Laura Restrepo, en diálogo con Infobae: “Para los que escribimos, la patria es nuestra palabra. Allí es donde realmente nos sentimos a gusto”

Su nueva novela es “Canción de antiguos amantes”. La escritora colombiana acaba de presentarla en la última edición de la Feria Internacional del Libro de Bogotá.

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La escritora colombiana en 2018. / Crédito: Carlos Duque.
La escritora colombiana en 2018. / Crédito: Carlos Duque.

Conocí a Laura Restrepo en 2018, en medio de una sala de prensa, mientras se aliviaba de una pequeña herida en uno de sus dedos de la mano izquierda. Recuerdo que se reía por lo absurdo de la escena. “Ni que me fuera a morir”, decía. “Yo, que soy escandalosa”.

Le pregunté, para romper el hielo, cuál era, para ella, la palabra más hermosa del español. “No soy religiosa ni creyente y, sin embargo, una de las palabras que me parece más bella es entusiasmo. Encierra el concepto de deidad en su interior. Su etimología nos remite a aquello ante lo cual se siente una especie de fervor interior”.

La herida en el dedo era porque recién la había mordido un perro pequeño. Llevaba puesto un trozo de papel higiénico en la lastimadura y lo apretaba con firmeza para evitar que la sangre siguiera saliendo. Como si de un cuento de García Márquez se tratara, iba dejando el rastro de su sangre, esta vez no en la nieve, sino en el sillón sobre el que estaba sentada.

Cada tanto retiraba el papel para observarse la herida y repetía: “¡Qué pequeñito para morder tan duro!”. Agitaba la mano, con el dedo estirado, como si quisiera señalar algo. Vaso de agua sobre la mesa y una carpeta que su editorial le había organizado con los nombres y los datos de la gente con la que se vería ese día. “Yo me lo busqué”, dijo. “Por andar molestándolo”. Hablaba sobre su encuentro previo con el perro pequeño, el que le había mordido el dedo. “Lo que pasa es que yo no respeté su espacio y reaccionó así. Eso es lo que, a veces, pasa también con nosotros”, señaló, mientras tomaba un sorbo de agua. “Hay violencia hasta en esos actos tan pequeños. Ese perrito y un niño no son muy distintos, o un adulto, un papá que quiere defender a sus hijos, una mamá que no tolera que su esposo la golpee. En últimas, todos queremos lo mismo: que no nos jodan”.

En 2018, la escritora colombiana presentaba su novela "Los Divinos". En esta imagen fue captada minutos después de haber sido mordida por un perro pequeño en uno de sus dedos de la mano izquierda (Foto: Juan Felipe Vásquez).
En 2018, la escritora colombiana presentaba su novela "Los Divinos". En esta imagen fue captada minutos después de haber sido mordida por un perro pequeño en uno de sus dedos de la mano izquierda (Foto: Juan Felipe Vásquez).

En aquel momento se encontraba presentando su novela Los divinos, aquel libro que escribió a partir del trágico caso de Juliana Samboni, una pequeña secuestrada en un barrio popular y asesinada por el miembro de una prestante familia bogotana. Un ejercicio meticuloso de reinterpretación de lo sucedido, en el que sus personajes, los Tutti Frutti, como tomados prestados de un libro de Roberto Arlt, viven destinados a ser cómplices de la maldad.

“Con el tema de esa novela a mí me ocurrió lo que a todo el mundo en Colombia. Somos un pueblo acostumbrado, desgraciadamente, a niveles altos de criminalidad. Y este, particularmente, tenía un ingrediente que, de alguna manera, hizo que se rebosaran todos los márgenes de la tolerancia, porque logró sacudir la consciencia colectiva de una forma brutal. Creo que tuvo mucho que ver el hecho de que este crimen fue cometido por puro placer, por un asesino que tenía todos los poderes en su mano, todos los dones y oportunidades. Lastimosamente, su víctima no era más que una criatura en la antípoda absoluta. La más indefensa e inofensiva de las víctimas. Recuerdo que me encontraba trabajando en otro libro cuando supe de la noticia. No pude dejarla pasar y eso fue, precisamente, lo que le ocurrió al país. Todo el mundo hablaba de ello, todos queriendo entender qué había pasado ahí, por qué ese crimen resultaba tan revelador. Entonces, dejé lo que estaba haciendo y me puse a escribir. Mientras yo no lograra sacarlo de mí, no podría hacer otra cosa. Di con una novela que, más allá de exponer a un asesino, se propone ser un espejo en el cual nos podamos ver y así entender qué clase de sociedad somos”.

