“Hasta que una noche F.P. entró a la habitación cuando ya estábamos acostados y con la luz apagada. Yo dormía abajo, en una cama cucheta. Se sentó́ a mi lado y empezó́ a acariciarme, pasó su mano por todo mi cuerpo, se agachó y me besó el cuello, me tocó, me apretó́, iba y venía del cuello a los testículos. Me masturbó. Yo no entendía lo que estaba pasando, estuve todo el tiempo paralizado, en shock . Eyaculé. No grité, no pude. Cuando terminó conmigo pasó a la cama de mis otros amigos. No veía qué les hacía, como ellos no habían visto lo que F.P. me hacía a mí. La oscuridad del cuarto sólo permitía escuchar lo que estaba pasando, oler, presumir, esperar. Pero los tres sabíamos. Volvió́ a pasar. Una noche trabamos la puerta con un mueble para que no entrara. Al día siguiente nos castigó́ y nos dejó́ encerrados todo el día”.
La narración es de Claudia Piñeiro y pertenece a lo que vivió Sebastián Cuattromo cuando era un alumno del colegio Marianista de Caballito. Sebastián define al relato de Claudia como “un cross a la mandíbula”. “El varón devaluado”, así se llama el cuento, tiene nueve carillas e integra el libro Somos sobrevivientes, compuesto por ocho crónicas de abuso sexual en la infancia, narradas por un verdadero seleccionado nacional de autores.
Fabián Martínez Siccardi, escritor con varios títulos y premios literarios, se decidió a impulsar este proyecto cuando nadie sabía que en apenas meses caería la pandemia. Este jueves, Somos sobrevivientes sobrevivió como sus protagonistas y se presentó en la Feria del Libro.
La obra de casi doscientas páginas, publicada por Alfaguara en noviembre de 2021, se gestó como por acto reflejo y se replicó con efecto dominó. Martínez Siccardi, que trabaja como intérprete para organismos de Derechos Humanos, acudió una tarde de 2019 a hacer su trabajo con una ONG de Estados Unidos que había llegado al país para conocer el trabajo de otra ONG: Adultxs por los derechos de la infancia. Allí, en una ronda donde un grupo de sobrevivientes –personas que sufrieron abuso sexual en la niñez o adolescencia— contaban sus historias, Fabián hacía su trabajo con la piel erizada. Escuchaba sus historias y testimonios.
En cierto momento tuvo que frenar. Se levantó y salió corriendo. Dio la vuelta a la esquina y se largó a llorar. Lloró y lloró hasta que su cuerpo pudo volver a respirar con algo de normalidad. “Regresé a la ronda como si nada”, dice ahora a Infobae Leamos vía Zoom. “Cuando entré, conté que en mi entorno familiar se había vivido una situación de abuso, y que no era un sobreviviente porque no me había ocurrido a mí directamente, pero así me sentía. ‘Sos un sobreviviente, un compañero más’, me dijeron, y entendí que debía hacer algo con ello que me interpelaba claramente”. A partir de allí, muchas cosas cambiaron. En el Zoom, ahora, Sofía Rubino, 19 años, sonríe desde Tucumán. Ella fue abusada por su progenitor desde muy pequeña y hoy su caso también está narrado en Somos sobrevivientes.
El malestar como impulso literario
En el Zoom que armó la misma Sofía, la más diestra para manejar las herramientas tecnológicas, ambos están con remera rosa. “Cuando nos juntamos en las entrevistas salimos del mismo color”, dice Fabián antes de saludar y ríen los dos, mejor dicho reímos los tres. Acabo de conocerlos.
Respiramos, hacemos una pausa y Fabián explica cómo tomó conciencia de cuánto lo interpelaba encarar este trabajo: “Lo primero que pensé fue ‘Uf, ¿dónde me estoy metiendo? Y cuando vi que no podía aguantar el llanto y que salí corriendo a esconderme de aquella reunión, entendí que debía hacer algo. Llamé a Claudia Piñeiro, a quien conocía porque en 2013 fue jurado y me entregó el Premio Clarín Novela, y la invité a almorzar. Claudia no me dejó terminar de hablar. ‘Dale, estoy’, me dijo. A partir de ahí me armamos un seleccionado de cracks, autores de la reputísima madre”, se entusiasma Fabián.
