La voz de Franco Torchia es una de las voces que resuenan en el imaginario colectivo argentino. Toda una generación conoció esa voz antes de conocer su nombre o su cara. Es que Torchia fue, durante algunos años, “Cupido”, voz pero también cabeza y corazón, del ciclo televisivo que se proponía que dos desconocidos se conocieran a través, primero, de una conversación “a ciegas” y, sobre el final y si había interés mutuo, a través de la mirada.
Torchia, que es licenciado en Letras, volvió a sacar su voz en su trabajo como periodista. Integró el panel de Intratables, escribe en el suplemento Soy, de Página/12, y desde 2013 conduce el ciclo radial No se puede vivir del amor, que tiene en el centro de su agenda -y como distintivo por sobre el resto de la programación radial- la diversidad sexual y de género. Es que Torchia se volvió un ícono de la comunidad LGTB+.
El autor trabajó en la adaptación de la obra Theodora, de Georg Friedrich Händel, para su última presentación en el Teatro Colón. A ese juego lo llamó el dramaturgo Alejandro Tantanian, y juntos decidieron cruzar la obra con la vida y obra de la teóloga rosarina queer Marcella Althaus-Reid. El cruce entre la mirada queer y feminista aportada por la nueva versión y la historia de una mártir enfureció a la Iglesia Católica, que emitió un comunicado en el que aseguraba que “se bastardearon y blasfemaron la fe y la religiosidad con palabras que no se pueden aceptar referidas a la Virgen María”. “El poder político calla frente a la moción deliberada de censura de la Conferencia Episcopal Argentina”, dijo Torchia a Infobae ante la polémica.
Ya había publicado algunos libros: en 2014 fue El libro de Cupido, y en 2019, Orgullo y barullo. Las entrevistas de “No se puede vivir del amor”, que editó Indie Libros. Te arrancan la cabeza, editado por Mansalva, es su primera obra de ficción.
“Cara de homosexual”, un fragmento de “Te arrancan la cabeza”
Me hubieras gustado mucho más de no haber quedado tan descompuesta. ¡Ya no puedo soportar esa cara rota, no sé, como descolocada, como souvenir de un conjunto anterior! Odio que tu cara me recuerde que estuviste mejor, ¿vos llegás a darte cuenta?
La primera vez que te abriste de piernas parado, los pies hacia afuera, una mano sobre una rodilla casi y la otra agitando el pito en círculos, diciéndome con la cabeza “Vení, dale”, bueno esa vez, estabas más fibroso Rimbambita. Por lo menos usabas esos shorts azules bien al cuerpo y eras un socio ojotero, musculado, marrón glacé. Ese labio inferior de la boca siempre lo tuviste igual y siempre fue de cara de homosexual. Y fijate que ahora en Villa Rubencito te queda muy bien, porque es como que es obvio que vas a chupar otros pitos y además, por lo menos, ahora sos La Rimbambita, de billete contado sobre la mesa a las once de la mañana. Pero no puedo mentirte: en aquel momento por lo menos eras más... no sé... más armónico.
Lo que sí, no íbamos a ir a parar a ninguna otra costa que no fuese esa. Fijate que habernos enredado fue suficiente para darnos cuenta que esposas de ingenieros no íbamos a ser. Y que llegado el caso de un noviazgo público, tampoco era que pudiésemos al volver comentar aquello, llevar los álbumes de fotos para que los del club los vean en ronda. Guardarlos en el bolso y al volver a nuestro chalet, cenar con la vajilla de plástico del avión, color marrón claro.
A mí no me gusta que ahora uses pollera, o blusones, y te entaques. ¿Para qué los tacos Rimbambita? Si fuiste vos el que me besó con ansiedad, tomándome del cuello, exigiéndome ponerme de puntas de pie, mientras a los dos nos chorreaba el agua del río, de la pileta grande, de la ducha, agua de la ducha de la pileta grande, del caño roto de un baño, de la lluvia insoportable de tus años con La Takiche trabajando para tu mamá, de la inundación por Gas del Estado, el aparador flotando en la vereda, la luz cortada, los baldes en uso.
Nos colgaba todo eso sencillamente porque los años, vos y los tuyos, yo y mis diez u once, ya eran un montón de años. Y entonces no quedaban muchos episodios por vivir. Ya habíamos vivido todo sin haber arrancado a vivir Rimbambita, pero viste cómo vivían los otros varones. Aventuras, corridas, siempre haciendo cosas, siempre parándose mejor. Son capaces de no caerse al bajar la rampa, ni de ahogarse entre camarotes, ni temerle a las llantas que permitían que los caminos al río floten.
Para mí ser varón depende de los huesos.
Así eran Rimbambita: ni como vos ni como yo, sino atractivos. Imanes. Eran varones con amigos y nunca sin otros cerca o alrededor. Varones con presupuesto. Viajados. Y esos padres, ¿no?, con barbas, con destreza. Padres que se ríen, que se saludan con frescura con otros padres. Padres de bermudas con bolsillos, llaves colgadas del costado derecho, muchas llaves y billeteras de cuero.
Y cuando aparecían las madres, las madres de esos padres, o sea, las abuelas de los varones de huesos firmes. Señoras de perlas, con ondas en el pelo, medio encorvadas y arrastrándose disimuladamente cuando en los asados les tocaba sentarse en el medio y del lado de la pared. Las llevaban después, a la noche, con racimos de flores cortadas, recipientes de restos de la parrilla y carteras de yute con ganchos dorados.
