Hacía frío y el cielo gris de mayo se iba apagando en ese lunes de Feria, de una Feria del libro que se había esperado por más de dos años. Había menos gente que durante los fines de semana pero mucho más que lo habitual en un lunes. Los barbijos, esa extensión de nuestros cuerpos pandémicos, no encuentra lugar fijo. Se usa de pulsera, se guarda en el bolsillo o la cartera, pero muchas personas siguen cubriendo su rostro en combate con el virus pero también como una buena posibilidad para pasar desapercibido en un lugar público. Todo indica que eso es lo que ocurre con Beatriz Sarlo, sin dudas la intelectual argentina más influyente, la que partió de la literatura a los estudios sociales y, luego, a los análisis de coyuntura política.
Fue docente, es ensayista, crítica literaria, y desde hace ya bastante tiempo Sarlo practica también una singular forma del periodismo de análisis. Mientras sigue trabajando con el ensayo como género privilegiado, le sumó además memorias de viajes y textos más urgentes de periodismo político. Antes y después de tanto estudio y tantos libros, su personalidad militante la fue llevando a lo largo de una intensa deriva amorosa por diferentes movimientos del campo político y, a fuerza de lucidez y una capacidad argumentativa extraordinaria, supo ganarse un espacio propio con la palabra, una palabra que siempre -aun para la descalificación- es una palabra que pesa, que influye, que deslumbra o que enoja.
Siempre hay libros nuevos de Sarlo y este año no fue una excepción: la edición chilena de sus Escritos sobre Roland Barthes de la UDP (Universidad Diego Portales) se podía conseguir al igual que los ejemplares de su nuevo libro, que recoge los primeros años de sus clases en la universidad pública, al regreso de la democracia. Un volumen que recupera los encuentros de la señorita Sarlo con los estudiantes. encuentros que dejaron una marca indeleble no solo en quienes asistieron a esas clases -doy fe- sino también en los modos de transmisión de la literatura.
Autora de títulos capitales de la crítica y de decenas de libros sobre literatura como Una modernidad periférica, El imperio de los sentimientos, La imaginación técnica, Borges, un escritor en las orillas o Escritos sobre literatura argentina, Beatriz Sarlo fue durante 30 años directora de la histórica revista Punto de vista y titular durante dos décadas de la cátedra de Literatura Argentina II en la carrera de Letras de la UBA. Fue precisamente Sarlo quien, desde la Academia y los libros, ayudó a consolidar un canon, una serie de autores y textos privilegiados que, naturalmente, puede ser cuestionable pero que en definitiva dicta un orden de calidad con argumentos sólidos y pone de relieve los nombres de la literatura local.
La editorial Siglo XXI acaba de publicar sus Clases de literatura argentina, con una cuidada edición de Sylvia Saítta, quien además de haber sido su alumna es la actual titular de la cátedra que condujo Beatriz desde el regreso de la democracia por 20 años. Se trata de clases dictadas durante el período 1984/1988 que, así ambicioso como suena, sentaron las bases de nuestros modos de leer.
Esa tarde de otoño, Sarlo caminaba por la feria respondiendo comentarios al paso, sacándose fotos a su pesar, buscando circular sin ser reconocida, aunque no lo conseguía. Había llegado a La Rural para una entrevista radial y, fiel a su estilo, sin que parecieran pesar en exceso los 80 años cumplidos hace muy poco, se acomodó a los espacios, los tiempos y las condiciones que la esperaban. Hizo memoria, recordó momentos clave de su vida profesional y respondió preguntas sobre sus hábitos de lectura.
— Nunca te pregunté, pero ¿cómo fue que supiste que volvías a la facultad y que ibas a ser titular de Literatura Argentina Contemporánea?