Además de Piñeiro y Martínez Siccardi, autor del prólogo del libro, los relatos están contados por las plumas de Gabriela Cabezón Cámara, Sergio Olguín, Dolores Reyes, Claudia Aboaf, Félix Bruzzone y Juan Carlos Kreimer.
Los testimonios que construyen el relato
Sebastián Cuattromo hoy tiene 45 años y en la escena narrada por Claudia Piñeiro tenía 13. F.P. es Fernando Picciochi, religioso del colegio Marianista, donde Sebastián asistía como alumno en Caballito. Picciochi era el encargado de cuidarlos mientras los llevaba a una colonia de vacaciones. Fue condenado en forma unánime en juicio oral y público en 2012, por Casación Penal en 2014 y por la Corte Suprema de la Nación en marzo de 2016. Pero hoy está libre gracias a la ley del dos por uno.
Hace unos años, encontró trabajo como encargado en un edificio en Mar del Plata. Los vecinos lo reconocieron y lo hicieron expulsar por la administración -que lo consideró justo porque como encargado tenía acceso y poder sobre niños, adolescentes y personas vulnerables- y luego de que lo lograron, le avisaron a Cuattromo. El fundador de Adultxs por los derechos de la Infancia viajó a Mar del Plata junto con su pareja, Silvia Piceda, otra sobreviviente, a quien conoció al armar la ONG. Con Silvia se enamoraron y conformaron una familia.
La historia de Piceda también integra el libro. Ella es médica hepatóloga del Hospital Rivadavia y fue abusada en su adolescencia por un primo de su padre y por un amigo de la familia. Cuando lo pudo contar, su padre y su madre la escucharon y pasaron a otro tema como si nada hubiera sucedido. “Al día de hoy mi madre sigue diciendo que estaba en Bavia”, cuenta Silvia.
Desde que intentó hablar y nadie le dio cabida, Silvia guardó silencio. Mucho antes de conocer a Sebastián, había formado otra pareja con D.. Un día, estando ya separada pero compartiendo terreno con esa ex pareja, vino a visitarla R., la hija de D.. Le contó que al día siguiente iba a hacer la denuncia y que por eso venía a avisarle: D. había abusado de R. cuando tenía 11 años, la misma edad que estaba por cumplir Jazmín, la hija que Piceda tenía con D..
R. le contó que, durante dos años, D. se metía en la cama con ella mientras su mamá -la pareja que D. había formado antes de compartir su vida con Piceda- no estaba y la abusaba. Fue la llamarada que incendió a Silvia y la hizo levantar la alfombra y destapar toda su historia: buscar ayuda para salvar a su hija Jazmín, que pasaba largo tiempo con el progenitor, y convertirse en madre protectora como no lo fueron sus padres con ella.
Después de haber huido y de vivir clandestina para que D. no las encontrara -porque la Justicia obligaba a su hija Jazmín a revincularse con el agresor-, sintiendo el soplo del terror en la nuca, hoy la historia de Silvia cura, como cura ella en el hospital.
La huella implacable del abuso
Cuando era chica, Silvia quería ser actriz. “El abuso me cambió. Pasé a ser una niña recluida. Y eso que siempre fui rápida y pispireta. Pero cuando me crucé con un agresor, era una niña, y hubo un antes y un despué. En mi relación con mi cuerpo y con los demás. Pasé de querer disfrazarme y ser actriz a convertirme en una intelectual aislada y encerrada. Eso fue el abuso. Hoy que tengo 54 años lo puedo ver. Pero en su momento, borré todo y seguí con mi vida. Fue como poner un corchito para tapar un volcán. No sirve”, reflexiona Silvia.
Y a pesar de todo eso, o quizá por eso, Silvia sonríe. “Sonrío porque pude transformarme. Porque pude entender que la herida no es el destino. Mientras no tengas modo de hablar, de ser escuchado con amor y empatía, o de llorar, no tenés forma de salir del lugar de víctima. Por eso nos llamamos sobrevivientes. Fuimos víctimas. Pero ahora somos sobrevivientes y después nos convertimos en activistas, porque podemos ayudar a otros, dar testimonio y generar conciencia”, reflexiona.
“En nuestra vida tuvimos una herida y atravesamos un hecho traumático devastador, pero como no tuvimos una sociedad que nos haya permitido charlar, actuar o llorar, y tampoco nos ha permitido castigar al culpable de un delito, no sanamos. Pero hay que buscar las herramientas. Fundamos Adultxs por los derechos de la Infancia, donde nos escuchamos entre todos. Allí conocí a Sebastián y nos enamoramos”. Gira la cámara de la videollamada y Sebastián también sonríe.