Aquel otro libro que la escritora estaba escribiendo y que tuvo que dejar de lado es, precisamente, el que la trajo de regreso al país. Su nueva novela Canción de antiguos amantes, que abre con un epígrafe de Santiago Mutis y otros dos de Gérard de Nerval y Guido Ceronetti, trata sobre Bos Mutas, un joven que se obsesiona con la reina de Saba y sale a buscarla, recorriendo el mundo. En el camino conoce a Zahra Bayda, una partera somalí, quien para él es lo más cercano a la reina, y allí comienza a concretarse el mito en la carne, en lo meramente terrenal. Una novela que surge de los viajes que la misma Laura Restrepo hizo por Yemen, Etiopía y la frontera somalí, y se basa en las búsquedas de personajes reales como Salomón, Tomás de Aquino y el mismo Gérard de Nerval. Un relato sobre el caminar eterno de la mujer que es migrante, que a pesar de los tropiezos se levanta una y otra vez, que sigue adelante y aprende a mirar de lejos. Una pieza en la que la autora le da paso a temas como el amor profano, la guerra, el dolor y la crueldad en lo humano.

Cuatrocientas páginas, tres capítulos y un epílogo componen esta novela que le tomó siete años a Laura Restrepo, con la escritura de otro libro a la mitad. Varios reportajes y notas que en su momento tomó, a borde de parajes tan lejanos, le permitieron, poco a poco, definir la estructura de este nuevo libro y concretar así su fascinación por una cultura mágica envuelta en el hambre y el polvo que queda tras una guerra. La novela propone, a falta de una, dos historias de amor. Una enmarcada dentro de la otra. En ellas se reinventa un mito, se descubren las facetas de la luz y la oscuridad, sus terrores y milagros, como un eco de lo que significa la voluntad de sobrevivir, de querer hacerlo.

(Cortesía: Penguin Random House).
(Cortesía: Penguin Random House).

-¿Cómo empieza su relación con la literatura?

-Sin proponérmelo, realmente. Me encontraba trabajando como periodista, lo que me permitió entrar en contacto con temas difíciles, cuyo tratamiento quedaba limitado en el mero ejercicio del periodismo, así que terminé acudiendo a la ficción. No fue algo planeado. En realidad, no quedó más remedio.

Cuando trabajaba para la revista Semana, realicé un reportaje que terminaría siendo uno de mis primeros libros y de los más leídos. Leopardo al sol es la descripción de una vendetta entre dos familias. Esa historia la había yo iniciado en la revista para entregarla como una crónica, pero me dijeron que la forma en que la había escrito no era ideal para lo que la revista quería mostrar, que no podía publicarse así. Yo, entonces, lo que hice fue una vuelta de tuerca y terminé volcando la historia en una novela. Una vez que lo hice me di cuenta de que me encantaba, que podía uno tener bastantes libertades, ir más allá de todo.

(Archivo: Revista Semana).
(Archivo: Revista Semana).

-Se inicia por culpa del periodismo, pero ya era lectora antes…

-Lectora, sí. Desde muy joven ya me había enamorado de la literatura, la filosofía y ciertos temas políticos. Escribí mucho tiempo como militante de izquierda, así que la lectura tenía que estar presente.

-¿Cómo llega uno a llamarse “escritor”? ¿Cómo sabe usted que lo es?

-Ni siquiera aún lo pienso. Soy una persona que escribe y vive su vida de esa manera. A mí toda la ideología en torno a la figura del escritor me da dolor de cabeza y me molesta, ciertamente. Toda la concepción mediática en donde importa más la figura del escritor que su obra misma no me convence. Todo eso me parece una paja barata porque se trata de un oficio fascinante que requiere de bastante dedicación, disciplina, esfuerzo. Uno se parte el lomo muchas veces frente al computador. Es todo un oficio, sí, como el de un carpintero que hace su mesa bien hecha, o el de un dentista que se preocupa porque les queden bien los dientes a sus pacientes. Yo no soy una escritora, por favor. Soy una persona que escribe.