— Bueno, la Facultad estaba sin los profesores que habían estado durante la dictadura que, o renunciaron o fueron despedidos por razones políticas en ese momento, y había que tomar la cátedra. En ese momento, el director de Letras era un gran crítico literario, Enrique Pezzoni, y él nos llamó a David Viñas y a mí. Hay dos cátedras de literatura argentina en la Facultad de Filosofía y Letras, una enseña Siglo XIX y la otra, Siglo XX. Y Pezzoni nos dijo a David y a mí: ustedes tienen que ir y tomar cada uno una de las dos cátedras”. Entonces, Viñas y yo nos miramos y David me dijo: “vos elegí la que quieras”.
— Ay, qué genial eso.
— Y yo sabía que David quería para él Siglo XIX y, además, yo quería Siglo XX. O sea que no había ningún problema. Y le dije a David: “yo, literatura contemporánea, siglo XX”. Y me respondió: “Fantástico, hermanita”, que es como nos decía a todos nosotros. Y ahí entramos. El primer día de clases yo estaba aterrada, porque vos pensá que yo venía de esos grupos privados -de los cuales vos fuiste parte-, que se hacían en departamentitos de 3 x 4. Yo no había dado nunca clases ante 400 personas, o 300, que eran en ese momento.
— Éramos muchísimos, sí.
— Muchísimos. Yo estaba aterrada. Y Pezzoni, el director del Departamento, el que nos había hecho elegir quién daba qué, me acompañó hasta la puerta y me tiró adentro.
— La ilustración de tapa del libro de las clases es de Esteban Serrano y me gusta mucho. Ahí se te ve fumando con boquilla, bien Sarlo. Sin embargo, la imagen que me quedó siempre es la de Beatriz sentada arriba del escritorio.
— Sí.
— ¿Qué significaba ese sentarte arriba del escritorio, estabas más alta así, veías mejor?
— En principio, que me veían los estudiantes. Para aquellos que no lo sepan, yo soy muy baja de estatura, entonces, si yo me sentaba arriba del escritorio me aseguraba que las filas número 20 y número 25 me iban a ver perfectamente bien. O sea que, en principio, que me vieran los estudiantes. En segundo lugar, yo no estaba acostumbrada a sentarme atrás de un escritorio. Me parecía un lugar demasiado señorial para mí.
— Muy de pasar lista era eso.
— Sí, o de profesor titular, que yo lo era pero no me sentía así. Entonces, sentarme arriba del escritorio me igualaba con los estudiantes.
Y me dije a mí misma: yo nunca estuve veinte años en un lugar. Basta, Sarlo. Basta, te vas. Y entonces ahí fui, presenté mi renuncia.
— Ahora, estamos hablando de cuando llegaste y, al mismo tiempo, uno podría pensar que hubo un momento en que pusiste como un cierre, ¿no? ¿Por qué llegó el cierre? ¿Te cansó dar clases o qué fue?
— Me di cuenta de pronto, al comenzar el año, en enero o en febrero, que ése era el año número veinte en la Facultad. Y me dije a mí misma: yo nunca estuve veinte años en un lugar. Basta, Sarlo. Basta, te vas. Y entonces ahí fui, presenté mi renuncia. Tenía una cátedra con gente que podía tomarla y ser profesor titular inmediatamente, estaba por supuesto Sylvia Saítta que es hoy la profesora titular pero estaba un muy buen profesor que es Aníbal Jarkowski, estaba Graciela Speranza. Así que había gente que podía tomar la cátedra; no se iba a perder nada, era gente que ya sabía muchísimo de literatura argentina, y yo seguía con mi tradición, veinte años es todo lo que puedo aguantar en un lugar.
— Cursé con vos, de modo que conocí algunos de tus programas, pero ¿cómo era la selección de esos programas, qué te proponías reflejar de la literatura del siglo XX?
