En 1905, León Trotsky participa de una revolución que será sofocada por el poder zarista y es deportado a Siberia. Tiene 27 años y su destino está más allá del Círculo Polar Ártico. Pero en una de las paradas, el prisionero iniciará la fuga. Las condiciones son extremas: es la estepa siberiana y las temperaturas están por debajo de los 25 grados. Hay pueblos desconocidos, lenguas desconocidas, otras costumbres. Teme todo el tiempo que lo capturen y su cochero no deja de beber.
El relato de ese viaje constituye La fuga de Siberia en un trineo de renos, una obra que se publica por primera vez en español.
Para esta edición el novelista cubano Leonardo Padura -autor de un gran libro sobre Trosky, El hombre que amaba a los perros- escribió un prólogo que cuenta la historia y ayuda a entenderla. Aquí, el prólogo completo.
Trotsky, de cerca y por dentro, a la ida y a la vuelta
En agosto de 2020, al cumplirse los ochenta años del asesinato de Lev Davídovich Bronstein, Trotsky, a manos del agente estalinista Ramón Mercader, recibí una cantidad sorprendente de peticiones de entrevistas, invitaciones a escribir artículos y también convocatorias a participar en mesas de debate sobre aquel hecho histórico. Al mismo tiempo me llegaban de diferentes partes del mundo, pero en especial de países latinoamericanos, informes diversos dedicados a rememorar y valorar, con la perspectiva del tiempo transcurrido, el crimen del 20 de agosto de 1940 en la casa del profeta desterrado, en la delegación mexicana de Coyoacán.
¿Qué curiosidad histórica, qué reclamo del presente podía haber provocado aquel renovado e intenso interés en la figura de Trotsky a casi un siglo de su muerte? En un mundo globalizado, digitalizado, polarizado de la peor manera, dominado por el liberalismo rampante y triunfante y, para colmos, azotado por una pandemia de proporciones bíblicas que ponía (y sigue teniendo) en jaque el destino de la humanidad, ¿a qué venía tal expectativa por recuperar el destino de un revolucionario soviético del siglo pasado que, por cierto, había sido el perdedor en una disputa política y personal que se pretendió cerrar con su asesinato? ¿Qué podían decirnos a estas alturas –en estas coordenadas históricas y sociales– el crimen de 1940 y la figura de la víctima de un furibundo golpe de piolet ordenado desde el Kremlin soviético? ¿Trotsky y su pensamiento aún tenían vigencia, capacidad de transmitirnos algo útil para nuestro turbulento presente, tres décadas después de que desapareciera la Unión Soviética que él había contribuido a fundar?
¿Qué curiosidad histórica, qué reclamo del presente podía haber provocado aquel renovado e intenso interés en la figura de Trotsky a casi un siglo de su muerte?
La constatación de que determinados sectores del pensamiento, la política y el arte de estos tiempos aún se sienten convocados por las peripecias vitales y los aportes filosóficos y políticos de Lev Davídovich Trotsky puede tener un primer correlato (y otros muchos). Y esa primera dilucidación acaso reafirme (al menos así lo pienso) que, derrotado en la liza política, el exiliado resultaba ser un maltrecho vencedor en la disputa histórica proyectada hacia el futuro; de esta última, a diferencia de sus asesinos, él ha salido como un símbolo de resistencia, coherencia y, para sus seguidores, hasta como encarnación de una posibilidad de realización de la utopía. Y ha ocurrido este peculiar proceso no solo por la forma en que fue asesinado sino, desde luego, por los mismos motivos que llevaron a Iósif Stalin a liquidarlo físicamente y a los estalinistas del mundo a borrarlo hasta de las fotos, de los estudios históricos y de los recuentos académicos.
Un Stalin y unos estalinistas que –siempre habrá que repetirlo– no solo ejecutaron a la persona de Trotsky y pretendieron hacerlo con sus ideas, sino que a golpes de autoritarismo socialista también se encargaron de liquidar la posibilidad de una sociedad más justa, democrática y libre que en un momento se propusieron fundar hombres como Lev Davídovich. El mismo que, joven recién salido del partido menchevique, en 1905 llegó a decir que “para el proletariado, la democracia es en todas las circunstancias una necesidad política; para la burguesía capitalista es, en ciertas circunstancias, una inevitabilidad política”… sentencia clave que, de haberse puesto en práctica, quizá habría cambiado el destino de la humanidad.
