Eugenia Almeida es una de las voces más profundas e interesantes de la literatura argentina contemporánea. Nació en 1972 en Córdoba. Es licenciada en Comunicación, trabaja en la Biblioteca Provincial de Maestros en Córdoba, colabora con el diario La voz del Interior y tiene una columna en Radio Universidad “Las palabras y las cosas” en el programa Mira quién habla. Además, coordina talleres de lectura y brinda clínicas de escritura. Sus recomendaciones de lectura son infalibles.
Escribe novelas, ensayos y poesía. Su trabajo está traducido a varios idiomas. En 2005 ganó el premio internacional de novela “Dos orillas” organizado por el Salón del libro de Gijón (España) por El colectivo. Su novela La pieza del fondo fue finalista del Premio Rómulo Gallegos 2011. Su libro de poesía La boca de la tormenta recibió el Premio Alberto Burnichón al libro mejor editado en Córdoba 2014-2015. Su ensayo Inundación. El lenguaje secreto del que estamos hechos hace días nomás fue distinguida con el premio de la crítica 2019 de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.
Eugenia comienza el día con una buena jarra de café bien negro. Se sirve una taza y el resto lo pone en un vaso térmico para ir tomándolo a lo largo de la mañana. Después de las 5 de la tarde no toma más, para que el sueño no se le haga esquivo. Cuenta que en general no escucha música mientras escribe, pero durante la escritura de Desarmadero: “Estuve con mucha música de fondo para nada afín a lo que estaba escribiendo. Música jazzera de cantantes mujeres. Desde Ella Fitzgerald o Billie Holiday”.
Desarmadero es una gran novela negra, una radiografía en la que la corrupción y el delito se entretejen en todas las capas de la sociedad. Puede ubicarse en una ciudad que puede ser cualquiera. Eugenia es una maestra construyendo personajes. Durruti, es el mandamás en un desarmadero de autos robados, un personaje con mucho poder a quien todos le temen. Es quien maneja los hilos. No quiere que nada se salga de su control, que ninguna acción rompa el equilibrio que él sostiene con sus pactos, como una torre de yenga, porque si se mueve una pieza, todo se puede derrumbar…
La novela toda es un desarmadero. Las piezas se van acomodando y desacomodando hasta que estallan por los aires y no parece haber salida. El trabajo certero con el lenguaje es impecable y se disfruta. 232 páginas en las que se suceden los capítulos cortos con un ritmo y una tensión que no sueltan al lector hasta el final.
Eugenia dice no tener un plan cuando escribe, lo va construyendo, como cuando lee.
—Desarmadero comienza con un epígrafe de Roberto Juarroz: “Todavía no sabemos qué forma del abismo es nuestra forma”. ¿Lo encontraste con la novela empezada, terminada o te acompaño desde el principio...?
— Apareció con la novela terminada. Juarroz es un punto de referencia para mí. En mi libro anterior, Inundación, también hay una cita de inicio de Juarroz, que tiene esa cosa de látigo. En uno o dos versos te condensa una cosa muy fuerte. Y estaba valorando diferentes citas en el último tramo. Había una que me gustaba mucho de Guillermo Martínez, que me parece que dialogaba con la novela, pero en algún momento me puse a revisar mi libro de Juarroz y la encontré. Dije: “esto era exactamente lo que yo sentía que transmitía esa historia”. Bueno, hay que ver qué dicen los lectores, pero si yo tuviera que resumir la historia, diría esa cita.
—Alguna vez comentaste que tus novelas parten de una foto. ¿Cuál es la foto que le dio origen a Desarmadero? Que si no me equivoco hay una escena en La tensión del umbral que podría ser esa primera foto.