— Bueno, básicamente las vanguardias. Es decir, siempre estaba Borges, siempre estaba Girondo. Quizás, no siempre, pero en casi todos los programas podía estar Cortázar. O sea, básicamente las vanguardias, que es lo que me interesa a mí de la literatura. A mí me interesa la literatura de experimentación. O sea que un programa uno lo arma con sus intereses, eso por un lado. Y lo otro era que yo estaba obsesionada con los temas de ciudad, cosa que si vos mirás los programas, la ciudad es una presencia casi permanente en la forma en que se buscan los textos y se produce la elección de esos textos para dar las clases.
— En su prólogo, Sylvia Saitta dice que los programas y aquello que enseñabas en la facultad de algún modo se amalgamaba hasta terminar también en formato libro, algo que puede constatarse justamente haciendo un recorrido por tus libros.
— Sí, era lo que yo estaba trabajando, pensando, también escribiendo. Aunque debo decirte que tenía que estudiar muchísimo. Para dar esas clases yo estudiaba muchísimo. Recuerdo todavía el departamento donde vivía, que tenía una biblioteca enfrentada a la mesa del comedor y me recuerdo a mí desde las 9 de la mañana levantándome de esa mesa del comedor a la biblioteca y de la biblioteca a volver a sentarme porque tenía que estudiar mucho. Es decir, yo aprendí mucha literatura argentina dando esas clases.
— Con libros de papel, por entonces.
— Todo de papel, sí. Lo primero que apareció en mi vida de manera virtual fue cuando fui investigadora en el CISEA (Centro de Investigaciones Sociales sobre el Estado y la Administración), que lo dirigía Dante Caputo, el que fue ministro de Alfonsín, y allí cayeron las primeras computadoras. Las personas que primero aprendieron a manejarlas fueron las secretarias, porque si no, se iban a quedar sin trabajo, pero yo me di cuenta de que eso iba a ser fundamental en mi vida, entonces me adosé a una de las secretarias y le dije: vamos juntas.
— Y enseñame.
— Enseñame. O aprendé con el señor que venía a enseñarnos. Y entonces fue en el CISEA muy temprano, con las primeras computadoras, que yo y también Juan Carlos Korol, el historiador, aprendimos. Fuimos los dos primeros investigadores de este centro de investigación que aprendimos a trabajar con computadoras. Eran unos artefactos que parecían la diligencia.
— Y, por ejemplo, para vos que siempre fuiste tan curiosa y que leíste desde siempre y tuviste la suerte de ser ilustrada desde chica en ese sentido, la cuestión tecnológica y la posibilidad de tener buscadores como Google, ¿sentís que te disparó más curiosidad o que antes era más “interesante” la curiosidad por lo que había que ir a buscar y el esfuerzo de ir a buscarlo?
— No, yo te diría que ni lo uno ni lo otro. Google lo uso como antes tenía que usar en la Biblioteca Nacional la Enciclopedia Británica, digamos, o la Espasa-Calpe, que como no las tenía -no tenía la suerte que tenía Borges de tener la Británica y después ser director de la Biblioteca Nacional-, por supuesto, tenía que ir a las bibliotecas. Yo trabajaba mucho en bibliotecas justamente por los libros de referencia. Entonces, los buscadores lo que hacen es evitarte esos viajes a la biblioteca.
— Sí, por eso te preguntaba si sentís que se perdió algo de mística o que, por el contrario, hoy cualquiera que pueda utilizar eso puede tener un saber muchísimo más amplio, por llamarlo de algún modo.
— Yo creo que se perdió la mística por completo pero no por culpa de Google sino porque había mística en las épocas en que era muy difícil convertirse en investigador, que fue la que me tocó a mí durante la dictadura militar. Hoy hay algo que se llama carrera del investigador. Entonces se cumplen ciertos pasos, se hace una tesis de maestría, luego se hace una tesis de doctorado, luego se van dando ciertos pasos, y es un camino, como en todas las profesiones, que la UBA consagra. La UBA, como vos sabés bien, es, junto con la de San Pablo, que es gigantesca, una de las dos grandes universidades de Sudamérica, cosa que los argentinos no tenemos que olvidar nunca. Cuando se critica a la UBA yo recuerdo siempre y les recuerdo a los que la critican eso.
