Una única vez vi llorar a mamá. Yo era adolescente y me había despertado para ir al colegio. Entonces se abrió la puerta de la cocina y la vi entrar, de regreso del hospital en que estuvo internada mi abuela.
Mamá saludó y se sentó a la misma mesa en que yo tomaba un mate. “Se murió mi mamá”, dijo, y vi cómo le caían unas pocas lágrimas que enseguida se secó. Me preguntó si quería faltar al colegio, estaba autorizado. En ese momento no lo pensé y fui igual.
Recién a la media mañana, en medio de una clase, me di cuenta de que la mamá de mi mamá, la mujer que había fallecido, era mi abuela. Claro que lo sabía desde el punto de vista de la conciencia, pero si me enteré realmente, fue con esas horas de demora.
Es que mi mamá nunca se había referido a su mamá como “mi mamá”. Cuando hablaba conmigo y mis hermanos, decía “la abuela”. Ante otras personas, la llamaba por su nombre. Para mí no fue inmediatamente evidente que “mi mamá” y “la abuela” fuesen la misma persona.
Ahora que escribo, lo que más recuerdo es que dijo: “mi” mamá, es decir, algo que era suyo. Quizá por eso no pude entender que hablábamos de “mi” abuela. Yo era muy joven y egoísta, no pude empatizar demasiado con su dolor en ese momento. Tal vez también me dio un poco de temor. Me tomó años entender que, con la muerte de mi abuela, se murió también una parte de mi mamá.
“Los varones necesitan dejar a la madre porque no se separan de ella”
Sin embargo, nunca más la vi llorar. Recuerdo que cuando salió la película Todo sobre mi madre, de Almodóvar, la fui a ver con mucha expectativa. Para mí, mi mamá es el objeto más enigmático del universo. Es una persona indescifrable, a la que solo puedo decir que la extraño –en chiste a veces le digo que la extraño tanto que incluso la extraño cuando la veo. Tal vez por eso no necesito verla muy seguido.
Afortunadamente, no tuve una mamá demandante ni que me reclama. Por suerte tengo una mamá que no sabe cocinar, que no me complace y que de vez en cuando me dice: “Que te aguante otra”. Mi mamá me enseñó a no ser un niño y yo, que lo sigo siendo en más de un sentido, cuando pienso en ella suelo acordarme de ese poema de Alberto Girri que comienza con el verso: “Mi madre es una niña”, pero que deja en claro que una madre es una mujer.
Después de verla llorar esa una única vez, no volví a ver a mi mamá con los mismos ojos. A la distancia pensé que sus pocas lágrimas abrieron un mundo desconocido para mí, ya que tuve la experiencia del hijo varón. Luego de caer en la muerte de mi abuela, varios años después, advertí que, si recordaba con tanta nitidez esa mañana en que mi mamá volvió del sanatorio y se sentó a la mesa, fue porque algo que también sabía se volvió una verdad: mi mamá era una hija.
En las letras
¿Cuándo fue que se empezaron a escribir tantas novelas sobre la relación madre-hija? Un clásico ya es Apegos feroces, de Vivian Gornick, pero más recientes son Las estrellas, de Paula Vázquez, También esto pasará, de Milena Busquets, La sal, de Adriana Riva y otras más que muestran que esa relación se volvió un tema literario.
No recuerdo novelas del siglo XIX dedicadas a esta cuestión; seguro me equivoco, pero creería que las mujeres del siglo XX prefirieron la poesía para hablar de ese vínculo primario. Pienso que las cosas empezaron a cambiar después de que el cine tomara el tema. Si antes las novelas se adaptaban al cine, hoy no es raro que las mejores novelas tengan algún precedente cinematográfico.
“No es la madre la que deja a la hija, sino la hija a la madre y eso es lo que la hija nunca le va a perdonar: su libertad, haber tenido que dejarla, haberlo querido”
Esta es la crisis actual de la novela, porque incluso las mejores terminan pareciendo películas; pero el punto es cómo muchas mujeres de mi generación están escribiendo sobre la relación madre-hija y dicen algo que el psicoanálisis ya descubrió hace tiempo: que ese duelo es imposible y que es una relación basada en la decepción, que difícilmente puede evitar el reproche y la fantasía de la mamá mala –aunque a veces se la quiere transformar en buena, victimizándola, justificando su desapego.
Muchas de estas novelas se vuelven buenas cuando dejan el lamento y se consiguen un tono maduro, al dejar atrás la voz autocomplaciente de la hija y ubican –en la narradora, curiosamente son todas novelas en primera persona– que desde temprano la niña fue una mujer que no quiso ser como su madre, que su crítica es proporcional a su odio.
