Fragmento de “El aire del mundo”, novela de Rodrigo Manigot

Esta obra de no ficción del escritor y músico argentino, que fue presentada en la Feria del Libro, atraviesa una infancia (a)dorada que, como algunas veces sucede, no tiene un final tan feliz

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"El aire del mundo" (la
"El aire del mundo" (la crujía), de Rodrigo Manigot

8.

El aire del mundo

I

Una noche de verano, mis viejos nos juntaron a los cuatro hermanos alrededor de la mesa del jardín. Tenían una linda noticia: después de tanto insistirles, nos habían comprado un Volkswagen 1960. Un escarabajo. Se lo compraron a unos vecinos. El auto estaba pésimo de mecánica y de pintura. Era gris, con islotes naranjas de óxido y en la parte de atrás tenía escrito con un aerosol blanco “U2″. La plata no alcanzaba para los dos arreglos y tuvimos que elegir: privilegiamos lo estético y lo pintamos de rojo.

La primera salida con el Volki la hicieron Mariano y nuestro amigo mecánico, el Ombú Valle, al volante. Mis papás no querían que lo manejáramos hasta que no tuviésemos registro. Tuvo un muy mal debut: el auto volvió con el guardabarros derecho chocado. Habían bajado en una casa de repuestos en Ituzaingó y, cuando volvieron, notaron que alguien los había embestido estando estacionados. El relato sonó creíble.

Pasaron diez años hasta que supe la verdad. El Ombú, que sí tenía licencia para conducir, quiso probarlo en velocidad por Arias, la calle principal de Castelar. Pasó a un bondi y, cuando estaba por hacer lo mismo con un auto, este dobló a la izquierda sin poner el guiño. Piñón. El Ombú, desesperado, le pidió a Mariano que inventaran una historia para que mis viejos no le cayeran con todo el peso. Mi hermano le facturó su silencio y, durante la década que duró el secreto, se hizo arreglar sus autos gratis o al costo en el taller de Valle.

El primero que se animó a sacar el registro fue Mariano, el más chico de los tres varones. Fue una mañana blanca y fría de invierno. Yo lo acompañé. Nos sentamos los dos en el Volkswagen, en la puerta de casa, y esperamos a mi viejo, que iba a llevarnos. Mariano prendió la radio y buscó música.

Mi papá no salía. Con música y todo, se escuchaban los gritos de mi mamá. Cada tanto papi gritaba, pero los alaridos de mi vieja lo tapaban. Se movían las paredes de ladrillo de la calle Francia.

Debemos haber esperado una hora o más. Cuando Pichi salió, entró al auto agitado y algo despeinado. Parecía ido. Manejó sin hablar hasta el lugar donde se hacía el examen. Casi al llegar, por la zona del cementerio de Morón, intentó explicarnos.

—Su mamá. Se cree que estoy loco. Que le miento. Que estos dolores que tengo los invento. Me quiere mandar al psicólogo. ¡Qué psicólogo! —y volvió a callar.

Llegamos al espacio adonde se hacía el examen, una calle cerca de la Base Aérea, en Morón Sur. Mariano estacionó en tres maniobras y salió sin tocar los caballetes. Papi lo felicitó, pero no hubo festejos. En casa estaba todo enrarecido.

Eran meses malos los de mi viejo. Andaba con unos dolores abdominales intensos que lo tenían preocupado y le habían cambiado el humor. Se pasaba el día doblado en dos, haciendo poses que a mí me parecían de yoga en la cama matrimonial. Larousse, su médico, le había diagnosticado divertículos. Pichi andaba enojado, con la mirada en otros asuntos, hablaba todo el tiempo del tamaño y la consistencia de sus heces. Se quejaba de sus dolores mientras perdía peso a lo loco. Larousse le había prohibido el pan. Cuando salíamos a comer, Pichi nos pedía que, si llegaba a agarrar uno por reflejo, le pegáramos. Entonces tocaba la panera y nosotros le dábamos piñas en la mano. En eso, en divertirnos, mi viejo era un número uno.

El 8 de julio había cumplido cuarenta y ocho años. Lo festejamos al mediodía en el jardín del consultorio que mi mamá compartía con otras amigas psicólogas. Ese día empecé a entender lo que estaba pasando. Me lo dijo la cara de mi tía abuela Ité.