— ¿Cuándo supiste que querías enseñar? ¿Siempre te imaginaste enseñándole a adultos?
— ¿Cuándo supe que quería enseñar? Creo que desde que cumplí 6 años. Creo que daba clases.
— Por tus tías.
— Por mis tías maestras. Me crié entre maestras. Vos sabés bien que fueron cinco mujeres que influyeron muchísimo en mi vida y que la idea de que lo que uno sabe debe transmitirlo de manera inmediata era una idea que yo vi que ellas practicaban. Yo caminaba por el barrio, que en esa época se llamaba Villa Mazzini, hoy es un lugar intermedio entre Belgrano R y Álvarez Thomas, digamos. Yo caminaba por el barrio y mis tías o eran paradas por los vecinos para responder preguntas o los paraban ellas a los vecinos para ver qué habían aprendido.
— Muy bueno.
— Eran mujeres nacidas a comienzos del siglo XX o en la última década del siglo XIX, pertenecían a un Magisterio que tenía una cosa mística, el normalismo de esas primeras dos décadas del siglo XX tenía totalmente la sensación de ser una misión.
— Recuerdo que, cuando dabas clases, una de las cosas que me tranquilizaban tenía que ver con el modo en que les respondías a los alumnos, dijeran lo que dijeran. Hay un modelo de profesor que tiende a la descalificación, otros buscan como solidaridad en el resto para justamente dejar en offside al que pregunta, hay distintos modelos, pero el tuyo era el del docente que, aún si le preguntaban algo irrelevante, utilizabas la pregunta para llevarlo a donde querías.
— Yo creo que fue una operación consciente mía en la cual me fui como entrenando. Yo soy muy irónica y muy agresiva en la vida común y cotidiana. Dije: esto no puedo hacerlo en la Universidad. ¿Por qué no puedo hacerlo en la Universidad? Porque yo soy más que mis alumnos. Yo soy profesora, gano acá un sueldo, mi categoría está muy por encima de ellos que son alumnos, entonces yo tengo que dominar por completo la agresividad y por supuesto tengo que dominar la ironía, que es algo que practico hasta el hartazgo en mi vida cotidiana. Entonces, por eso, yo recogía lo que ellos preguntaban y convertía esa pregunta, que a veces era medio chueca, que a veces incluso estaba casi errónea, convertía esa pregunta en una entrada, en algo que debía ser explicado. Fue una operación completamente consciente y fue para no caer ni en la ironía ni en gastar a los alumnos, digamos.
— Me acuerdo muy bien de una clase sobre Victoria Ocampo en la que con mucho fervor señalabas la diferencia entre atacar a Victoria Ocampo como figura emblemática de la oligarquía argentina y pensar en ella como en una mujer que invirtió su dinero en la cultura argentina. Tiene que haber sido en el año 84, 85, pero me acuerdo de que era un personaje que rescatabas mucho.
— Sí, porque eligió un camino que no fue el de su clase. Uno podría decir: eligió ese camino teniendo el dinero de su clase social. Pero ese camino no estaba diseñado en su clase. Victoria Ocampo hubiera podido pasar su vida viajando por Europa, teniendo relaciones amorosas y amicales con todos los escritores que se le diera la gana porque era una mujer enormemente culta, además hablaba francés perfecto, inglés también hablaba, esa hubiera podido ser su vida. Es decir una mujer de la oligarquía culta, no una mujer de la oligarquía bestia de esas que solamente va a ver a los modistos, sino una mujer de la oligarquía culta. Ella eligió otra cosa. A comienzos de la década del 30, eligió hacer una revista y que fuera una mujer la que la dirigiera, lo cual era un gesto de ruptura con todas las tradiciones paternalistas, no voy a decir machistas sino paternalistas, no era una cultura tanto machista como paternalista, como todas las tradiciones paternalistas de la cultura argentina. Quizás ella y Alfonsina Storni hayan sido las dos rupturas con esa tradición paternalista. Entonces Victoria eligió hacer esa revista. Eligió años después a un gran secretario de redacción que fue Pepe Bianco.