Las hijas odian a las madres y las madres odian a las hijas. Es lo normal. Si no, seguirían siendo una parte de su cuerpo. Y lo interesante es que no es la madre la que deja a la hija, sino la hija a la madre y eso es lo que la hija nunca le va a perdonar: su libertad, haber tenido que dejarla, haberlo querido, aunque después disfrace ese deseo con alguna motivación trágica, que la vuelva inevitable.
Los varones dejan a la madre, pero nunca se separan de ella. Es más, la dejan para no separarse y esa puede ser la matriz del amor de un varón adulto. Todos conocemos a un varón que necesitó irse para volver. Y los que no dejan de volver para irse después.
Las hijas (ojo que no digo las mujeres, digo las hijas) sí en algún momento se separan de sus madres. Quizá por eso les resulta tan difícil dejarlas. Este binarismo es un poco tonto, esquemático, pero es útil o, al menos, didáctico para introducir a la lectura de la novela que voy a comentar: Sobre mi hija, de Kim Hye-Jin, que si me gustó tanto es porque no está narrada desde la perspectiva de la hija sino de la madre.
Una madre tradicional (patriarcal, se dice hoy), con una voz muy particular:
“Me casé a los treinta y te tuve al año siguiente. La noche en que empezaron las contracciones, yo sola pedí un taxi para llegar al hospital. Recién dos semanas después logramos contactarnos con tu padre, porque había estado trabajando en medio del desierto. Su llamada venía desde una construcción en algún país lejano. Este día eligió tu nombre. A mí no me gustaba mucho, pero accedí porque me daba lástima ese hombre que tenía que trabajar solo en el extranjero para poder mantenernos. Quería darle la impresión de que éramos una unidad familiar fuerte y robusta.”
En la historia tenemos a una madre que no acepta a su hija y nos preguntamos: ¿por qué debería hacerlo? Más cuando se trata de una hija mayor de edad, profesional, quizá más inteligente que ella y políticamente correcta.
“Creo que la hice estudiar demasiado. A mi hija. Quería que fuera buena alumna, que ingresara a la universidad, que hiciera un posgrado, se convirtiera en profesora y conociera a un buen hombre. Así me imaginé que sería. Pero resulta que es una tonta. No sé qué tiene en la cabeza. Me siento asfixiada de solo pensar en ella. ¿Es mi culpa? Algo hice mal. Quiero decir que algo tengo que haber hecho mal, pero no sé qué. […] Estoy muy molesta. ¿Por qué no hace el menor intento de vivir una vida normal? ¿Por qué no hace un poco de esfuerzo? ¿Por qué tuve una hija así?”
Su hija es lesbiana. Es también profesora y, como ocurre hoy, pertenece a esa casta hiper-formada que no puede ganarse la vida con su trabajo, que se cobija en el mundo de las instituciones educativas porque sabe todo sobre la vida, pero no vivir –como no sea protestar contra las autoridades que la discriminan.
Mientras tanto, la madre malgasta su tiempo como enfermera malpaga de una mujer a la que cuida y quiere, a la que le cuenta sus secretos –a pesar de que la anciana está demente.
“No sé cómo explicarle que siento que esa mujer que está postrada con las manos y los pies atados soy yo misma. No tengo manera de describir esa sensación que me parece tan obvia. ¿Es culpa suya que esté desamparada? ¿Me veo reflejada en ella porque he dejado de esperar que mi hija me apoye? Quizá como esta mujer, también yo y mi hija seremos castigadas.”
Esta es una novela sobre el arduo trabajo de construir la relación madre-hija, el más artificial de todos los vínculos humanos, el que demuestra que si en ese lazo no hay nada natural es porque la naturaleza humana es una ficción.
Dos mujeres pueden amarse, pueden odiarse, pueden reprocharse, pueden acusarse de incomprensión y decepción, pero ¿qué las hace madre e hija? ¿Cuál es el camino de la filiación femenina? Si es que existe.
Me gustó escuchar la voz de una madre, sin idealismos ni concesiones, deshaciendo el fantasma de la “mamá mala” –para situar una imposibilidad en el núcleo de un vínculo–, después de varias novelas de hijas que hablan de sus madres.
En esta misma línea, respecto de la maternidad (que es uno de los temas que más está sobre la mesa en debates contemporáneos) creo que la novela de Kim Hye-Jin podría leerse con La hija única, de Guadalupe Nettel.
Esta es una novela que permite trazar un recorrido a contrapelo de lo que propuse anteriormente. Estamos acostumbrados a pensar que la relación entre madres e hijas es áspera, que ahí se cuecen resentimientos, que el deseo de hijo no se da –al menos para el psicoanálisis– sin atravesar la sexualidad materna.
