Jorge Fernández Díaz publicó Una historia argentina en tiempo real en mayo de 2021. Pero, pandemia mediante, recién podrá presentarlo en la Feria del Libro este domingo a las 23, junto a Marcelo Birmajer y Gonzalo Garcés, en la sala José Hernández.
En su momento, dijo que se trataba de su libro “más personal”. Una reflexión sobre la política nacional que parte de una juventud en la izquierda y vira a una manera de pensar diferente. Un tránsito que, contó, fue doloroso y en el que perdió amigos.
Aquí, el texto:
Primera parte
Un asunto personal
Crónica íntima de un viaje doloroso
La mujer no me quitaba los ojos de encima. Estábamos en Cosi Mi Piace probando una pizza a la italiana, en un ambiente relajado y con luces suaves. Verónica y yo hablábamos, para variar, de política argentina, de cine clásico y de literatura, y aquella extraña dama se ubicaba a tres mesas de distancia, rodeada de dos cincuentones de buen ver. La mirada era tan penetrante e insistente que me cortaba el hilo de la conversación. Supuse que se trataba que podía descifrar mis labios sin necesidad de oír mis palabras.
Era sábado por la noche en Palermo Soho, y acabábamos de entregar al diario mi artículo dominical: después de tantos años, la tarea de escribir una columna de opinión cada semana me parece tan extenuante como subir el Himalaya, y aunque luego duerma una hora de siesta, es difícil que no arrastre mi cansancio hasta los límites de la cena. Siempre creo que es una tarea ciclópea y que se encuentra muy por encima de mis posibilidades: pensarla me lleva buena parte de la semana; escribirla y pulirla con obsesión de prosista, más de diez horas. Ser un “escritor público”, como se les decía en el siglo XIX a los ensayistas de la prensa, nunca había figurado entre mis planes: me entrené desde los doce años en la carpintería del cuento y la novela, y desde los diecinueve también en el periodismo narrativo.
Fui, es cierto, un lector voraz de la historia política, pero jamás soñé siquiera con transformarme en un articulista de ideas. Articular argumentos a mí me resulta mucho más difícil que narrar hechos y escenas, e infinitamente más complejo y laborioso que entretejer análisis con información. Hacerlo cada siete días, y lograr un estilo propio y una cierta originalidad y una determinada elocuencia, es más difícil que jugar ajedrez olímpico. Cuando acabo la tarea, cada sábado, y luego cuando al día siguiente intento leer la pieza con una determinada objetividad, siento invariablemente que fracasé. Y pienso que debería dejarle mi lugar a alguien más dotado. El martes pienso que habrá revancha, y que quizá tenga suerte la próxima vez y consiga algo; es el cobayo en la ruedita vana e interminable del razonamiento político, que en la Argentina siempre resulta circular.
La pizza estaba deliciosa aquella noche en Cosi Mi Piace. Pagamos la cuenta y buscamos la salida. Mientras avanzábamos hacia la puerta, sentía sobre mi espalda los ojos de rayos equis de la mujer que nunca había apartado la vista de nosotros. Al salir a la vereda, paré un taxi y con el rabillo percibí que la desconocida salía corriendo del restaurante y se me acercaba por un costado. Ya tenía la puerta abierta del coche, cuando ella estuvo junto a nosotros: la mirada encendida en la noche, un papel en la mano. Le sonreí con cortesía y agradecimiento: tener lectores es una bendición para cualquiera. Creía sinceramente que me pedía un autógrafo o que me dejaba una carta personal. Se trataba más bien de lo segundo: “Esto es para vos”, dijo con voz afable. Tomé el papel y le agradecí mucho, pero ella se dio vuelta y regresó velozmente al restaurante. Subimos al taxi y al desplegar el mensaje leí en la penumbra: “Es una pena que te hayamos perdido. Espero que tu sueldo como gorila te permita enriquecerte. Me apena no poder leerte más”.
