Conocí a Betina González hace una década, durante su paso por Gainesville, un querido lugar agujereado de pantanos. Allí, en la Universidad de Florida, leyó un fascinante ensayo sobre animales parlantes en las fábulas del siglo XIX. Se explayó sobre las características de una fauna a la que a veces, no sin eufórico temor, llamamos “bestias”. Reconocí en su imaginación de escritora ese tipo de anhelo febril que atraviesa a los personajes más inolvidables y que, en su caso, pasa por dotarles de un destino verdadero, es decir, de una plena existencia. Y cuando digo “destino”, digo también fatalidad, trascendencia, radical metamorfosis. Aquel ensayo creció y adoptó la forma aparentemente civilizada de un libro, luego de que su investigación fuera reconocida con el Premio Lozano (2011) como la mejor disertación doctoral sobre Latinoamérica en la Universidad de Pittsburgh.
Hace poco, totalmente inmersa en el río engañoso de Olimpia, la novela breve que lleva la firma estilística luminosa e inconfundible de Betina, recordé esa lectura de hace una década y se me prefiguró el recorrido de sus búsquedas, el halo de sus obsesiones. Betina González ha venido amasando personajes que, a riesgo de apartar de sí lo que consideramos “modernidad”, se relacionan con animales desde costados singulares, algunos siniestros y cautivantes; otros perversos y, a un tiempo, entrañables. Betina, me parece, desde hace rato cuestiona la sinonimia consensuada y tácita entre lo que llamamos “humano” y lo que entendemos por cultura; en su trabajo literario, los animales conquistan un lugar del saber que descentra sutil o violentamente el privilegio epistémico de los humanos. Cuando llegamos a la última página ya no hay retorno: algo en nuestra comodidad cultural se ha resquebrajado, de pronto vemos a la luz cruda de la nueva verdad lo hueca que es la palabra “barbarie”. Por fin sacamos las cuentas del balance de deudas que esta pertenencia a la civilización nos significa.
En la novela América alucinada, por ejemplo, ya Betina hacía de sus ciervos trastornados y de sus flores salvajes un reducto de la última pureza. Hacia esos bosques iban los apátridas, los sin familia, los sin linaje. También en el volumen de cuentos El amor es una catástrofe natural, la escritora se aproxima a las “niñas ferales”, criadas por lobos en la cueva amorosa de lo preterhumano. Tal vez para susurrarnos que este doloroso vacío en el corazón moderno solo puede ser sanado con el retorno a la gran especie, al animal que somos. De modo que la ambición de Olimpia es un jugárselo todo y de una vez. Aquí la escritora pone la artesanía literaria al servicio de la verdadera utopía, la que se instala en el instinto, esa episteme negada que hoy tanta falta nos hace.
Un policial con las grandes preguntas humanas de fondo
“En los humanos, el miedo se aloja en la amígdala, en una zona de la cabeza tan antigua que algunos la llamaron ‘cerebro reptil’, como si sospecharan o más bien temieran un parentesco con las iguanas o las lagartijas. Así que el miedo le lleva siglos de ventaja a la filosofía, a la ciencia o a la medicina. Aunque no a la poesía”. Así declara el segundo párrafo con el que Betina González nos invita a entrar en el reino de Olimpia, una historia que transita los territorios áridos del conductismo, durante las primeras décadas del siglo XX, en contraste con la vegetación abrumadoramente viva y verde que rodea la casa de los Ulrich, donde anidan los afectos inconfesados.
Un científico empeñado en probar que el innatismo es una falacia, una esposa embarazada –y cuya criatura en camino perfila la oportunidad de llevar a cabo un experimento extremo–, un cazador y dos sirvientas, además de los animales expuestos en toda su inocencia a la curiosidad amoral de los postulados positivistas, todos ellos, en fin, componen este elenco de lo que bien podría leerse en clave de novela policial vintage, con esa atmósfera enfermiza y diurna, como sucede en algunos de los mejores textos de Agatha Christie. Pero Betina no contiene su trama en la resolución de un enigma en el orden de lo policial, sino que nos acerca al misterio fabuloso que los personajes más humildes se han reservado y que tal vez terminen por revelárnoslo plenamente. O quizás no.
Lo que sé con seguridad es que, mientras me maravillaba con estos personajes, pensaba que uno encuentra hermanas en lugares insospechados. La escritora estadounidense Karen Joy Fowler, en su novela Fuera de quicio (2013) también indaga en las consecuencias éticas y afectivas de criar a una chimpancé como si fuera una hija, un hermanita anhelada. ¿Quién gana y quién pierde con esta suprema domesticación? Tanto Betina González como Karen Joy Fowler responden a esa inquietud desde distintos puntos históricos. Ambas saben que narrar el mundo interior de un animal es un acto de valentía. Entonces, las dos respiran y narran.
Por lo tanto, si me preguntan por qué leer a Betina González, diré que su escritura –sostenida por la invención más libre y gozosa– es un regalo mayúsculo, un lujo. Betina González, junto a otras contemporáneas argentinas, como Fernanda García Lao, Claudia Aboaf, María Negroni, Gabriela Cabezón Cámara o Mariana Enríquez, está trazando una ruta distinta, una revisión de los constructos nacionales desde otra poética. Y diré, en fin, que Betina sabe cómo insuflar de vida a sus monstruos, para luego bendecirlos y soltarlos al mundo. Es ese soltarlos, ese desgarrarse lo que nos hipnotiza en cada tramo de Olimpia.
Quién es Betina González
♦ Nació en Villa Ballester, en 1972.
♦ Fue la primera mujer en ganar el Premio Tusquets de Novela. Fue en 2012, por su obra Las poseídas.
♦ Su primera compilación de cuentos, Juegos de playa, ganó el segundo premio del Fondo Nacional de las Artes.
♦ Arte menor, su primera novela, ganó el Premio Clarín de Novela y fue un éxito de ventas. “De esta novela se puede decir que sólo su título es arte menor”, dijo el Nobel José Saramago, jurado de ese premio.
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