-Entonces, ¿vive usted de la escritura o para la escritura?

-Creo que suceden las dos cosas al mismo tiempo. Vives para escribir, y escribes para poder vivir. Tengo la ventaja de que, luego de muchos años de haber hecho otros oficios, finalmente puedo dedicarme de lleno a la escritura. No tendré la cantidad de lectores necesaria para hacerme rica, pero sí los suficientes para vivir de y por ello. Cada libro nuevo me impulsa a seguir escribiendo.

-¿Qué sensación le produce mirar atrás y darse cuenta de que ha obtenido tan buenas cosas?

-¿Debo entender que esta pregunta hace alusión a los premios que me han dado? Son de una gran ayuda cuando incluyen un beneficio económico. Eso le permite a uno darse ciertos lujos para continuar con el trabajo que, a ojos de otros, se está haciendo bien. Pero, si uno se pone a pensar, eso no es lo realmente importante. Hoy en día hay más premios que escritores. Vaya usted a mirar las solapas de los libros y se dará cuenta de que los autores tienen un montón de premios y reconocimientos. ¿Para qué todo eso? No significa mucho, es solo un estímulo para seguir trabajando.

En mi caso, no diré lo contrario, un premio como el Alfaguara fue de suma importancia. Me permitió una relación permanente con una editorial en la que me siento a gusto y con la que seguiré publicando en la medida de lo posible. Además, me lo entregó personalmente José Saramago, un hombre al que yo leía con devoción. Pero, en verdad, los premios son como flor de un día. Eres visible por un tiempo y después vuelves a caer en el anonimato mientras haces el siguiente libro.

-Parece haber una opinión compartida. El escritor Sergio Ramírez me comentó algo similar con respecto al Premio Cervantes que le fue concedido. Me dio a entender que se trataba de un reconocimiento muy importante, pero que con el correr de los días nadie se acordaría de él.

-Se trata de una realidad, más que de una opinión. Uno va a regresar siempre al mismo escritorio en el que comenzó todo. Las cosas seguirán igual que siempre. Es algo bastante relativo. Quince días después, ya las cámaras se habrán ido y todo el mundo andará en otra cosa. Tendría uno que ganarse un premio tras otro.

-Volvamos a su etapa en la revista Semana. Allí conoció a Gabriel García Márquez, ¿cómo fue su relación con él?

-Yo tuve dos momentos en los que pude tener una relación buena, directa y franca con él. Por su fama, siempre era difícil acercársele y sostener un verdadero diálogo. Hablamos de un hombre que logró un prestigio bárbaro. Sin embargo, yo pude estar cerca de todo esto que él generaba. El primer momento se dio cuando él estaba viviendo en Bogotá, ya había ganado el Nobel, y comenzó a mostrar un verdadero interés por lo que se estaba haciendo al interior de la revista Semana. Empezó a asistir todos los lunes al comité de redacción. Era realmente bueno en lo que hacía. Discutíamos las noticias y la forma en que se podían enfocar. Él leía lo que hacíamos y opinaba. Esa era una relación de trabajo, pues, con el que indudablemente era nuestro maestro.

El escritor colombiano Gabriel García Márquez durante una entrevista que concedió a la Agencia Efe en la ciudad de Barcelona. EFE/yv/Archivo
El escritor colombiano Gabriel García Márquez durante una entrevista que concedió a la Agencia Efe en la ciudad de Barcelona. EFE/yv/Archivo

El segundo momento ocurre por motivos políticos cuando yo soy escogida para integrar la Comisión de Paz en el año 1983. En esos encuentros con los grupos guerrilleros, recuerdo muy bien que hubo más de una balacera. En este país, era la primera vez que se iba a hablar de paz y no se dimensionaba de buena manera. Como comisionada, entonces, tuve que verme en la necesidad de socorrer a más de una persona, sacarlas de los hospitales. Gabo siempre estaba dispuesto a ayudar, aunque no estuviera en el mismo sitio. Me acuerdo de que había unos 16 heridos, que eran personas que ya habían renunciado a las armas, y los guerrilleros comenzaron a buscarlos en los hospitales para matarlos. Tomé el teléfono en cuanto me enteré y llamé a García Márquez hasta México, le dije: “Gabo, necesito un avión. Como sea necesito que estas personas entren a México sin requisitos de nada porque van directo al hospital”. Al tiempo llegó un avión con toda la dotación médica necesaria y se los llevó a todos. Aterrizó en el aeropuerto del D.F. y fueron directo al hospital más cercano.