“Este libro también es una forma de luchar. A Claudia (Aboaf) la llamo ‘mi escritora’. Estoy re contenta y re orgullosa con ‘mi escritora’. Su actitud es de absoluta entrega. Ella vino con nosotros cuando le presentamos el libro a Alberto Fernández en el Día Internacional de la Lucha contra el Abuso sexual en la Infancia y él se comprometió a trabajar por el tema. Claudia Piñeiro también nos ayudó. Le hizo llegar una carta”, cuenta Silvia.
Cuando el silencio ominoso queda atrás
El relato de Aboaf, basado en el caso de Silvia, finaliza de forma espeluznante. D. sigue viviendo a dos kilómetros de su casa, sin condena. Y surge, inevitable, la pregunta sobre el miedo. “El miedo convive con nosotros. Pensarme grupalmente me sacaba del lugar de terror. La suerte de la infancia es la suerte de la aldea. Con Sebastián salimos a construir esa aldea, lo colectivo”, responde Piceda.
Aboaf asegura: “Conocer a Silvia fue una oportunidad. Su desesperación como madre y ver cómo su hija Jazmín está involucrada ha sido muy conmovedor. Uno no sale igual después de narrar esta historia. Atarse a una historia dolorosa sacude mi experiencia como feminista. Por haber militado en el feminismo me atrevo a decir que el 70% u 80% de las mujeres han sufrido abusos o microabusos. Unx se espeja, se siente parte. Narrar ha sido atravesar el dolor del otro y sentir que unx está activando para otrxs. Unx puede afirmar que ha sobrevivido a una experiencia de abuso cuando la comparte y le pone palabras. Cuando deja atrás el silencio ominoso. Como escritora he sido algo así como un médium de su historia, aunque usando los recursos de la ficción”.
¿Y las secuelas? “Cuando te toca, el abusador te imprime una carga energética que no te corresponde para nada y, al no poder trabajarlo, cargás por años con mucho rechazo al cuerpo. Por ejemplo, en mi adolescencia engordé diez kilos. Otras chicas a esas edades desarrollan cuadros de bulimia o anorexia, o consumen sustancias. Hay algo muy pesado que te pasó y además la sociedad te dejó sola o solo. En mis padres nunca vi un gesto de enojo a los agresores. Mis adultos no me cuidaron ni salieron a defenderme”, reconstruye Silvia.
¿Qué sucede con esas heridas? ¿Causan resentimiento? ¿Más dolor? “En general, los adultos que no supieron defender en su momento, pasan los años y tampoco saben cómo hacerlo. Para encararlo, tendrían que hacer un gran trabajo. Nosotros no trabajamos con los adultos o agresores que no nos protegieron. No creemos en el olvido ni el perdón. Con respecto a mi vieja, asumo el dolor que me produjo y produce. Asumo esa vulnerabilidad que me da no tener imagen de protección. Es diferente a decir ‘la culpo’ o ‘estoy llena de odio’. Es asumir el vacío que ha dejado en mi infancia. Pero tu verdad o tu valoración personal no se puede jugar en lo que esperás de tus padres o del entorno que te negó. Si es así, estás en riesgo. La clave es hablarlo con pares que te entiendan. Abrirse a lo comunitario”, describe -y casi prescribe- Silvia.
“El abuso no se estetiza, no se convierte en un elemento literario. No interesan los detalles del hecho en sí, sino lo que le sucede a la persona cuando está sujeta a un hecho así”, dice Martínez Siccardi
La crudeza y la reparación
Las historias plasmadas en el papel no afectaron a todas las duplas por igual. A Dolores Reyes, novelista, docente y autora de Cometierra, le tocó trabajar con una abuela cuyo progenitor la desvirgó. Dolores es muy sincera. “Cuando le mandé la versión definitiva del texto me confesó que no estaba preparada. Que lo leyó y se derrumbó. Que tuvo que reforzar terapia. Para mí fue terrible también. Mucho más duro de lo que esperaba. Además, sentí que si hacía bien mi trabajo, y aun sin caer en el golpe bajo ni revictimizarla, para ella también iba ser muy conmovedor”.
