“Hay café o agua. Sírvete lo que quieras”, dijo. Cuando llegué, Roncagliolo iba por su cuarto o sexto vaso de agua, y lo acompañaba con un café, que debía ser también el quinto o el sexto. El escritor se sentó cuan alto es en una de las sillas que se encontraban en la amplia sala, cruzando las piernas para no chocar con la mesa. Tomó un sorbo de café y empezamos a hablar.
Le pregunté por su itinerario y me dijo que venía de una gira de más de un mes por distintos puntos del Perú. El viaje, más que intenso, le parecía entretenido, me dijo. “Era algo que extrañaba después de haber estado tanto tiempo encerrado a causa de la pandemia y, de repente, es extraño reencontrarme con la gente, o encontrar a algunos por primera vez. Yo pensaba que todos eran de mi estatura a través de la pantalla de Zoom y resulta que en persona no es así, en la mayoría de los casos”.
En su nuevo libro, “Y líbranos del mal”, el autor cuenta la historia de Jimmy, un joven hijo de inmigrantes que tiene su vida hecha en Nueva York y está a punto de entrar a la universidad, cuando, de pronto, su padre recibe una llamada desde Perú en la que le informan que su madre, la abuela de Jimmy, está gravemente enferma. El joven decide, entonces, viajar a la tierra de sus ancestros y allí descubrirá la historia detrás de su historia.
Esta novela, que se lee como si fuera un diario en el que el personaje central nos va revelando de a pocos el acontecer de sus días, los que fueron y los que vendrán, propone un viaje a los orígenes, un descenso al mismo infierno, donde la cruda realidad es lo más peligroso. Temas como el fanatismo religioso, el abuso de poder, la pederastia y la doble moral son los que el autor ha decidido abordar para darle rienda suelta a la trama que, dicho sea de paso, tiene como cimiento los hechos acontecidos alrededor del Sodalicio de Vida Cristiana, una comunidad católica, en la que participan laicos y clérigos, fundada en Perú en 1971.
— ¿Qué tanto de lo que sucede en el libro corresponde a experiencias y testimonios reales en torno al Sodalicio de Vida Cristiana?
— El narrador surge de un hecho que a mí me impactó mucho y tiene que ver con esto. Uno de los peores depredadores sexuales huyó antes de que todo esto se destapase. Salió del Perú porque la propia comunidad lo consideraba un peligro y después tuvo un hijo en Estados Unidos, que espero que viva bien y sea feliz, porque las culpas de su padre no son las suyas. Pero me pregunto qué tanto sabrá sobre él. En últimas, eso sí, las historias de tus padres terminan convirtiéndose en tus historias. Me causa curiosidad qué pasaría si regresará a Perú y descubriese todo eso que sucedió.
A partir de ahí, empezaron a interesarme muchas cosas que para la prensa no eran relevantes. Pequeños detalles que daban cuenta de una sexualidad mucho más compleja que lo que estimaba la maquinaria de abusos. No se trataba solamente de sexo entre hombres, o con mujeres; entre adultos o con niños. Todo tenía que encajar dentro de una visión rigurosamente asexual, religiosa de la vida.
Me impresionaba cómo se habían dado los casos de gente que había sido abusada sin saber que habían sido abusados. Creían que habían tenido ejercicios de yoga o algo por el estilo, y que eso que parecía tan absurdo, al final era real. Estaban en una secta y se limitaban a escuchar a los que tenían alrededor. Cuando solo te enfocas en eso, terminas creyéndolo todo. Estaban entrenados para desacreditar y destruir cualquier otra versión exterior. A partir de esas pequeñas historias, traté de tejer algo más elaborado, acerca de las enfermedades del amor.
En el fondo, algunos de los personajes en la novela solo están tratando de vivir una historia de amor, pero en un lugar completamente enfermo. Esto es parte también de mi exploración, cómo el victimario termina siendo una víctima. Es precisamente por eso que llega a ser un verdugo.
— ¿De qué manera opera la violencia callada en las acciones y decisiones de los personajes al interior de esta novela?
— Los casos de abuso dentro de la iglesia católica en Lima ocurrieron durante décadas, y a mucha gente. Cuando salieron a la luz, descubrí que conocía a muchas de las personas involucradas, que habían estado dentro, cerca, alrededor. Me sorprendió que todo eso hubiese ocurrido en silencio durante tanto tiempo. Si alguien quería denunciar a un miembro de una comunidad religiosa, se entendía que era una denuncia hacia toda la comunidad y hacia quienes se veían beneficiados de ella, familias enteras.
Todo este pacto de silencio que protegía el horror que yacía detrás fue lo que más me interesó para escribir esta novela, más que el abuso en sí. Esta es una novela sobre el silencio, sobre cómo hay cosas tan dolorosas que no tenemos la fortaleza para mencionarlas. No queremos verlas, más allá de que sigan ocurriendo. Y lo que molesta no es que ocurran, sino las palabras que se deben usar para enunciarlas.
Y líbranos del mal es un intento de hacer que esos silencios formen parte de la trama. Aquí, el lector tiene que decidir, en muchas ocasiones, qué es lo que va a ocurrir detrás de la puerta, a qué se refiere un personaje. Hay muchas cosas que nunca terminarmos de saber. Estamos hablando de cosas que ocurren en una intimidad bastante retorcida, pervertida. Sólo llegamos a esos hechos por puntas de iceberg. Por momentos, se nos abre una cortina y se nos deja ver una parte de la bestia, pero nunca vemos a la bestia por entero. Eso sucede en la novela. No la ven los personajes y tampoco la ve el lector.