Ese tipo de cosas son las que hablaban de él como persona, realmente, más allá de lo que nos mostraba como escritor. Así fue como yo lo conocí, no como el gran novelista que fue. De hecho, pocas veces hablábamos de literatura. Para mí, fue un gran maestro de la vida, por el ejemplo, más que por cualquier otra cosa.

-¿Cuál es su opinión de la actualidad de la literatura colombiana?

-Poderosa y muy interesante. Creo que hay narradores muy talentosos que, a pesar de una disparidad enorme de estilos y enfoques, recurren a las mismas inquietudes. En el campo de la ficción, del periodismo, o de la poesía, parece haber una obsesión por entender esa suerte de contubernio entre la vida y la muerte en el que hemos vivido ya varias generaciones de colombianos. Siempre notas una especie de retorno a los grandes temas y a los grandes escritores, y ahí ves que no existe interés por dejar de lado esta exploración en la que se indaga por cómo se delimita esta frontera entre la vida y la muerte, entre lo que es digno y lo que no, entre el victimario y la víctima.

-Juan Gabriel Vásquez me hablaba de esta disparidad que se da entre las voces destacadas de la literatura contemporánea en nuestro país. Convenimos en que la mayoría de estos escritores escogen hacer su vida en otras partes y así narrar lo que no pudieron al estar aquí.

-Yo creo que ese es un ejercicio recurrente en los escritores de nuestro continente, no solo de nuestro país. Estoy hablando del concepto de diáspora. Ya no se trata de hablar de las palmeras, las hamacas, las mulatas y los calurosos días en la arena de la playa. Todo eso se borra y la referencia se amplía, pues ya no importa tanto estar en un sitio, sino moverse de uno a otro.

-Margarita García Robayo lo deja claro en uno de sus libros: “Patria no es de donde eres. Patria es eso que se mueve contigo”.

Para los que escribimos, la patria es nuestra palabra, porque allí es donde realmente nos sentimos a gusto. La patria es el mapa del lenguaje.

-¿Qué clase de escritora es hoy, en comparación con lo que era hace diez o veinte años?

Yo considero que soy una autora que cambia bastante de un libro al otro. Respecto a eso, precisamente, Juan Gabriel Vásquez me ha dicho que yo parezco una autora que entra en guerra con sus libros, porque siempre necesito cambiar de formato. Me aburre tener que acudir siempre a lo mismo. Y si yo me aburro, ¿cómo no haré para no aburrir al lector? No me interesa tanto un género en particular, más bien explorar entre los resquicios de los géneros, entender cómo se entreveran los distintos géneros. Me gusta, eso sí, partir siempre de alguna investigación. Salgo a preguntar, a verificar datos, a contrastar opiniones. Luego tomo la distancia necesaria para transformar todo eso en ficción.

Desde Pecado, vengo yo volcando la forma en que investigo para luego escribir. Quizá en mis anteriores libros las historias eran más vistas desde un ángulo político, ahora procuro que se vean desde un ángulo ético, como si eso permitiera un espectro de exploración más amplio e interior.

Algunas de las obras de la escritora colombiana (Archivo: Revista Credencial).
Algunas de las obras de la escritora colombiana (Archivo: Revista Credencial).

-¿Por qué siempre parece que en su escritura explora el concepto de lo oscuro, de lo maligno?

-No sólo me interesa explorar esos conceptos. Mis personajes están oponiéndose a ello, tratando de sobreponerse, viendo cómo hacen que su dignidad valga la pena. Ahí está esa especie de marea negra, y cómo no, este es el mundo en el que vivimos. Me resulta imposible no cuestionar sobre lo que está pasando, antes de que volemos en pedazos por nuestra propia mano. Más vale que tratemos de aclararnos un poquito antes de volar por los aires.

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