Reyes y el resto de los autores cedieron las regalías por derechos de autor para ayudar la ONG Adultsx por los derechos de la infancia. “Fue como un resarcimiento. Sentir que uno también puede aportar desde ese lugar. Pero uno queda triste, pensando sobre todo en la niña que había sido mi víctima. Me acuerdo que en un momento me dijo: ‘Yo tenía 13 años y 13 años de los de antes’. Era una nena. Hacía poco había empezado a menstruar”, cuenta la escritora.
Sebastián Cuattromo rescata un punto de vista particular a raíz de la narración de Claudia Piñeiro. “Yo admiro a Claudia como lector y como ciudadano, pero no la conocía en persona. Cuando me dijeron que ella iba a contar mi historia fue una alegría. Tuvimos el primer encuentro en un bar y otro diálogo en pandemia de modo virtual. Me sentí muy contenido en la escucha, muy acompañado y muy comprendido. Y cuando leí el relato sentí un gran impacto. Al leerla vivencié esa suerte de calvario que sin duda atravesé en mi adolescencia”, dice el protagonista de la historia.
“Eso de ‘el varón devaluado’, que está en el texto y quedó en el título del cuento, me parece muy acertado. Lo veo en varones de todas las generaciones. Ser varón y haber sido víctima de abuso sexual en la infancia para muchas generaciones de varones todavía acarrea grandes problemas. Entre otras cosas, por el solo hecho de poder pensarte y permitirte a vos mismo y sentirte una víctima”, describe Sebastián.
Una parte de relato de Piñeiro refiere a los cantos en la cancha de San Lorenzo, a donde Sebastián Cuattromo iba como hincha fanático:
“Todos con el culo en la pared, llegó el Bambino, largue todo y agarre a su hijo que llegó el Bambino y se lo va a coger’. Yo fruncía los glúteos, los apretaba, como si eso me fuera a proteger de algo que ya me había pasado. Pensaba en mi viejo. No me agarró mi viejo como pedía la canción, no me protegió, él no sabía . ¿Tenía que saber?, ¿se podía haber dado cuenta? ¿Y mi vieja o mis hermanas? Prefiero creer que no. Un día de tanto hacer fuerza casi me hago pis encima”.
Sebastián reflexiona serio, ya sin sonrisas: “Sentí mucha ternura y compasión por ver en el relato todo lo que ese pibe que fui sufrió: con la sociedad en general con el caso del Bambino Veira como emblema y en aquel colegio (Marianista). Todos esos ámbitos eran centrales en mi vida”.
Claudia Piñeiro, destacadísima autora, prolífica, comprometida y premiada, suma su voz: “Como autora y como persona, desde el momento en que Fabián Martínez Siccardi me compartió el proyecto sentí que los autores teníamos que funcionar como un canal. Alguien que recibe una historia que otra persona no cuenta y que la va a referir a través de nosotros. Hay una posibilidad de la escritura que no se le da a todo el mundo, o que si se le da, a lo mejor después lleva ese trabajo y no se lee. O se lee más con la firma de alguno de nosotros”.
“Sebastián me mandó mucho material para leer pero lo que más me importaba era su propio relato. El cuento opera sobre lo que a él le faltó: que la Justicia se hiciera cargo, que reconociera lo que le había pasado, que se hiciera Justicia. En el texto hay una búsqueda de reparar esa falta de justicia durante tantos años”, reflexiona la autora de Elena sabe.
La importancia de tener voz
Con la frescura que le da la tonada tucumana, Sofía Rubino -Rubino es el apellido de la madre y el que va a tramitar como su apellido definitivo para eliminar el de su progenitor abusador- cuenta que cuando le contaron del proyecto estaba escribiendo una autobiografía con la ayuda de una amiga. “Me llamaron de la ONG y me dijeron que estaba la posibilidad de hacer este libro y que un escritor profesional iba a narrar mi historia. ‘Es lo que quiero. ¡Que se escuche mi voz!’, me largué a llorar en el teléfono”, cuenta ahora por Zoom.
Martínez Siccardi, el autor a cargo de su historia, siempre tuvo bien claro el método de trabajo: “El abuso no se estetiza, no se convierte en un elemento literario. No interesan los detalles del hecho en sí, sino lo que le sucede a la persona cuando está sujeta a un hecho así. Ojalá que haya más proyectos en que los escritores tomemos la voz y la causa de otros para hacer lo que sabemos: usar las palabras. Abrimos un canal que no para de expandirse. Es lo mágico que tiene este libro. Significa un momento feliz dentro de una historia que no es necesariamente feliz”, sostiene.
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