Como si tuviera una campana de silencio, en medio del ruido de la Feria del Libro, el stand de Infobae Leamos desbordaba de personas concentradas y en silencio. En el escenario, una mujer leía. Leía y lloraba. Era -algunos la conocían, otros la descubrían allí- Camila Sosa Villada. Y lo que estaba leyendo era un relato autobiográfico.
Empezaba así:
A finales de noviembre del año 2008, Don Sosa y La Grace viajaron al santuario de la Difunta Correa en Vallecito, a menos de cien kilómetros de la ciudad de San Juan. Todavía no había amanecido cuando La Grace puso en la canasta de mimbre el termo con agua caliente y el equipo de mate, los scones que había horneado el día anterior para comer durante el viaje, los sánguches de milanesa, la conservadora de frío con gaseosa y unas latas de cerveza para Don Sosa, y, dentro de su cartera, una medalla de plata que me habían dado en la escuela por ser buen alumno.
A “La Grace” la habían humillado en la iglesia, no la habían dejado comulgar porque “estás viviendo en concubinato”. Pero no era por eso que iban sino a pesar de eso que iban. Tenían un motivo poderoso. Leyó Sosa Villada:
¿Qué fueron a hacer Don Sosa y La Grace a ese lugar, después de atravesar un desierto completo en un descascarado Renault 18, casi a finales del 2008? Fueron a pedir que su hija travesti encontrara un mejor trabajo. ¿En qué trabajaba su hija travesti? Era prostituta, por supuesto.
La de Camila Sosa Villada es una voz que empezó a concitar atención y admiración en el último tiempo. Viene de ganar, en 2020, el premio Sor Juana en la Feria del Libro de Guadalajara. Sus libros se reeditan y se venden mucho. ¿Qué cuenta? Mucho de ese universo travesti, de la agresión y del dolor pero también de la solidaridad y la alegría. La mugre y el glamour, con una lucidez que golpea.
Los padres tenían motivos para preocuparse. Leyó:
Ellos no lo sabían, pero en el invierno de ese año, dos clientes habían desmayado a su hija asfixiándola y le habían robado todas las posesiones de su pobreza: un televisor antiguo que había perdido el color, un dvd prestado, un equipo de música y el cargador de su celular. También los cuarenta pesos que tenía en la cartera. La habían atado con su propia ropa mientras se encontraba desmayada y, amenazada con un cuchillo Tramontina, la habían cogido ambos ladrones, sin violencia, pero durante toda una larga noche. Al amanecer los pasó a buscar un taxista amigo y ella quedó maniatada y humillada en su cuarto de pensión.
Camila lloraba y en el público lloraban muchos. Una señora de pelo corto cruzó el lugar y se acercó al escenario para darle un paquete de pañuelos de papel. Para ir secando las lágrimas.
La plegaria tuvo efecto:
Tres meses después, la hija travesti de Don Sosa y La Grace, o sea yo —en la escritura es inútil disfrazar una primera persona porque los escritos comienzan a enfermarse a los tres o cuatro párrafos—, estrenaba Carnes Tolendas. Porque además de gustarme ser puta, me gustaba el teatro.
“Gracias, Difunta Correa”, el relato que leyó Sosa Villada, es una historia de dolor pero también de resurrección. Camila hace teatro, le va bien. Como querían los padres, tiene un trabajo mejor. Lee:
Y, por lo visto, funcionó, porque como Mamma Roma dije «Addio, bambole» y me fui de la prostitución meneando el culo a vivir del borderó y no del bolsillo de un cliente.
¿Era lo que necesitaba? ¿Fue un milagro de la Difunta? ¿Era mejor ser actriz que prostituta? No lo sé. Pienso que no tenía talento para hacer dinero con mi culo. Era crédula y pajuerana, me costó afilar el olfato, no tenía tetas, era lo que se dice un desastre de puta. Y era melancólica y sufría porque era joven y era carne para la desesperación.
Camila estudió Comunicación y Teatro en la Universidad Nacional de Córdoba, fue prostituta, mucama y vendedora ambulante. Es actriz, y en teatro hizo Carnes tolendas, retrato escénico de una travesti.
Publicó el poemario La novia de Sandro, una autobiografía titulada El viaje inútil, y el gran éxito de Las malas. Su último libro de cuentos es Soy una tonta por quererte, del que la autora es parte “Gacias, difunta Correa”.
Al final, cuando después de más de 20 minutos tensos y emotivos, Camila termina, agradece, por fin sonríe, varios la abrazan y se abrazan. Se forma una fila para pedirle que firme libros, que se saque fotos, hasta que mande un saludo por audio. Tarda un rato en recomponerse: no es cualquier cosa ponerse así sobre el escenario. Algo profundo acaba de pasar en este espacio de silencio en la Feria del Libro de Buenos Aires.
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