No puede extrañarnos, entonces, que la recuperación y publicación, por primera vez en lengua española, de un texto de Lev Davídovich (o León Trotsky) provoque un justificado interés. Porque, dentro de la abultada bibliografía del hombre que incluso redactó una minuciosa autobiografía (Mi vida, publicada en 1930, obra que se cierra con el episodio de su destierro hacia la Unión Soviética oriental, inicio de su exilio definitivo), las páginas de La fuga de Siberia en un trineo de renos (en el original, Tudá i obratno; esto es, Viaje de ida y vuelta) sirven para entre- garnos las armas de un joven escritor y revolucionario, cuya imagen, tan conocida, se redondea más aún con esta curiosa obra.
Y es que La fuga de Siberia, que Davídovich publicó en 1907 con el seudónimo de N. Trotsky bajo el sello de Shipovnik, es un opúsculo que, por la cercanía entre los sucesos narrados y su redacción –por la coyuntura histórica en que ocurren esos acontecimientos, la edad y el grado de compromiso político de su autor en el momento de vivir lo que narra y, de inmediato, decidirse a plasmarlo–, nos entrega a un joven Trotsky casi en estado puro. Y esto en todas sus facetas: la de político, la de escritor, la de hombre de cultura y, sobre todo, la de ser humano. Por ello, desde ahora me parece necesario advertir que las páginas de La fuga de Siberia narran la historia personal y dramática del segundo destierro de Davídovich hacia las colonias penales de Siberia (su primera deportación, vivida entre 1900 y 1902, había sido un período de crecimiento político y filosófico del que salió fortalecido e, incluso, con el seudónimo de Trotsky con que luego sería conocido) y las tremendas peripecias de su fuga casi inmediata, esta vez en el invierno de 1907. Toda una aventura vivida a resultas del llamado “Caso Soviet”, cuando el autor, junto con otros catorce diputados, fue juzgado y condenado a deportación indefinida y pérdida de los derechos civiles a raíz de los sucesos ocurridos en San Petersburgo alrededor de la creación y el funcionamiento del Consejo o Soviet de Delegados Obreros, que el propio Trotsky lideró durante sus semanas de existencia, en los meses finales del convulso año de 1905.
El texto, entonces, nos remite a un tiempo en que la vida política y filosófica de su autor estaban en el centro de los debates que definirían los rumbos por los que más tarde se moverían su pensamiento y acción revolucionarios, caldeados por esa experiencia vertiginosa del primer Soviet de la historia, en 1905, madurados en el fructífero exilio que viviría a partir de 1907 y concretados en la Revolución de Octubre de 1917, durante la cual sería nuevamente protagonista. Y de esta trayectoria emerge como una de las figuras centrales del proceso político que desemboca en la fundación de la Unión Soviética y la siempre polémica instauración de una dictadura del proletariado.
El Lev Davídovich de estos momentos es el revolucionario impulsivo y de pelo revuelto que, al decir de su reconocido biógrafo Isaac Deutscher,
encarnaba el grado más alto de “madurez” que el movimiento [revolucionario] había alcanzado hasta entonces en sus aspiraciones más amplias: al formular los objetivos de la revolución, Trotsky iba más lejos que [Iuli] Mártov y que Lenin, y estaba en consecuencia mejor preparado para jugar un papel activo en los aconteci- mientos. Un infalible instinto político lo había llevado, en los momentos oportunos, a los puntos neurálgicos y a los focos de revolución.
En ese trance, vemos también al pensador que pronto escribe Resultados y perspectivas. Las fuerzas motrices de la revolución, su principal obra del período, donde presenta los enunciados fundamentales del futuro trotskismo, incluida la teoría de la Revolución Permanente. En esas páginas, Trotsky mismo advierte, con la lucidez política que muchas veces (no siempre) lo acompaña:
En la época de su dictadura, […] la clase obrera tendrá que limpiar su mente de falsas teorías y experiencias burguesas, y purgar sus filas de charlatanes políticos y revolucionarios que solo miran hacia atrás… Pero esta intrincada tarea no puede resolverse colocando por encima del proletariado a unas cuantas personas escogidas… o a una sola persona investida con el poder de liquidar y degradar.
Trotsky y los demás condenados desconocen el destino final que les ha sido asignado y cuándo llegarán a él, por lo que se crea una expectativa cercana al suspense.
Las páginas de La fuga de Siberia, sin embargo, no se convierten en un alegato político ni en una obra de propaganda o reflexión: sobre todo, relatan la historia personal y dramática (recogida de modo muy sucinto en Mi vida) que nos entrega a un Trotsky observador, profundo, humano, por momentos irónico, que otea a su alrededor y expresa un estado de ánimo o toma la fotografía de un ambiente que, sin duda alguna, se revela extremo, exótico, casi inhumano.