Un día Pezzoni llegó, yo todavía era muy joven, y me dijo: yo quiero que vos colabores en la revista Sur, que era la revista de Victoria Ocampo. Y yo le dije: “en Sur, jamás, eso es la oligarquía”. Después iba a terminar escribiendo sobre Sur y admirando a Victoria Ocampo.
— Y después a Enrique Pezzoni, quien los llevó a vos y a Viñas a la carrera de Letras de la facultad.
— Y después, Enrique Pezzoni. Que un día llegó, fijate vos cómo son los cambios de uno, un día llegó, yo todavía era muy joven, y me dijo: yo quiero que vos colabores en la revista Sur, que era la revista de Victoria Ocampo. Y yo le dije: en Sur, jamás, eso es la oligarquía.
— (Risas).
— Después iba a terminar escribiendo sobre Sur, admirando a Victoria Ocampo, etcétera, etcétera.
— Hablamos de Victoria Ocampo y de la mirada prejuiciosa sobre ella y pienso en las grandes diferencias que hubo entre la izquierda y Borges. En tu libro hablabas de un momento anterior, al que llamás el momento del pensamiento mágico de la izquierda, cuando la izquierda literaria pensaba que había una relación sin conflictos entre política y literatura. Me interesa eso.
— Sí, es el momento de revistas como Claridad, revista de la década del 30 y la década del 40 aunque después siguieron algunas de esas revistas, en que se pensaba que lo correcto en política debía ser traducido a lo correcto en literatura. Daba resultados horribles. Daba resultados espantosos el realismo social argentino, muy malos. Y escritores marxistas hicieron esfuerzos y se libraron de ello, por ejemplo Wernicke, que es un gran escritor, hoy olvidado por completo y no reeditado creo, pero igualmente se libró de ello. Pero sí, hubo un momento, una idea de transparencia, entre lo que vos pensabas sobre la realidad: entre la realidad y la literatura no había sino puentecitos muy breves que se recorrían de un salto.
— Algo que me gustó releer son tus elogios hacia la lectura que hizo Abelardo Castillo de Cortázar. Estamos hablando de Rayuela, que es lo que enseñabas por entonces. Y aparecen muy enfáticamente tus comentarios favorables hacia el modo en que Abelardo había leído Rayuela.
— Sí porque no era fácil. Digamos, no estaba preparado el campo crítico para Rayuela. No es que no fuera fácil leer Rayuela porque hubo un público que logró leerla muy rápidamente. Pero no estaba preparado. Después, con Puig hubo un campo crítico preparado, entonces todo el mundo decía: qué maravilla, Puig. 40 años antes no lo hubiera dicho. Pero el campo crítico estaba preparado. Pero no para Rayuela y, por tanto, yo creo que la revista de Abelardo Castillo y las interpretaciones de Abelardo Castillo abrieron Rayuela a ese público amplio que después fue casi de bestseller, que tuvo en Argentina. Hoy hay campos preparados para los escritores. El campo de Piglia estaba preparado. Lo preparó el mismo Piglia, la literatura tiene que ser así, A, B, C, Z, y después escribió la literatura A, B, C, Z, para preparar la literatura, para escribir la literatura cuyo campo él había preparado. Pero eso no existía en el caso de Cortázar. Cortázar no era crítico, por otra parte. O sea que lo que Cortázar podía hacer era mencionar la literatura que a él le gustaba. Pero, además, no era un hombre muy leído en la Argentina, entonces Abelardo Castillo y la gente de El escarabajo de oro fueron los que abrieron ese campo de lectura y en un momento fueron importantes.
Yo tengo una prueba con los libros. Leo cuatro páginas y, si no me interesan, los dejo de inmediato.