Madres perfumadas de hijos con colonia, hijos que son padres de varones con huesos firmes.
En cambio, ¿quién sabe algo de tu padre Rimbambita? Del mío sí, porque por algo sufriste al dúo de barbudos que me socorrió cuando me sedujiste con tu pito en el sentido de las agujas del reloj. Mientras mi madre está sentada en la reposera, cada tarde o muchas tardes, mi padre pasa con el remolcador y saluda. Me saluda a mí, que registré el horario en el que dijo que pasaría. Y me preparé para por lo menos poder saludarlo de lejos.
No sé por qué, Rimbambita, los otros padres son un recetario médico. Son un sello de tinta azul, conductores de coches nuevos, deportistas ágiles, hijos recién bañados de madres con perlas en el cuello y remeras azules con cuellos blancos. Padres como congresos, padres agremiados y con pilotos. Padres dedicados a descansar.
¿No es espantosa la palabra disfrute Rimbambita?
Hay una cosa que nunca te conté y tiene que ver con los padres esos. Mi mamá a mi papá siempre le decía que tenía que usar carterita para los documentos del auto. Una carterita ordenadora para portar como un sobre, pero apretada contra un brazo. Y él no quería. Nunca usó. Los padres de los varones con huesos firmes, por el contrario, ¡qué bolsos Rimbambita! Verdes y blancos, repletos. Bolsos con ganas y con hilo de pescar. Con toallas de todos los tamaños. Bolsos de amor con sus hijos varones de huesos firmes.
Por eso te digo Rimbambita, para nosotros dos no hubo bolsos así. Yo quería un bolso de marca y vos tenías uno medio de marca, pero desteñido. Y siempre con pocas cosas adentro. Lo que, ahora que pienso, tampoco entiendo es por qué vos te sentiste tan capaz de seducirme. Tan seguro mejor dicho. Calculo que antes habías probado con otros, pero también sé que me viste y supiste que, como decía mi madre cuando veía a Juan Leyrado en la tele, “¡Qué mariconazo! ¡Qué cara de homosexual!”. Algo así, ¿no?
También es cierto que por haber salido de donde saliste, terminar en Villa Rubencito es demasiado Rimbambita. Te hubiese imaginado más en un departamento del centro, para ir juntos una noche al Teatro del Lago a ver ballet, o a ver “La Nona”, o a escuchar a un coro. Un coro más, los coros, ver cada coro. Y volver a las sábanas tersas y despertar para armar otro bolso –ni el mío, desgarbado; ni el tuyo, inentendible–. Y bolso en mano, tomarmos el micro que pone el club y ser parte de un campeonato de generalas, como jóvenes promesas, como abogada a punto de recibirse y bioquímico con empleo registrado; como empleado judicial y profesora de historia. Como partes de un tiempo completo.
Ahora podría juntarme con vos a baldear. Tirar lavandina en las veredas y pasar la escoba. Desinfectar lo que ensuciamos mientras miramos desde la calle cómo estudia su última materia de medicina el hijo del Cirujano Atorado. Y mientras miramos cómo bailan las amigas del ciclomotor, con broches de plástico amarillo en el pelo y remeras con mangas infladas, desinfectamos la esquina sin pavimento y la puerta de la casa de Arioli, que está por irse a Italia porque en el país va a asumir un mono.
Aunque sea juntémonos a identificar la perfección con la que a las siete, en abril, se sientan las familias en la iglesia. Dejemos en paz al centro y a todos. Que les quede claro Rimbambita que de haber podido elegir, ni vos tendrías esa cara ni yo esta. Ni yo mi jopo aplastado con los hombros caídos ni vos esas ganas desproporcionadas de vivir desnudo.
Ahora podría juntarme con vos a ser vidrierista de la perfumería o repositor de la libreía Los Diablitos y vender juntos mapas políticos. Además, habríamos ido juntos a la escuela de habe sabido. Ahora tendríamos recuerdos en común. Ahora estaríamos compartiendo y votándonos, de espaldas a una tarde ajena; de espaldas también a una cena repleta, las canchas llenas y una fiesta abandonada con la conciencia cansada. Una pista de carnaval a la que nos metimos de prepo, mientras las máscaras más llamativas eran las de la mujer con risotadas y el escribano disfrazado de veneciano con plumas. Ahora te estaría perdonando: ahora yo también te haría el amor, de no ser por tu cara Rimbambita, de no ser por querer pintártela así y sepultar a ese que desde la baranda me llamaba con un dedito. Una orden. La invitación a un dolor conocido. Mi primer carnet. Mi primera vez afuera.
Quién es Franco Torchia
♦ Nació en Ensenada en 1976.
♦ Es licenciado en Letras. Como periodista, trabajó en Clarín, Revista Ñ y colabora con el suplemento Soy de Página/12.
♦ Fue la voz y el guionista de “Cupido”. También participó de “Intratables”, “Zapping” y “Televisión Abierta”.
♦ Desde 2013 conduce el ciclo radial “No se puede vivir del amor” por La Once Diez. La diversidad sexual y de género son el centro de su agenda.