La historia de La hija única se juega en dos niveles: por un lado, la protagonista es una mujer que huye de la maternidad (se liga las trompas cuando corre el riesgo de quedar embarazada, mejor dicho: cuando corre el riesgo de desear un hijo) y cuando su amiga le anuncia que será madre, su reacción es extraña, hasta que se entera de que la hija vendrá con una malformación y ahí sí se implica no solo con la amiga, sino que cambia su actitud respecto de un niño, hijo de una vecina, que insulta y pega, se lastima a sí mismo, etc.
Estos son los hechos, de los que se desprende una construcción: lo no resuelto en la relación con su madre, retorna como envidia hacia la amiga que, en la medida en que esta sufre, se compensa culposamente con una actitud reactiva que le permite adoptar a un niño, desplazando a otra madre. Nos guste o no, es la historia de muchas mujeres. Es el modo en que, como ya lo había visto Freud, muchas llegan a ser madres.
“Hay madres que parecen autorizar su decir (la capacidad de decir lo que sea) en el hecho de que parieron, como si el parto implicara una especie de propiedad sobre el hijo”
Sin embargo, hay otro nivel: la historia de los lazos entre mujeres, lo que empiezan a compartir; de repente la madre de la protagonista asiste a un grupo de mujeres y se olvida de reprochar a su hija, la amiga histéricamente celosa de la niñera de su bebé enferma construye una especie de relación abierta en la que ella, la niñera y el marido conviven, la protagonista se acuesta con la madre del vecinito y se hace una pregunta por su deseo, etcétera.
Lo interesante es cómo cambia el modo en que circula el saber entre estas mujeres, cómo se narra la transformación interior que van viviendo y esto se refleja en sus voces. La última vez que leí algo parecido, fue Women’s room, de Marilyn French. El libro está atravesado por los feminismos, pero está fuera de todo slogan. Tiene una vitalidad que las consignas nunca consiguen.
Es una novela con hipótesis: una vida feminista es una vida que reformula la maternidad y desidealiza la crianza y la idea de la “madre” como quien da algo que ninguna otra persona puede dar. Va al hueso de una encrucijada, terapéutica y social.
Quizá por ser una novela con hipótesis, tiene el problema de la alegoría: personajes muy definidos, simbología, pero nada de esto le resta valor. Al contrario. La realiza en su género y a mí me sirvió para terminar de entender que los feminismos hablan de la posibilidad de una subjetivación diferente a la entrevista por el psicoanálisis, mejor dicho: que hablan de cómo los feminismos, antes que invalidar a Freud, muestran cómo se puede hacer algo distinto con los dramas de la subjetividad que el método analítico puso de manifiesto.
Para concluir, quisiera recordar una vieja novela de Federico Jeanmaire: Las madres no les decimos esas cosas a las hijas. De acuerdo con la novela de Kim Hye-Jin, pienso en cómo hay madres que parecen autorizar su decir (la capacidad de decir lo que sea) en el hecho de que parieron, como si el parto implicara una especie de propiedad sobre el hijo. Al estilo: si yo te di la vida, también puedo sacártela.
Es algo que se corrobora en situaciones para nada raras, como que una madre pueda llegar a mentir sobre su hijo si sintió que este la traicionó. En algunos casos es más claro, pero ¿no hay en toda madre una especie de mentira constitutiva, al menos en el punto en que sólo con esfuerzo pueden renunciar a ser el Otro de la verdad para un hijo? Las madres son capaces de decir mentiras para no perder ese lugar verificador: ¿quién si no una madre sabe lo que realmente le pasa a un hijo? Esa conjunción entre el saber y lo real es la verdad materna. Es lo que explica que las madres no tienen opiniones, sino que –como cuentan algunos hijos– creen que lo que piensan es “la” realidad. Tal vez por eso a algunas madres les molesta tanto que sus hijos les mientan. A algunos no les queda otra. Sin embargo, qué necesaria es esta ficción materna.
Sin embargo, como dije: los varones necesitan dejar a la madre, porque no se separan de ella. Quizá la dejen con mentiras, como cuando le pone alguna excusa para no atenderle el teléfono. Mientras que una hija no deja nunca a su madre, porque su relación surge de una separación. Y, como dice Gornick, cuando una madre llama por teléfono no es tan fácil para una hija desoír ese llamado.
SEGUIR LEYENDO
Los libros de la Feria: La depresión es el desafío de nuestra época y este ensayo de Juan David Nasio da ideas para enfrentarla