Su padre fue “reeducado” por anticomunista, vivió en un pozo y hoy es un artista internacional: la autobiografía del disidente chino Ai Weiwei

En “1000 años de alegrías y penas”, el creador recorre las luces y las sombras de su vida. Desde las tareas forzosas que el Estado impuso a su padre hasta el encierro entre paredes tapiadas al que él fue sometido.

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El artista chino Ai Weiwei en una de sus exhibiciones más recientes.
El artista chino Ai Weiwei en una de sus exhibiciones más recientes.

Cuando en el aeropuerto internacional de Pekín un enjambre de policías se lanzó sobre Ai Weiwei, el pasado retumbó con sonido implacable. En los 81 días que estuvo privado de su libertad, Ai Weiwei, uno de los artistas contemporáneos más importantes del mundo, pensó como nunca lo había hecho antes en la biografía de su padre y en la propia: en ese lazo que une ambas vidas.

1000 años de alegrías y penas, monumental memoria del famoso artista, no deja resquicio personal y artístico sin analizar, al tiempo que pone el foco en la historia de su China natal, desde inicios del siglo XX hasta nuestros días. El volumen, además, incluye fotografías personales y dibujos.

En 1967 la Revolución Cultural de Mao incluyó a Ai Qing, padre de Ai Weiwei y reconocido poeta a quien Pablo Neruda definió como “el príncipe de los poetas chinos”, en la lista de las “cinco categorías negras” –que incluía terratenientes, campesinos ricos, contrarrevolucionarios, malas influencias y derechistas—. Fue condenado al exilio y sometido a un proceso de “reeducación mediante trabajo”, en una región gélida y desértica conocida como “la pequeña Siberia”. Lo acompañó el niño Ai Weiwei, su madre no pudo ir.

Junto con Ai Qing, 550 mil intelectuales fueron víctimas de la embestida del Estado, acusados de integrar “camarillas anticomunistas” y condenados al proceso de reeducación.

En ese sitio inhóspito, Ai Qing fue sometido a humillaciones que marcaron al pequeño Ai Weiwei, que estaba a punto de cumplir diez años, y que recuerda todo eso en carne viva como una época “mortecina y llena de privaciones”. Sin embargo esa experiencia estremecedora, en la que el máximo festín era hacer un plato con las tripas de algún animal muerto, no los amedrentó. “Las privaciones trajeron consigo una clase especial de abundancia que conformó mi vida entera por venir”, señala el artista.

El artista expuso su trabajo en Argentina en 2018. Fue en Fundación Proa.
El artista expuso su trabajo en Argentina en 2018. Fue en Fundación Proa.

En “la pequeña Siberia” vivieron en un pozo de tierra infectado de ratas y piojos. Los chicos de las familias confinadas llegaron a jugar con el cuerpo de un soldado congelado. Ai Qing, padre de Ai Weiwei y encargado de limpiar las letrinas comunitarias donde “las heces se congelaban formando pilares”, intentó luego suicidarse. “Antes de ponerse manos a la obra con cada letrina, se encendía siempre un cigarrillo y estudiaba los pasos que iba a seguir observando las columnas heladas como si se tratase de esculturas de Rodin. La nicotina lo ayudaba a reunir el coraje suficiente para pasar a la acción”, escribe el artista, ícono internacional.

Pronto la infancia del pequeño Ai Weiwei se evaporó: no sólo se toparía con un hombre colgado, sino que debió ayudar a su familia y, además, fue blanco de humillaciones. “Tanto mi padre como yo conseguimos una enorme seguridad en nosotros mismos: nos reconfortaba no formar parte de una comunidad tan cómplice de nuestro maltrato”, escribe el artista en su detallada biografía.

Hay un lazo potente, una acusación, que une las vidas de Ai Weiwei y su padre: “Era un cargo bastante impreciso, parecido al crimen político de incitar a la subversión, del que también me acusarían a mí en el siglo siguiente”, escribe sobre las denuncias por parte del gobierno que ambos padecieron.