— Estamos hablando de la estética de la recepción, de lo que vos enseñabas en tus grupos cuando enseñabas a un autor como Jauss, que tiene que ver con la preparación del marco en el que aparece una determinada literatura y cómo se crea un público. Y yo pensaba en tu modo de leer la literatura, con tanta crítica y tanta teoría acumulada. ¿Cómo se hace para que todo eso que uno tiene en la cabeza, esta idea de la “enciclopedia” de Umberto Eco -que también aprendí con vos-, cómo se hace para aplicarla cuando uno lee literatura? ¿De qué modo, cómo llega, cómo te salta eso?
— No salta, no hay modo. No hay modo de que salte si no la tenés incorporada de una manera… te voy a hacer una comparación física. Una persona va al gimnasio y entrena movimientos en las piernas, movimientos en los brazos, en la columna vertebral, los que fueren. Después sale a correr. En el momento que sale a correr no está pensando cuáles fueron los movimientos que hacía en el gimnasio, los tiene incorporados en su cuerpo. Si está pensando en los movimientos que hizo en el gimnasio, se va a caer al suelo seguro. Entonces, lo que uno sabe en teoría o lo que ha estudiado, lo que le fascina de una teoría, tiene que estar incorporado como vos tenés incorporados los movimientos de un gimnasio cuando salís a correr o cuando haces un esfuerzo para levantar una valija. Yo levanto la valija y no me voy a torcer un brazo. Una persona que no hace gimnasia quizás al levantar una valija muy pesada se vaya a resentir un músculo de un brazo. Pero no pensás en el esfuerzo que hacés en el momento en que estás haciendo el esfuerzo. Con los libros sucede lo mismo, lo que tenés incorporado ya es así. Entonces, yo tengo una prueba con los libros, por otra parte. Leo cuatro páginas y, si no me interesan, los dejo de inmediato. No llego hasta el final. Ese es el único respeto que tengo a mi formación, si un libro no me interesa de movida, lo dejo de inmediato. O un libro me interesa de movida y me sorprende porque, digo, no conocía al autor. Me pasó con La matanza de Kruguer o El asesino de chanchos, de Luciano Lamberti. Leí cuatro páginas y dije: este tipo me interesa y estoy segura de que me va a seguir interesando. Y no me equivoqué. Es decir, son cosas que tenés incorporadas.
— Te voy a preguntar algo que seguramente te va a afectar emocionalmente y tiene que ver con Sergio Chejfec, muy amigo tuyo, compañero mío, y quién murió hace algunas semanas. Vos leíste a Sergio antes de fuera Chejfec, antes de que publicara. Y vos ya decías: acá hay un escritor. ¿Qué te hacía decir, en el caso de Chejfec, “acá hay un escritor”?
— Tenía esa escritura... Esa escritura se anunciaba. La que siguió hasta el final es una escritura perfecta, lisa, sin grandes gestos retóricos. Esa escritura que él tuvo hasta el final y sin grandes gestos retóricos pero a la vez muy compleja, la tenía al comienzo. En lo primero que me pasó para leer, que no recuerdo si era una descripción de dos perros que estaban en un pastizal o algo por el estilo. Lo primero que me pasó yo dije: acá hay un escritor descomunal, lo va a ser. Son esas apuestas que uno hace y como uno hace tan pocas apuestas, ha perdido poca plata, eh. Cuando uno empieza a decir qué genial, qué genial, qué genial, pierde mucha plata en la apuesta. Con el caso de Chejfec yo no perdí plata. Es decir, leí cuatro páginas de Chejfec y estuve segura desde el comienzo. Después, me puede gustar más un libro de Chejfec que otro, como con cualquier escritor, pero estuve segura desde el comienzo.
— Lo que sí pasaba al comienzo era que se lo asociaba mucho con Saer...