* * *
Concebido en dos partes perfectamente diferenciadas (“La ida” y “La vuelta”), el testimonio de estas experiencias sigue todo el proceso de traslado hacia el destierro de Trotsky y los otros catorce condenados por su participación protagónica en la Revolución de 1905. En efecto, el relato abarca desde la salida de la cárcel de la Fortaleza de Pedro y Pablo, en San Petersburgo, el 3 de enero de 1907 (recinto donde había estado durante todo el año 1906 dedicado a escribir) hasta la llegada al poblado de Beriózov, el 12 de febrero de 1907, penúltima parada de un tránsito que debía terminar allí donde se cumpliría la condena, la remota localidad de Obdorsk, un paraje ubicado varios grados al norte del Círculo Polar Ártico, a más de 1500 verstas de la estación de ferrocarril más cercana y a 800 de una estación telegráfica, según el propio escritor.
A continuación, y con un visible cambio de estilo y concepción narrativa, el libro cuenta, siempre en primera persona, la crónica de la fuga de Trotsky desde Beriózov (donde consigue permanecer, fingiéndose enfermo, mientras sus compañeros siguen adelante). Con su esperpéntico guía, tomará desde allí rumbo al Sudoeste, en busca de la primera estación de ferrocarriles en la zona minera de los Urales para concretar su regreso a San Petersburgo, desde donde partirá al exilio en el que, pocos meses después, tendría su primer en- cuentro –el que quizá ya desde el primer instante iba a definir su suerte– con el exseminarista Iósif Stalin.
El primer elemento que singulariza la concepción de La fuga de Siberia radica en que la mitad inicial está montada con las cartas que Trotsky le fue escribiendo a su esposa, Natalia Sedova, a lo largo de cuarenta extenuantes jornadas, mientras sus compañeros y él realizaban el recorrido hacia el destierro. Esa estrategia epistolar, casi como de un diario de viaje escrito sobre la marcha, define el estilo y el sentido del texto, pues lo narrado refleja una realidad recién vivida en la que no existe un posible conocimiento del futuro, como habría ocurrido con la redacción evocativa de lo ya conocido.
El relato, que comienza con una carta del 3 de enero de 1907, cuando Trotsky y sus compañeros de condena son trasladados hacia la cárcel provisoria de San Petersburgo, se extiende hasta la epístola del 12 de febrero, escrita ya en Beriózov, donde por consejo de un médico el autor finge un ataque de ciática para permanecer allí e intentar la fuga.
En todo este tiempo y trayecto, que comienza en tren y (desde finales de enero, en el poblado de Tiumén) continúa en trineos tirados por caballos, Trotsky y los demás condenados desconocen el destino final que les ha sido asignado y cuándo llegarán a él, por lo que se crea una expectativa cercana al suspense. Como era de esperar tratándose de correspondencia que podía ser revisada, en ningún momento el autor revela sus planes de fuga, aunque habla de las previsibles huidas de condenados que se producen con una frecuencia elevada. “Para hacerse una idea acerca del porcentaje de fugas, basta con saber que de los cuatrocientos cincuenta exiliados en determinada área de Tobolsk solo quedan cien. Los únicos que no huyen son los haraganes”, comenta en un momento. Sin embargo, Trotsky no deja de advertir los niveles de vigilancia de los que es objeto la partida de prisioneros, con una proporción que puede llegar a tres guardias por detenido, lo cual hacía casi inviable cualquier tentativa de escape.
El estilo epistolar de todo este tramo del texto está salpicado de descripciones, reflexiones, evocaciones, pero es fundamentalmente un resumen de hechos y de anotaciones del agotador y lento avance, en lo que el escritor define como un descenso diario de “un peldaño más hacia el reino del frío y el salvajismo”, por unos territorios de la tundra o taiga siberiana donde se considera que “el frío es tolerable” a los “-20, -25, -30 ºC. [En efecto,] tres semanas atrás la helada alcanzó los -52 ºC”.
El giro argumental y estilístico que desde la carta fechada en Beriózov se advierte en la narración es de ciento ochenta grados: de la epístola se pasa al relato, del presente registrado a modo de crónica se pasa al pasado narrado o descripto, de la incertidumbre y el suspense se deriva hacia la expectación y el recuerdo de lo ya vivido, de la ida se pasa a la vuelta con un desenlace conocido por el lector: el éxito de la fuga.