Tras el confinamiento, la familia del artista perdió todo y su casa fue ocupada por extraños. Cuando en 1979 su padre recibió la noticia de la revocación oficial de su condición de derechista, tuvieron que empezar de cero.

“La naturalización cínica y brutal del Estado chino” impulsó al joven Ai Weiwei a abandonar su país para hacer pie en Nueva York, donde vivió más de una década. Con diccionario en mano, y sin saber una palabra de inglés, empezó a tocar timbres para ofrecerse para trabajar: limpió viviendas y se desempeñó como chico de mantenimiento. Tuvo un breve paso por Parsons School of Design, hizo retratos en la calle, recorrió galerías y montó su primera exposición.

Sus memorias reflejan las partes más luminosas pero también las más oscuras de su vida.
Sus memorias reflejan las partes más luminosas pero también las más oscuras de su vida.

Compartió loft con el artista Tehching Hsieh, que pasó un año atado con una cuerda a Linda Montano, su compañera. “Modelos para mí en cuanto a su compromiso inquebrantable con su visión artística; nunca mientras estuve con ellos me sentí solo”, escribe el artista, quien vivía aislado y sufría por su dificultad para establecer vínculos. Para Ai Weiwei, su dificultad para avanzar a paso firme en ese momento se debió a su falta de capacidad para aprovechar el poder de las palabras. Un don que, dice, sí tenía su padre. Ya de vuelta en su China natal, en 2005, descubrió en la blogósfera su forma más potente de expresión: tuvo miles de seguidores.

Cuando en mayo de 2008 un terremoto sacudió la provincia suroccidental de Si Chuan, se lanzó a confeccionar un listado de los chicos que habían muerto en las escuelas. Lo definió como una investigación ciudadana: buscaba información sobre las construcciones de las instituciones educativas que se habían desmoronado. Quería que se conocieran los nombres de los chicos fallecidos, ya que hasta ese momento no se habían hecho públicos. “Todos los padres sufrieron algún tipo de acoso: los detuvieron, los amenazaron o incluso los golpearon”, señala el artista, que pasó días haciendo llamados a las escuelas y conversando con los padres cuyos hijos habían fallecido.

En 2010 las autoridades demolieron su estudio y lo pusieron bajo arresto domiciliario. Y un año después fue detenido en el aeropuerto de Pekín. Pasó más de 81 días encerrado en una habitación tapiada, con paredes forradas con goma espuma, en un edificio en las afueras de la ciudad. Fue sometido a interrogatorios diarios sobre falsos delitos financieros y económicos. Dos guardias lo controlaban constantemente, incluso mientras dormía. “Cada vez que defecaba un guardia miraba cómo me limpiaba el culo”, escribe.

En la blogósfera, su palabra ya había adquirido fuerza descomunal: se transformó en metáfora potente, como la de su padre. Miles de personas en el mundo pedían su liberación. “Liberen a Ai Weiwei” decía el cartel que la Tate Modern plantó en la fachada de su edificio.

Hay en este imperdible texto de Ai Weiwei, que conjuga biografía, historia, política y arte, una arrolladora capacidad de llegar al núcleo de sí mismo, con sus luces y sombras más desoladoras. Hay también generosidad y un gran sentido ético que sobrevuela su praxis y su escritura: en ese sitio de total aislamiento, en el que perdió la noción de tiempo, logró hablar con los guardias, quienes, ignorando el severo protocolo comunicacional, llegaron a contarle cuestiones personales.

Ya en la segunda parte del libro, postula su máxima vital: “Cualquier debate sobre derechos humanos se vuelve inevitablemente un asunto político, por tanto, me volví una figura política. No hay nada de malo en ello: si vives en esta época, tienes que enfrentarte a la realidad. Si el arte no puede comprometerse con la vida, entonces no hay futuro”.

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