— Yo no lo asocié, yo veía ahí a otro escritor. El estilo de Sergio Chejfec es un estilo más liso que el de Saer. Es un estilo más tranquilo. Saer parece que tiene un estilo muy tranquilo pero es un estilo extremadamente trabajado sintácticamente, el estilo de Chejfec es más liso. Yo no lo asocié desde el comienzo, no. Para mí era un escritor nuevo que aparecía. Estaba muy segura de lo que iba a ser, lo conocía bien. Conocía sus gustos literarios. Yo leí en realidad primero originales, no libros impresos de Chejfec, y estaba muy segura. Pero no lo asociaba con Saer. Si yo asocio un libro con Saer es de los que dejo rápido.
— Ahora, si pensamos en la Argentina como país periférico y que sin embargo hay literaturas que fueron centrales en términos internacionales, en términos de la historia de la literatura, ¿no?, como Borges. ¿Pero qué más?
— ¿Qué más de la literatura argentina? Borges, sin dudas. Cortázar es posible que tenga un lugar. Bioy Casares es posible que tenga un lugar en la literatura fantástica. Es posible eso. Y después, no. Después, grandes escritores, grandes ensayistas como Martínez Estrada son ensayistas que están afincados en Argentina y en Latinoamérica y no van a salir de ahí. Eso depende también mucho de la perspectiva muy europea de la crítica literaria y de las editoriales europeas. No tanto de las editoriales ahora, que publican prácticamente cualquier cosa que esté escrita en guaraní o en quechua o en castellano digamos, si no en un momento anterior, cuando desconfiaban mucho de los libros que llegaran de América Latina. Y, por otra parte, hay una proliferación literaria desconocida. Es decir, se publican muchísimas más ficciones, para hablar solo de ficción se publican muchísimos más libros de ficción de los que se publicaron en la década del 50, por ejemplo. O sea que hay una oferta del mercado muy amplia.
— ¿Te gusta César Aira?
— Es un escritor de una enorme destreza. Ahí es donde uno dice: no es mi escritor, es un escritor de una enorme destreza. Es imposible no leer un libro de Aira y percibir la enorme destreza y la enorme capacidad inventiva que tiene. Ahora, no es mi escritor, que es otra cosa.
— Más cerca en el tiempo, durante varios años te pusiste a leer literatura mucho más contemporánea y con regularidad, si no era semanalmente era quincenalmente, publicabas artículos de crítica. ¿Y ahí te movías como comentabas recién con los libros de Lamberti, en el estilo “me interesa, leo y divulgo”?
— Sí. Sí, tenía la suerte de que Maxi Tomas, Maximiliano Tomas, que era el que dirigía la columna primero en Perfil y después en Télam, ponía todos los libros que salían a mi disposición y sí, elijo qué libro me despierta una idea. Uno podría decir qué libro me despierta un sentimiento, qué libro me despierta un recuerdo, qué libro me despierta una idea, y los tres despertares son igualmente respetables. Un lector puede decir amo los libros que me despiertan un recuerdo, un principio de identificación. Amo los libros que me despiertan un sentimiento, es decir un principio ético. O qué libro me despierta una idea. Yo tengo tendencias muy formalistas en mis lecturas de la literatura; si la literatura no es buena formalmente, no está bien construida formalmente, es muy difícil que prosiga con el libro, es muy difícil. Bueno, entonces el libro en la página 4 ya estoy reconociendo: acá hay un escritor cuya sintaxis me interesa muchísimo, que, bueno, esas cuestiones que pareciera que son secundarias pero que son fundamentales para el disfrute de un libro, ¿no?
— Si yo te digo Rodolfo Walsh, que es una figura que uno puede atravesar desde tantos ángulos en la historia argentina. ¿Qué significa para la literatura? Mucha gente de pronto tal vez piensa que Walsh fue el gran periodista, el periodista justiciero. Pero hay algo con su narrativa que, a lo mejor, no es tan conocida por las grandes mayorías.