—Sí. Había, más que una foto, una escena en movimiento de un tiroteo en un desarmadero. Eso era todo lo que yo veía mientras estaba escribiendo La tensión del umbral. En ese tiroteo, uno de los caídos implica para uno de los sobrevivientes una pérdida absoluta. Y después de esa pérdida absoluta solo puede venir la noche completa para todos aquellos que considera responsables. Pero yo no sabía qué era eso. Y lo dejé a un lado, como un montón de escenas que uno va postergando. Después, empecé a tirar del hilo, y en algún momento pensé que la novela estaba completa, y gracias a la ayuda de esos primeros lectores, que uno tiene cerca, que son hiperconfiables y donde yo reposo, me hizo ver que algo faltaba. Ahora cuando pienso lo que tenía escrito me digo a mí misma: “claro, cómo no vi que esto faltaba”.
—¿Y entonces cómo fue ese proceso?
—Entonces hubo todo un trabajo de volver a habitar ese espacio. Yo en general escribo largo y después saco mucho. Prefiero no estar vigilándome mientras escribo, cuidando que lo que escribo me satisfaga, porque si no, uno no escribe nada. No mido: voy, voy, voy. Y después paso podando. Y bueno, esta historia se tomó su tiempo para armarse y para desarmarse. También implicó trabajar un poco en el hueso. En lo más básico, sin agregados. Eso fue lo que yo quise hacer, después uno nunca sabe finalmente qué logró o qué no logró.
—¡Y vaya si lo lograste! ¿cuándo empezaste a escribir Desarmadero? ¿En qué momento?
—Es muy difícil rastrear eso. Habría que ver cuál es el origen. Si es esa escena de La tensión del umbral, en 2015. Pero no estuve siete años trabajando en Desarmadero, en el medio hay otro libro. Pero me parece que, si hay que tomar un tiempo original, es eso, como un desprendimiento, como si fuera el gajo de una planta que se desprendió de La tensión del umbral que cayó y tuvo que esperar…
– Hasta que prendió
—Sí. En algún momento dije “acá hay un brote”. Y entonces ahí empecé a regarlo, a cuidarlo, a tratar de que no haya yuyos, a mover un poco la tierra, a ver cuál es el mejor lugar de la casa para la luz que necesita... Pero sería muy difícil marcar un origen. Tampoco uno no sabe dónde está el verdadero inicio. A lo mejor mi cabeza viene masticando esa historia o esos hilos, esos temas, desde mucho tiempo atrás.
—La novela empieza con un diálogo muy impactante. ¿Cómo fue el proceso de trabajo con el lenguaje, con la oralidad, cómo fue el ida y vuelta con quienes te leyeron, para ajustar cada pieza?
—A mí el mundo se me presenta como sonido y como imagen. Tenemos muchas otras posibilidades de la percepción, pero fundamentalmente, el mundo primero es sonido y después imagen. Entonces estoy muy pendiente, incluso tengo un umbral muy bajo de soportar los ruidos, me resultan muy envolventes. Y entre esos sonidos están las formas de hablar de las personas. Me fijo mucho en eso. Después bueno, quién sabe si finalmente logro reproducir eso. Pero para mí es algo importante a tener en cuenta. Ver cómo suena. Mi trabajo de corrección es siempre una lectura en voz alta. En mis escritos, puede haber algo que esté “mal”, pero que suene bien. Y si suena bien, está bien para mí. Mis novelas hasta ahora tienen un cierto corte realista, y están habitadas por la gente que yo veo en la calle. Me parece que tienen que hablar, los personajes, como hablamos nosotros. Y en eso hay un trabajito, ver si me suena o no me suena. Es difícil dar cuenta de cómo se interrumpe, cómo uno se solapa, cuáles son los gestos del intercambio. Pero cuando uno lee escritores que tienen diálogos perfectos, yo digo “yo quisiera poder hacer eso”. Por ejemplo, Marguerite Duras, que tiene unos diálogos que vos decís “no puede ser”.
—Es muy interesante porque los personajes de Desarmadero se anuncian con su propia voz...
