No hay manera de corroborarlo pero es altamente probable que el título de esta nota haya desplegado un tarareo épico e imposible de frenar en su mente, estimado lector. Es más: es probable que el tarareo dure hasta el final de este texto y persista. Es, de hecho, muy posible que el tarareo haya empezado cuando se enteró de la muerte de Vangelis, el compositor griego que le puso música a la película Carrozas de fuego.
Con esa misma melodía con la que ganó el Oscar a la mejor banda sonora en 1982, Vangelis le inventó al inconsciente colectivo global la cortina de fondo que musicaliza los grandes -enormes- esfuerzos. Los que limitan con el sacrificio entendido casi religiosamente: esos en los que morir o cumplir la misión son equidistantes.
Lo cierto es que para que Vangelis compusiera su pieza mítica hubo antes una película: la que produjo pero antes pensó David Puttnam, dirigió Hugh Hudson y escribió Colin Welland. Carrozas de fuego, el film que le puso nombre a la partitura de Vangelis, está basado en la historia de la preparación de los atletas británicos que volverían de los Juegos Olímpicos de París de 1924 con medallas colgadas y convertidos en héroes.
Y para que la película existiera hubo antes un libro. Una historia aprobada de los Juegos Olímpicos, de Bill Henry, estaba en algún estante de una casa que Puttnam recién había alquilado en Los Ángeles.
Apenas mudado a su nueva morada, el productor de cine se engripó. El reposo forzado lo puso a revolver los estantes de la casa: el libro de Henry le llamó la atención y se sumergió en esa especie de biografía autorizada de la convocatoria deportiva más antigua del mundo.
“En el verano de 1978, en la página 116 de este libro, encontré los tres párrafos que se convirtieron en la base de la película Carrozas de fuego”, escribió Puttnam en su ejemplar de la obra de Henry, que luego formaría parte del archivo del British Film Institute.
Están marcados los párrafos: describen “tres victorias sensacionales de atléticas británicos” en París 1924. La inspiración fue instantánea: allí estaba la génesis de la película que le valdría el Oscar no sólo a Vangelis, sino también a Puttnam. Carrozas de fuego fue premiada como mejor película. Harold Abrahams y Eric Liddell, los corredores devenidos en héroes narrados en el film, están en los párrafos que el productor encontró, de casualidad y para pasar el rato, en el libro de Henry.
A partir de esa inspiración, Puttnam puso a su guionista -que también ganó un Oscar por su trabajo- a investigar la vida de los corredores y conseguir testimonios de los deportistas que habían participado de esa cita olímpica. “Corredores” fue el primer nombre del guión de Welland. En su borrador inicial, escribió: “Tres jóvenes corredores, caballeros en un mundo de caballeros. Pero cada uno con su propia batalla a ganar… y cada uno con un objetivo común… ¡UN ORO OLÍMPICO!”.
Lo que siguió fue escribir un guión conmovedor, rodar una película conmovedora y componer una canción conmovedora. Una que pudiera hacer durar el tarareo más de cuarenta años. Aunque detrás de todo sólo hubiera tres párrafos.
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