo eso fue disecado y arborizado en sus textos.
Yo lo escuchaba con respeto religioso. Me parecía un hombre que había leído todos los libros y los laberintos de la condición humana, así como Borges lo atribuía a Cansinos Assens.
Aquí va ahora una afirmación indiscutible: fue el mayor campeón de la historia humana en la confección de palíndromos o frases capicúa, juego cultivado por Dante y Shakespeare. Según el mismo Filloy, el único que podía competir con él era un emperador de Constantinopla que sólo alcanzó unos cientos. Pero Filloy confeccionó ¡seis mil frases capicúa!, algunas de hasta cinco renglones. Ofrezco dos ejemplos: “No di mi decoro, cedí mi don”. “Ateo por Arabia iba raro poeta”. Las palabras y las frases que responden a la extravagancia de decir lo mismo cualquiera sea la dirección no sólo se llaman palíndromos. Filloy anotó que también pueden ser señaladas con otros nombres: karcinogramas, versos sotádicos, frases histeroproteron, frases retrofinidem, frases “si bis in idem”, frases anacríticas, frases bifrontes, frases de ida y vuelta, frases de vaivén, frases jánicas, frases reversibles, frases retroversales. Y en honor al gran campeón de todos los tiempos, corresponde decir frases filloyianas.
Antes de Google, Juan Filloy consiguió reunir la mayor cantidad de nombres araucanos. Ignoro cómo alcanzó tal proeza. También ignoro si viajó por llanos y montañas para reunirlos. Lo cierto es que por eso ya merecería un monumento, al menos de perplejidad.
Agregaría un recuerdo pintoresco. Junto con otras personalidades de Río Cuarto, en aquel tiempo invitamos a Jorge Luis Borges. Llegó a esa ciudad meridional junto con la compañera de esa época, que era Elsa Astete. Nos reunimos en un salón reservado del Grand Hotel. Se produjo un copioso rodar de frases e ideas que yo me desesperaba por grabar en mi mente. Era la primera vez que me encontraba frente a frente con Borges y lo escuchaba sin la distorsión de los micrófonos. Después de su descanso y su conferencia, Elsa Astete, con una extraordinaria vulgaridad, exclamó: “Me llevo a Georgie a Estocolmo para que le entreguen el Premio Nobel”. Borges se sonrojó como un niño y seguramente añadió ese episodio a la lista de motivos que le indujo a tomar su drástica resolución de separarse para siempre.
El lema que Filloy solía usar era nulla die sine linea. La recordé durante una gratísima visita en Hamburgo al escritor alemán Siegfried Lenz, porque dijo algo parecido: “Cada día escribo una página”. Yo le repliqué, ¿con sólo una página diaria termina un libro? “¡Sí! Una página alcanza”, dijo. Pero ambos ejemplos no lograron disminuir mi extraña ansiedad. Porque yo a veces llenaba diez páginas y en otros días no dibujaba una letra.
Juan Filloy aún no ha recibido los reconocimientos que merece. No dudo en señalarlo como un personaje excepcional.
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