—Lo que me decís de la voz me hizo pensar en algo que alguna vez me dijo Fernando Fagnani, que es mi editor en Edhasa, cuando estábamos por publicar La tensión del umbral: “no todos los personajes merecen una voz”. Me lo estaba diciendo en un contexto muy concreto, sobre un personaje que no merecía una voz, y tenía razón. Pero a mí me quedó una regla para tener presente. Entonces, no solo para pensar en la escritura en sí, sino para pensar en relación a que la voz es muy importante. El modo en que hablábamos revela mucho de nosotros. Mucho más de lo que quisiéramos creer.
—En la novela hay mucha cuestión con lo vincular entre los personajes: Durruti, el nene, el chileno, Sarabia, Silvina, la negrita... La novela tiene una estructura muy interesante de encastre…
—En relación al encastre, la última parte del trabajo, con esto que decía de “yo voy, voy, voy”, y voy, además, sin saber qué va a pasar, a medida que voy escribiendo voy recalculando hacia dónde me lleva ese auto en esa ruta. Pero el trabajo final de corrección y ajuste implica un nivel de manía, para mí, cercana a la locura. El lugar donde escribo está lleno de papeles, con un cronograma día por día para no errarle en ninguna cosa. Es algo que hago al final, para ver los ajustes. También hago correcciones de otro tipo, hay siempre muchas cosas que yo no sé, pero particularmente en esta novela había muchas cosas que yo no sabía. Siempre está bueno tener a mano alguien que te pueda asesorar en un campo muy específico. En este caso tuvo que ver con ciertos circuitos administrativos de las fuerzas de seguridad. Sin embargo, cuando vos usás la palabra encastre, me hacés pensar, que hay un momento muy mágico para mí, que responde a lo misterioso y yo no podría jactarme de que eso es algo que hago yo, en el que las piezas encajan. Bueno, yo estuve aquí, yo me quedé trabajando, sostuve, seguí escribiendo, corregí, y ahora soy testigo de cómo todo eso encaja. Es algo de lo misterioso de la creación.
—Un tiempo de estar tomada por la escritura…
—Claro, eso es algo hermoso de la escritura, más allá de que eso se convierta después en un libro o no. Eso es lateral. En la escritura en sí hay un momento en el que uno empieza a ver que eso tiene una forma y que vive en ese mundo, e incluso en el mundo tan hostil y violento como el que propone mi novela. Eso me da a mí un placer de niña que juega.
—Tiene mucho ritmo la novela, y es clave el orden, todo encaja como un mecanismo, estos personajes son como piezas que van armando Desarmadero. En ese escribir, escribir, escribir, ¿reorganizás al final?
—En general yo escribo bastante en el orden en el que queda el libro. Es, sobre todo, sacar todo lo que sobra. Yo creo que los libros que más me gustan son aquellos en los que los autores y autoras están al servicio del libro, y no al revés. Que uno pueda quitar todo lo que haya que quitar, no importa que lo hayas escrito vos y te parezca muy bonito, si no le sirve al libro. Me parece que ese momento de corrección tiene que ser un momento de mucha humildad.
En el momento de la corrección pienso mucho que ojalá a alguien le pase lo que a mí me pasa con los libros que me atrapan. Yo sé que pase lo que pase puedo volver a casa y buscar un libro, por ejemplo, uno de Simenon, y ese mundo me va a cobijar. Me daría mucha felicidad que alguien encuentre eso en mis libros. A mí lo que me mata es cuando alguien me dice “agarré el libro y me metí. Estuve ahí un par de horas”.
—¿Te imaginaste alguna vez que escribirías un libro con los elementos del policial negro?
—No. Pero se ve que he estado yendo hacia ahí. En general no me imagino mucho hacia adelante. Es como un territorio totalmente desconocido. Si ahora me dijeras si me imagino escribiendo novelas románticas, te diría que no. Pero quién sabe. Si esa necesidad aparece, no voy a ser yo la que diga que no. O si me imagino escribiendo para niños. Me parece que, en mi forma de ver la escritura, o mi escritura, uno responde a un llamado. Como si respondiera a un llamado espiritual. Así como se presenta, ahí voy yo. Pero de todos modos no me parece extraña la elección del género, porque yo leo mucha literatura policial. Son escenarios que me son familiares.