— En uno de los diálogos que sostiene Furiase, hay una línea que dice: “Para que el bien tenga mérito, hace falta que exista el mal”. ¿De qué manera ha evolucionado su interés en este concepto a lo largo de su obra?
— Esto me viene desde niño. Yo vivía encerrado en mi casa porque en esa época uno estaba en peligro de salir a la calle y no regresar más. De repente, podía estallar una bomba o alguien terminaba muerto por una bala perdida. Los 80 fueron una etapa muy complicada en Perú, como también lo fue en otras partes de Latinoamérica. Entonces, ese niño que yo era vivía refugiado en los libros, la televisión y el betamax.
La literatura comenzó a mostrarme algo y es que esos libros que yo leía, que eran muy buenos, no se parecían nada a lo que estaba viviendo. Mi vida era más cercana a las series y los libros de terror que hablaban del miedo como una emoción dominante. Con el tiempo, he tratado de poner en mis libros lo que he aprendido de eso y de la “alta” literatura. Me ha interesado hacer una exploración de las emociones humanas y de eso que somos los humanos, pero con muchos elementos de ese día a día que yo vivía. Todos mis personajes enfrentan sus peores miedos y caen víctimas, en ocasiones, del pudor. Siempre me interesa rascar en el miedo. Es una manera de conjurarlo, de resolverlo, de tratar de darle sentido. Hay algo terapeútico en ello. Cuando escribes un libro, sacas las cosas que tienes dentro y te preocupan, con el ánimo de encontrarles algún destino. No sé si se logra, pero lo cierto es que sí termina uno siendo más libre después de escribirlo, y espero que los lectores también terminen siéndolo después de leerlo.
— ¿Cómo se define el silencio que reside alrededor de las injusticias?
— El silencio es un mecanismo de defensa, una herramienta de supervivencia. Si se pronuncia algo que vaya en contra de estas cosas, la vida explotará. Necesitamos callar el horror para que no termine devorándonos. En ese sentido, a mí me interesan las historias sobre las cosas de las que no queremos hablar. Los secretos, aquello de lo que una sociedad no quiere saber nada. Es allí donde me interesa explorar.
Sospecho que todas nuestras sociedades tienen tabúes asociados a tener que reconocer la parte de responsabilidad que tenemos todos en la gestación de esos monstruos. No cayeron de otro planeta. Se forjan aquí, junto a nosotros. Esos son los monstruos que intento reflejar en mis novelas.
— ¿Cómo se hace manifiesto el peligro de la fe ciega en nuestras sociedades?
— Los abusos siempre son cometidos por alguien en quien la víctima tiene fe: un padre, un tío, un hermano, un profesor. Normalmente son expresiones de fe más pequeñas, pero cuando los comete alguien que dice venir en nombre de Dios, la víctima está mucho más inerme. Eso lo hace más aterrador.
Yo escribo historias que en algún punto pueden llegar a perturbar a los lectores. Si uno trabaja este tipo de contenidos, es evidente que habrá algún tipo de enfrentamiento con quienes piensan que esto no sucede o no debería suceder. La iglesia, por ejemplo, que lidia con aquello que está más lejos de nosotros: la muerte. Toda religión construye una versión de la vida en la que esta no termina cuando aparentemente ha llegado a su fin terrenal. Esto lo hacen con el fin de conjurar nuestro miedo eterno a la muerte, de lo que está más allá de nuestros sentidos. El miedo empieza donde dejamos de entender las cosas
— ¿Qué tanta culpa tiene la religión, así como la política mal ejercida, de las fallas en nuestros gobiernos latinoamericanos?
— El poder que tiene la religión es también un poder político, pues le permite hacer cosas dentro de la sociedad. Para mí no tiene nada que ver con la fe, esa manera de lidiar con esto que desconoce. No tiene porqué estar ligada con los intereses de ninguna institución. Lo que hace daño aquí es ese poder político, ese alguien que opera en la sociedad diciendo que lo hace en nombre de Dios.
Yo no creo que haya un señor con barba que tenga control de todo. Esa es mi postura, pero respeto a quienes tienen una ideología distinta. Al fin y al cabo, en eso radica la fe. Pero, creo que es miope pensar que todo acaba donde lo entendemos. Mis novelas suelen lidiar con los límites de eso que entendemos, para tratar de atisbar un poco eso que hasta hace unos siglos todo el mundo consideraba que era territorio de Dios.
— ¿Qué tan distinto es el Perú de hoy al descrito en estas páginas?
— Cuando pienso en Y líbranos del mal, o incluso en Abril rojo, me da la sensación de que fueron escritas pensando que lo que sucede en ellas era cosa del pasado. Lo cierto es que el pasado ha vuelto. Las dos novelas tratan sobre sectas, una de extrema derecha y la otra de extrema izquierda. Hoy en día, nuestra política está acudiendo a la polarización de estas sectas, otra vez, como en los 80. De a poco, el mundo se va pareciendo a mis novelas. Y esto no está pasando solo en Perú, es algo que sucede en muchos países. Cada vez entendemos menos lo que somos y nos refugiamos en nuestra secta, creyendo que es obligatorio machacar a la secta de enfrente, porque ya no creemos que vayamos a convivir.
— Al final, ¿será posible aterrizar en un mundo nuevo?
— Yo creo que ya aterrizamos. Lo que pasa es que no sabemos cómo movernos en él. Estamos acudiendo al fin de algo, pero no sabemos qué es. Lo único seguro es que pinta mal.
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