Profesora de inglés traductora certificada, escritora. Eso dice, a grandes rasgos, el CV de Fernanda Trías, nacida en Montevideo, Uruguay, en el año 1976. Escribió varios libros y obtuvo premios. Su última novela se titula Mugre rosa. En la Feria del Libro dialogó con Hinde Pomeraniec en el stand de Leamos. A continuación la charla que mantuvieron bajo el título “Cuando el apocalipsis llega a la literatura”.
—Sos uruguaya, viviste en Argentina, vivís en Colombia y fuiste premiada en México. ¿Te considerás una autora latinoamericana o una autora uruguaya?
—Me siento uruguaya por la tradición, eso te acompaña siempre incluso en contra de tu voluntad. Y también me siento muy cómoda en la tradición de escritoras uruguayas. Sin embargo, yo desarrollé esa identidad latinoamericana... Hay gente a la que no le gusta nada pensar lo latinoamericano como una unidad, porque dentro de eso hay muchas identidades, y a la vez parece una gringada eso de pensar Latinoamérica como una sola cosa. Pero no hay otra palabra en el lenguaje que me permita definirme, incluso en mi acento. También se me ha ido colando mucho del imaginario de distintos lugares de la región.
—Hablando de las historias, además del lenguaje: en Mugre rosa, vos ya no vivías ahí pero aparece una suerte de Montevideo. Viviendo en Colombia, ¿te cambia también la imaginación?
—La primera novela que publiqué es La azotea, ahí yo todavía era muy uruguaya, no había vivido afuera. Después en mi periplo por distintos países me fue cambiando el imaginario, los intereses, los temas de los que quería hablar, y llegó un punto en el que necesité volver a Uruguay con la imaginación. Yo en mente tenía Montevideo, pero hacía el recorrido imaginario, no importaba si me fallaba la memoria. Todos los uruguayos me dicen que la novela es muy uruguaya, pero yo le veo mucha influencia de Colombia. En lo que estoy escribiendo ahora creo que se va a notar más la influencia colombiana; hay como una violencia estatal que no es muy uruguaya, que creo que no lo hubiese escrito de esa manera si no fuera por la experiencia colombiana. Luego, una especie de absurdo burocrático y todo ese control, esto fue antes del control sanitario por la pandemia.
—Por el tipo de tema, de una ciudad portuaria adonde llega una peste y quedan enfermos, sin alimentos, en esto tan apocalíptico, al mismo tiempo hay una exuberancia que podría tener que ver con Colombia.
—Puede ser. Me gusta dejar que la influencia haga lo suyo. Me gusta dejarme influir e ir generando esa mezcla como en el caldero de la bruja, porque eso soy. Yo me fui en 2005 de Uruguay, esa misma mezcla me define.
—¿Qué leés mientras escribís?
—Voy buscando libros que me inspiren, ahora empecé a leer un ensayo sobre la lectura de Tamara Kamenszain, me encanta que dice que a ella le gustan los libros que la impulsan a cerrarlos e ir a escribir. Me identifiqué mucho con eso. Trato de buscar libros que por el tema o por el trabajo con el lenguaje me pueden impulsar a escribir. Voy haciendo una red de afinidades temáticas o de lo que me hacían sentir los libros, cómo trabajan la atmósfera. Después, mis amigos que saben que estoy escribiendo me recomiendan lecturas.
—La relación del personaje con su marido, es importante en la novela pero no es lo central. ¿De dónde sale esa historia dolorosa de un hombre enfermo crónico, internado?
—Estaba pensando en las relaciones codependientes y en la imposibilidad de romper una cosa… la relación es enferma crónica. Él es un personaje misterioso, no se sabe si es un genio o es un chanta absoluto. Ahí hay algo de los apegos feroces, ese término lo describe muy bien; tanto con la madre como con Max, ella tiende a establecer ese tipo de relaciones que no se sabe hasta dónde es amor o apego enfermizo. Y parte del camino de ella es ver si logra romper con eso o no.
—Pensaba cómo me impactó el momento en que la protagonista encuentra comida...
—Esas latas de comida también son parte de la alimentación de mi infancia, pero pensaba que en esta catástrofe ambiental que viene del río, se ven afectados los peces. Los peces son lo que primero desaparece, y en un país donde los pescados son tan importantes, es tocar algo muy de la identidad nacional. Luego pensaba que las latas de atún se pueden almacenar mucho tiempo. Tuve la imagen de la protagonista abriendo esa lata de atún, y con todo ese olor marino, que también es el olor de la muerte, de todo lo prohibido, lo tóxico, de lo imposible, de lo que nunca va a hacer, le sube a la nariz y al mismo tiempo que va comiendo, le dispara todos los recuerdos de la infancia, la sal, el mar, y empieza a hacer una cadena de asociaciones que yo también tengo asociada a mi infancia.
—¿Qué te pasa cuando te sentís en medio de una tradición de escritoras latinoamericanas tan potente como las que tenemos hoy en plena producción?
—Me encanta, porque yo llegué a vivir lo que es haber publicado y tener muy poca compañía. Todo empezó a mejorar mucho cuando las autoras latinoamericanas empezamos a publicar más, y empezamos a leernos, a construir redes de intercambio de lecturas, opiniones. Solo con el hecho de poder leernos cambió mucho el panorama. Me siento afortunada de estar en dialogo con estas escritoras.
SEGUIR LEYENDO