—Es interesante que nombres una novela romántica porque me pareció que tienen mucha fuerza las relaciones (de pareja, familiares) que aparecen en el libro. Así que tal vez, mirá si sale de aquí. Tal vez a partir de ahora todas tus novelas se van encadenando.
—Sí, podría ser que se vayan encadenando. Hay varias relaciones afectivas, como para no cerrar, pero cercanas a lo de pareja. Que es algo que me parece que no había aparecido en mis libros.
—Otra cosa que también aparece mucho y que a mí me hace acordar a una frase que se le atribuye a Demócrito de Abdera, que dice: “todo está hecho de azar y necesidad”. Pienso que el azar en esta novela tiene un lugar muy fuerte.
—Sí. No conocía la frase. Se me ocurrió cuando la decías que es hermosa. Voy a tomar nota. Es una muy buena cita. Quizás por esa vieja idea de los cristianos, que la mirada de Dios puede abarcar cosas que nosotros no podemos. Se me ocurrió quizás lo que nosotros llamamos azar, sea necesidad, en otro orden. No lo sabemos. A mí me convocaba mucho y me convoca esa idea en torno a romper ciertas fantasías de que podemos controlar mínimamente las cosas que nos pasan. Y aparecen incluso construcciones narrativas espantosas y perversas. Gente que cree que una persona tiene cáncer porque no resolvió algo. Y además de que tiene cáncer le tirás la culpa porque no pudo resolver no-sé-qué-cosa. Cómo si no pudierámos percibir que vivimos en un mundo hipercontaminado, que comemos alimentos transgénicos… Tantas cosas. Esas narrativas, ponen en primer lugar la voluntad del individuo como si viviera en una burbuja de jabón de cristal protegido. Nosotros somos hojitas secas, arrancadas de cuajo, de un arbolito que ya se cayó al suelo, y andamos volando por ahí. Eso somos. Andamos a tientas. Me parece que la novela pone eso sobre el tapete, que a veces uno, si se ocupa de su pequeño mundito mínimo y dice “yo hago esto, hago lo otro”, pero afuera está viniendo un tsunami que es quizás un camión que te pisa en la ruta. O quizás el tsunami es más social, es más político, pero hay como una fantasía muy infantil. Infantil... está mal usada esa palabra. Me voy a corregir. Hay una fantasía muy inmadura, y no infantil, de creer que uno con pequeñas cositas, como un trabajo, un techo, una vida más o menos estable, está a salvo de los vendavales, y no estás a salvo. Ni aunque no salgas de tu casa. La pandemia nos dijo esto: “ahora vamos a hacer caer el velo para que vean la realidad”. Y hay mucha gente, diría que la gran mayoría, que ha tomado uno de los caminos que tomamos muchas veces sin querer, que es la completa negación: “Acá no pasó nada. Y hay otros que estamos en lucha para ver cómo se hace para seguir viviendo en un mundo del cual el velo cayó.
— También en ese punto, Durruti quiere tener todo bajo control. También la novela pone en jaque esa idea de control. Cada personaje con el sonido de sus pensamientos, en un punto totalmente solos ¿no?
—Que lindo que lo hayas oído. Yo los tengo así en mi cabeza. Para mí tienen existencia. Y como el terminar la novela no fue hace mucho, yo estoy todavía ahí. Las voces que oigo son las de esos personajes y todavía me pregunto dónde están, qué están haciendo.