La narración entrecortada, pautada, como distante o simplemente más objetiva, de la primera parte se torna desde ese punto tensa e intensa, detenida y dramática, mientras se desarrolla una huida que siempre puede ser interrumpida por algún perseguidor, lo que añade todavía otro toque de suspense al relato. Trotsky se revela más observador, minucioso, por momentos incluso irónico y muy interesado en lo que ve a lo largo de un viaje cargado de peripecias. Entretanto, el fugitivo ha puesto su destino en manos de un personaje francamente pantagruélico: el ziriano rusificado Nikifor Ivánovich, tan alcoholizado como la mayoría de los habitantes de esa región de la Siberia.
En la descripción de las once jornadas durante las cuales avanzan centenares de kilómetros a través de la tundra, Trotsky irá haciendo el recuento de sus impresiones respecto del paisaje natural y humano que encuentre a su paso, extremos cada uno de ellos en sus comportamientos y naturaleza. Si la simple presentación de los parajes de la taiga, zona de temperaturas insoportables, resulta reveladora, más interesante es su reseña de los tipos y costumbres que observa, esos miembros de poblaciones zirianas, ostiacas o vogulas, entre los cuales imperan no solo el alcoholismo y las epidemias, sino una alienación social y civil que los hace víctimas de sus circunstancias –incluidas la geografía y su tiempo histórico– y marcan incluso la posibilidad de su extinción como culturas ancestrales independientes.
En esa memoria de paso, Trotsky anota párrafos como este:
Los ostiacos son terriblemente perezosos; quienes se encargan de todas las labores domésticas, y no solo de las domésticas, son las mujeres: es bastante común sorprenderlas camino al bosque, yendo con un fusil a cazar armiños y visones.
También registra descubrimientos como este:
Nos comunicamos por medio de Nikifor, que habla con igual fluidez en ruso, en ziriano y en dos dialectos ostiacos que apenas se asemejan: el superior y el inferior. Los ostiacos de aquí no saben pronunciar siquiera una palabra en nuestro idioma… ahora bien, las obscenidades rusas en toda su extensión engrosaron el vocabulario ostiaco y, junto con el vodka, constituyen el aporte más irrefutable de la cultura oficialista rusificadora. El sombrío lenguaje ostiaco que ignora la expresión “buenas tardes” se ilumina de pronto con el destello cegador de una indecencia rusa pronunciada sin una brizna de acento, con una claridad impecable.
Y hace acotaciones como esta:
Por lo general, noté que los niños ostiacos suelen ser bastante carilindos. ¿Por qué se pondrán tan feos los adultos?
A la vez, deja constancia del carácter de otros personajes importantes en esos parajes: los renos. Los discretos y resistentes renos que tiran de los trineos que le devuelven la libertad.
Los renos son unas criaturas fascinantes. No pasan hambre ni padecen cansancio. Cuando emprendimos nuestra odisea, llevaban ya dos días sin alimentarse y va a ser otro día más sin dar un bocado. Según asegura Nikifor, “apenas si tomaron carrera”. Corren a buen paso, sin un ápice de fatiga, a unas 8 o 10 verstas por hora. Cada 10 o 15 verstas hay que hacer un descanso breve de dos o tres minutos para que los renos se repongan; al cabo de este tiempo, siguen como antes. Semejantes tramos se llaman “correrías de renos”. Ya que nadie se ocupa de calcular las verstas, los habitantes de este paraje suelen medir las distancias en correrías. 5 correrías equivalen a unas 60 o 70 verstas.
Esos renos fascinantes, más el incontrolable ziriano Nikifor y otros ostiacos y vogulos alcoholizados le permiten a Lev Davídovich llegar a salvo a la zona minera de los Urales, desde allí escapar a San Petersburgo y partir luego al exilio. La vuelta se ha concretado, con sobresaltos y disgustos, pero con éxito en sus propósitos.
La fuga de Siberia aparece como una inesperada grieta que nos permite asomarnos a la personalidad íntima del hombre político y revolucionario a tiempo completo y a sus relaciones con la condición humana. Constituye, además, una muestra de sus capacidades literarias (no en balde por una época lo apodaron “La Pluma”) y, como colofón, su publicación, por primera vez en lengua española, puede resultar un homenaje a la memoria de un pensador, escritor y luchador asesinado hace más de ochenta años que, en este mundo tan descreído de hoy, todavía hace pensar a algunos que la utopía es posible. O, cuando menos, necesaria.
Leonardo Padura
En Mantilla, septiembre de 2021
* El libro, en su edición electrónica, se consigue en Bajalibros. Clickeando acá.
SEGUIR LEYENDO