— El Walsh de sus denuncias y sus grandes reportajes, escrito por otra parte con una destreza literaria impresionante, opacó al otro Walsh, al Walsh de los cuentos, al primero que conocimos. Lo opacó. Pero así sucede con la literatura. Es decir que incluso un mismo escritor puede con un brazo tirarle sombras sobre la mano que está escribiendo otra cosa. Así sucede. Entonces, yo creo que los cuentos de Walsh que nos deslumbraron cuando salieron en la editorial Jorge Álvarez en la década del 60 quedaron completamente subordinados a la lectura que tienen sus grandes reportajes de denuncia, digamos.
— Si alguien te pregunta “¿qué leo de Walsh?”, vos dirías “andá por los cuentos”?
— Los cuentos sí, sí, sin dudas son importantes. Pero yo doy pocos consejos excepto sobre la actualidad. Sobre la actualidad sí porque yo creo que hay libros que pasan desapercibidos. Es decir, quién lee un libro de (Ricardo) Strafacce, no sé, muy pocas personas. Entonces yo digo che, ¿vos leíste a ese tipo que se llama Strafacce? O, ¿vos leíste a esa mina, esa mujer, perdón, vos leíste a esa mujer que se llama (Camila) Sosa Villada, que tiene una novela que se llama Las malas, que es buenísima?
— Bueno, puedo imaginar por qué encontraste algo diferente en Las malas pero me interesa que me hables de la novela de Camila.
— Tiene algo de barroquismo, tiene una insistencia barroca sobre un tema que uno podría decir es un tema muy pequeño, casi podría dar para una nouvelle y ella hace una novela, no una novela de 60 páginas como se usa llamar novelas ahora a algunas cosas, sino una novela de tamaño novela, digamos, y tiene una insistencia barroca con ese submundo de mujeres, de prostitución, de robo, etcétera, tiene una insistencia barroca y eso es muy interesante.
— Recién dijiste “una mina” y dijiste “no, perdón, una mujer”. Volvió la ironía de Beatriz (risas).
— Bueno, no sé si mina suena insultante para las feministas o suena insultante para las teóricas que piensan que el castellano no debe usar esas palabras que vienen del lunfardo. Yo digo “minas” permanentemente. Creo que tipo tiene como femenino mina, no tipa sino mina. Ahora, si las feministas se enojan, pido disculpas.
— Las feministas hoy son casi todas las mujeres.
— No lo sé. No lo sé porque yo no conozco ese mundo. Desde que tenía 6 años creí que debía establecerme como una igual de todos, altos, petisos, enanos, gigantes, hombres, mujeres o lo que viniera. Entonces no conozco el mundo de la diferencia. Jamás permití que se estableciera una diferencia. De establecerse una diferencia de lo que hoy se llama género conmigo yo o rompía o me retiraba. Siempre fui muy agresiva en mi defensa. Y supongo que incorporaba a esa defensa agresiva la defensa de género. O sea que no lo sé. No lo sé. Fui siempre realmente una feminista militante en el sentido de mis conductas sociales. Ahora, nunca practiqué el feminismo…
— Claro, eso te iba a decir, hay una frase que se recupera en el documental que hizo Alejandro Maci sobre María Luisa Bemberg que está realmente muy bien. La frase de Bemberg era algo así como que machismo es fascismo y feminismo es defensa de los derechos humanos.
— Hay muchos feminismos y yo no soy una experta en eso, no es un tema que yo conozca. Si querés, hablamos de otros temas que yo puedo discutir. Yo puedo discutir las diferentes versiones del marxismo contemporáneo.
— Claro, claro.
— Pero no el feminismo. Y si alguien me tuviera que describir, tendría que describirme como alguien que se comportó con una independencia absoluta respecto de todas las tradiciones familiares, personales, de no tener hijos, etcétera. Bueno, está bien, no tengo el feminismo teórico.
— Es que se llama así, feminismo sin marco teórico.
— Eso… Bueno, voy a hacer un curso. (Risas)
*Acá puede escucharse toda la entrevista.
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