Ité era una mujer petisa que usaba el pelo muy corto, anteojos con mucho aumento, aros perlados y polleras grises hasta los pies. Había oficiado de madre de mi papá y sus hermanos —su hermana Luisa, mamá de Pichi, había muerto muy joven—. Ité tenía un saludo característico: hacía un “¡hoooolaaaaa!” largo con vibrato, sonriente y con los brazos en cruz.

Ese mediodía sonó el timbre del consultorio. Mi papá y yo llegamos a la puerta al mismo tiempo. ¿Quién es?, preguntamos al unísono. Escuchamos el “¡yo!” muy agudo y abrimos. El “¡hoooola!” de Ité se apagó de golpe al verlo.

Por aquellos días, Pichi se la pasaba en el baño. Queríamos entrar y ahí estaba él, de pésimo humor. Tardaba un rato en salir, era toda una ceremonia. Se apropió del baño de arriba y tuvimos que empezar a arreglarnos con el toilette de la planta baja.

Mientras el médico juraba que papi no tenía nada, mi mamá enloquecía. Marta llegó a creer que el cambio de humor de mi papá se debía a que ocultaba algo que lo tenía mal. Por eso le insistía para que arrancara análisis. Como Pichi se negaba, mi vieja armó un plan. Nos juntó a los cuatro hermanos para explicarnos: iba a hacer una reunión familiar para fingir una separación y así forzarlo a papi a que empezara tratamiento. Nos lo aclaró varias veces: va a ser un acting.

La reunión era el domingo a las siete de la tarde.

Estábamos los cuatro en lo de mis abuelos Tato y Beba. Subimos al Volkswagen, Mariano manejaba y yo iba de acompañante. Bajé la ventanilla y saqué el codo.

Volvíamos por Francia, entraba un aire suave y delicioso. Atardecía tan lindo, era uno de esos veranitos de San Juan que se suelen dar en agosto, que percibí, en ese exacto momento, mientras el sol se desangraba en el horizonte, que éramos demasiado felices y que algo estaba por romperse para siempre.

Marta empezó su actuación: nos contó que papi no quería hacerse ver por un psicólogo, y que entonces había tomado una decisión. Pichi, mientras, se hacía un bollo en la cama, maldecía y se quejaba como si lo hubiesen baleado. Con un hilo de voz juraba que no actuaba, que le dolía en serio. Mi mamá anunció el divorcio. Todos actuaron perfecto, tal lo pactado. Yo no pude. Rompí el libreto. Me alineé con mi viejo y dije que, adónde fuera, me iba con él. Lloramos los seis desesperadamente.

A la mañana siguiente, mientras estudiaba Comunicación 2 en el living, Marta bajó las escaleras a toda velocidad, desencajada.

—Me acaba de llamar Larousse, es urgente. Tengo que ir para allá. Abrime rápido Rodrigo la puerta del garaje.

No hizo falta que me dijera nada. Mi vieja corría apurada a escuchar de boca del médico que, finalmente, lo de Pichi no eran divertículos. Larousse había encontrado lo que hacía tiempo no podía o se había negado a encontrar. Adoraba a mi viejo, pero no son aconsejables los vínculos afectivos tan profundos entre médico y paciente, aprendimos esa vez y para siempre.

Por aquellos días me largué a manejar. Hasta me fui a la facultad, en pleno corazón de la Capital con el Volkswagen, dos veces, sin registro. La segunda vez, mientras esperaba en un semáforo en Santa Fe, a la vuelta de la Facultad de Comunicación, desde un auto me gritaron:

—¡Flaco: te sale humo del motor!

Y desde otro:

—¡Se te prende fuego, flaco!

Y de otro:

—¡Los bornes! ¡Arrancale los bornes!

Yo no sabía qué eran los bornes. Lo aprendí a las corridas. Supe entonces que debajo del asiento estaba la batería, corté las conexiones y de milagro mi escarabajo no se incendió.

Lo vino a buscar el Ombú Valle con su auto y lo trasladamos enganchado hasta Castelar. Lo estacionamos en la puerta de casa.

Era noviembre de 1988.

Francia es la calle que más se inunda de todo el barrio. El arroyo Martínez se desborda y, justo a la altura de lo de mis viejos, Francia se transforma en Venecia.

Las lluvias casi tropicales que azotan al conurbano cayeron todas juntas esos meses. Con melancolía y resignado humor veíamos desde la ventana de la cocina crecer ese río verde o marrón que ascendía hasta las puertas, iba tapando a oleadas el capot y solo dejaba visible las ventanillas, el parabrisas y el techo, fluorescente como una boya roja en medio del río sucio y lento, del color del mate cocido.

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