Creo que estamos profundamente solos. Y no lo digo como algo negativo. Digo, hay algo de la propia intimidad que aún si uno ama mucho a alguien y es muy amado y tiene muy buenos amigos, todo eso llega hasta un punto. Después de cierta frontera, todos estamos en soledad. Y hay un núcleo duro que nadie conoce ni entiende. Ni uno mismo. Pero me parece que está bien eso. También ese es un espacio habitable. Algo que es solo de uno. Y que ni siquiera puede pasar por la matriz de la comprensión.
—Una vez dijiste en una entrevista “me gusta el policial que indagaba en el momento en el que alguien se asoma a un abismo”.
— Sí. A mí eso es algo que me pasa y no solo en el policial, me parece que ahí hay como una experiencia nodal, que todos vivimos en mayor o menor medida. Cuando aparece el abismo. Cuando se te queman las cartas. Y todo eso que parecía llanura y planicie firme, ves que no. El policial me parece que lo hace especialmente. La poesía también.
—¿Con qué sensación te quedaste cuando terminaste Desarmadero? Cuando ya estaba en imprenta…
—Todavía no caigo. Fui a la montaña a pasar unos días y en el camino había unos autos abandonados y dije “no puede ser”. Bajé y filme. Me daba una gran sensación de irrealidad. Y todavía hoy, cuando empiecen a llegar las devoluciones de gente amiga o gente que me conoce que ya lo leyó, que me dice algo. Para mí está todavía en el plano de esa pila de papeles arriba de mi escritorio. Siempre hay un período misterioso. Con todo eso que pasa en el medio de entregar un manuscrito y después venga una caja a tu casa con una cierta cantidad de libros, y que los amigos y la gente querida te empiecen a hablar de eso. En este libro también hay un agregado extra. Por supuesto Edhasa estaba trabajando en la tapa del libro y yo había visto la foto de Daniela Teggi que era extraordinaria muchos meses antes, sin haber terminado la novela supe que esa era la tapa del libro. Y cuando ya estábamos cerca del cierre del diseño, me animé a decir que esa foto estaba buena.
Y entonces este libro a la vez tiene una cosa rara que es la tapa, con esa foto, con esa profundidad, esas sombras, que además también estuvo en el momento de la escritura en mi cabeza. No siempre es así. Las tapas son algo que llega de afuera. Y acá por supuesto hay un trabajo de diseño pero gran parte de ese diseño es una imagen que para mí era muy significativa. Eso me da mucha alegría.
—¿Cómo es el vínculo con tus editores?
—Siempre lo digo, tengo editores de lujo. Gabriela Halac, de Ediciones Documenta, en poesía y ensayo, que me da todas las libertades de jugar, de hacer lo que quiero. Un trabajo hermoso. Y en el caso de las novelas como Desarmadero, tanto Anne Marie Métailié, mi editora en ediciones Métailié (en Francia), como Fernando Fagnani y Gloria Rodrigué, mis editores en Edhasa, siempre han sido muy respetuosos con mis tiempos. Habla de una visión de la edición que tiene muy presente el trabajo literario. Soy consciente de la enorme fortuna de los editores que tengo.
— ¿Alguna vez dijiste que te gusta más leer que escribir?
—Sí, claro. Totalmente.
—¿Y leés cuando escribís? ¿O el estado de escritura te lo impide?
—Yo leo. Tengo que leer por trabajo dos o tres libros por semana. Literatura. Y siempre trato de mechar uno, solo para mí. Que no quiere decir que los que leo por trabajo no me gusten. En una época me había puesto muy rígida, hace mucho tiempo, cuando escribí El colectivo, de no leer para que no intervengan las lecturas en mi escritura. Pero todo interviene. Interviene lo que oigo que dice mi vecino, interviene si el perro ladra o no. La música que escucho. Sería muy fantasioso creer que todo lo que ya está leído no juega en algún lugar, que yo lo controlo. Así que para qué privarme de lo que más me gusta hacer. Viviría con un poco de bronca hacia la escritura de una novela si no tengo que leer mientras. ¿Cuál es el chiste? Leer, no hay mejor refugio para mí.
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