No toda la gente reaccionaba de forma agresiva ante la desfachatez de Clara, pero después de varias discusiones poco afortunadas, comenzó a desarrollar una profunda desconfianza frente a las palabras. Una desconfianza que se le volvió familiar y a partir de la cual, poco a poco, empezó a reconocer su propio lenguaje. “No estoy siendo clara”, se dice muchas veces cuando trata de comunicarse sin lograrlo, o cuando trata de armar una idea lineal en su cabeza, y ésta es, probablemente, la única construcción lingüística que considera atinada en esos casos. Clara detesta ser un adjetivo y en particular ése que le resulta tan ajeno.
Quizá por eso le sorprende que la hayan contratado como editora y, aún más, que haya mantenido el puesto. Su discurso es intermitente: requiere mucho tiempo para encontrar las palabras adecuadas y, en la mayoría de los casos, apresura las pausas que incomodan a su interlocutor con un neologismo que condensa sus necesidades y le evita discernir entre una palabra y otra. Así ha llegado a formular engendros como calornoso (por calor y bochorno) o extravolar (por extrapolar y valorar); oraciones como “estoy un tanto circunspecta” y “no brindo porque me bebo”. Este suicidio léxico o gramatical tiene lugar casi siempre cuando está cómoda; en situaciones más formales, en las que se espera que responda y resuelva, que establezca prioridades o dé opiniones concretas, se desata en su cabeza una batalla entre su impulso (des)articulador y su esfuerzo por mantener las formas. En el mejor de los casos, el resultado es la emisión de monosílabos más bien crípticos, o bien una perorata incomprensible que se desdice, zigzaguea y se repliega hasta volver al punto de partida. La mayoría de las veces, la contienda se resuelve en una expresión inoportuna que barre con cualquier amago de normalidad y detona miradas de complicidad entre los otros.
Tampoco entiende cómo es que mantiene ese puesto, porque de los libros que lee retiene muy pocos episodios. En ocasiones olvida el argumento completo y es incapaz de recordar, las más de las veces, datos biográficos de los autores. Mezcla títulos, épocas y personajes. Cuando se empeñan en hacerla recordar una historia, suele tener la sensación, a medida que se la relatan, de saber lo que sigue, pero es sólo la huella de la lectura, sin el referente de aquello que la generó. Muchas veces se regodea en ese rastro, en la modificación que se genera en su ánimo y los estímulos olfativos que evoca. Aun así, es incapaz de reconstruir las acciones y recordar el argumento, incluso con el empujón que le ofrecen. Su despliegue de erudición, por tanto, es nulo.
En las conversaciones que sus colegas, hombres todos, establecen en el descanso de la escalera de servicio cuando salen a fumar, Clara se mantiene al margen. No sólo porque no fuma, sino porque, aunque intenta estar alerta a lo que dicen, pronto se aleja prendida de una frase que le sugiere muchas otras vías que no están en discusión. En general esto pasa desapercibido para los demás, que pueden pasar horas tirándose nombres, títulos y datos curiosos a la cara hasta que queda establecido entre ellos, los editores, quién es el más docto, quién el más ingenioso o el más elocuente. Clara no entra en esas eliminatorias porque no participa de la discusión, pero quizá también porque a ella ya le asignaron un adjetivo hace treinta años. En cualquier caso, a nadie parece importarle su opinión. Nadie le pregunta y ella, de todas formas, no sabría responder en los mismos términos. Cuando está de ánimo, para tratar de frenar la rebatinga de créditos y reorientar la conversación hacia cosas menos almidonadas, cuela algún comentario que suele pasar por burdo: “A toda madre Huysmans y Foster Wallace, ¿pero vieron que la señora de los tlacoyos ya no se pone los martes?” Las más de las veces, sin embargo, cuando todos terminan de fumar, Clara vuelve en silencio a trabajar a su oficina.
—Las mujeres pensamos distinto —le había dicho un día su madre cuando, por hacer conversación, Clara le contó su frustración respecto de las dinámicas de la oficina—. Las mujeres incorporamos; cuando nos gusta algo lo incorporamos, me entendés, ¿no? Sea un dedito, un pene o un libro entero. Por eso después es tan difícil decir de dónde vino, porque ya lo hicimos nuestro.
—Lindo florilegio de penes tendría yo a estas alturas según tú —había bromeado Clara, y su madre había reído a carcajadas sin decir si reconocía lo absurdo de su propio comentario o sólo celebraba el ingenio de su hija.
De cualquier manera, sabe que no puede sostenerse mucho tiempo de ese trabajo, que tarde o temprano también esa liana va a cortarse. En realidad, sabe muy bien que no existe tal cosa como una liana a la que pueda aferrarse, pero siente que si no se sujeta a algo, se va de boca. Piensa en Mariano. Con él, cree, hubiera podido abandonarse, dejar caer todo el peso de su cuerpo y estar segura de que nunca tocaría el suelo; la verdad es que Mariano no habría tenido que sostener nada, porque Clara era cada vez menos Clara.
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