2
Las verdades más hondas y dolorosas nos caminan silenciosamente por dentro durante años, y de pronto pegan un grito y nos despiertan. Obligado a buscar esas raras epifanías me detengo en los epílogos de los fastos del Bicentenario, cuando Néstor y Máximo Kirchner hacen sobremesa en Olivos y el padre pronuncia su frase decisiva: “Les ganamos la batalla cultural”. Casi dos años más tarde, en las celebraciones por los doscientos años de la creación su extenso luto de viuda, y arenga a sus “soldados” con un grito de guerra: “Vamos por todo. ¡Por todo!”. Se trata de dos jactancias famosas, siempre alrededor del revisionismo histórico, pero que contienen un sentido mucho más amplio: habían logrado desde el poder y la gloria imponer una nueva historia oficial sobre el pasado y sobre el presente, y se disponían a avanzar con el Estado militante sobre todas las cosas. Al leer en un suelto la reflexión de Néstor sentí que algo invisible me electrocutaba, y que de una manera absurda y quizá narcisista yo era convocado a esa misma batalla cultural, pero en la dirección contraria y en tensión con el nuevo relato que pretendían imponer. Se trataba de un deseo íntimo, irrefrenable y muy poco conveniente: todavía pertenecía al cuerpo profesional del diario La Nación y aquel propósito desmesurado parecía más la prerrogativa de un pensador externo que de un simple y equilibrado editor periodístico. Es por eso que en los primeros tiempos debí separar muy cuidadosamente mi labor rutinaria de mis columnas de opinión, como si se trataran en efecto de dos deportes diferentes: la praxis del periodista de datos y el oficio del escritor de ideas. La realidad tuvo un espectacular vuelco con la muerte del líder y con la brusca radicalización de su esposa: al final ese grito modulado en el palco de la ciudad de Rosario me dejó con la boca abierta. Todos recordamos qué estábamos haciendo cuando derribaron las Torres Gemelas o cuando recibimos las primeras noticias del infierno de Cromañón. Con idéntica nitidez me recuerdo a mí mismo en la antigua redacción de la calle Bouchard observando atentamente la pantalla, y viendo más allá. Tardé mucho en decodificar las imágenes que volvían de mi infancia y de mi juventud, pero todas ellas me atravesaban a gran velocidad como si estuviera en una situación límite. Desde el inicio algo muy profundo me unió a la experiencia kirchnerista, y este texto intentará probar hasta qué punto el problema viene de muy lejos y toca efectivamente mi vida entera.
Un compañero de la radio que solía oír mis soliloquios políticos lo tradujo a su propia autobiografía ideológica: “De joven yo era trotskista –me dijo–. Cuando crecí me di cuenta de mi equivocación y al madurar agradecí al cielo que hubiéramos fracasado, porque esas ideas nos conducían a una sociedad tremendamente autoritaria. Lo que te pasa a vos es como si ahora de repente a mí se me apareciera de la nada un presidente electo que ordenara erigir bustos de Trotsky en todas las esquinas y decretara como texto obligatorio La revolución permanente en escuelas, institutos y facultades, y como si me tocara el hombro y me dijera: ¿Te acordás, hermano, en lo que creíamos? ¿Recordás que lo dejamos caer porque no era posible? Bueno, nos equivocamos. El sueño está de regreso, vení conmigo”. Mi compañero negaba con la cabeza: “Una verdadera pesadilla”.
3
Ese llamado de la selva había tenido éxito entre muchos de mis amigos de siempre. Ex peronistas tradicionales que habían roto el carnet, ex setentistas que se habían mudado a nuevos partidos o al librepensamiento, pero también “independientes” que eran usualmente críticos de Perón e incluso indiferentes a la política en general, y ahora aprendían con prisa y enjundia las estrofas de la marchita para entonarla en las reuniones y en los cumpleaños de Barrio Norte, Flores, Caballito, Belgrano y Palermo Hollywood.
Algunos de ellos, con sus identidades ocultas por la prudencia y el cariño, desfilarán por estas páginas confesionales. Pero a fuerza de sinceridad, este asunto no comienza con estas bruscas y cercanas cooptaciones, sino que involucra directamente a mi propia familia y viene del mismo sitio remoto de donde surgieron los abuelos malqueridos de la Pasionaria del Calafate: las lejanas y verdes aldeas de Asturias.
Mis padres emigraron durante la sufrida posguerra civil española, y arribaron a la Argentina del primer peronismo. Mi madre, en 1947, fue a dar a la vieja casa de Emilio Ravignani 2323, donde residían sus tíos paternos. El tío Marcelino era un español que hacía todo lo posible por parecer un elegante caballero argentino. Había logrado borrar completamente su acento, y le tenía prohibido a su hermano Mino tocar la gaita en el patio; no quería que los vecinos de los alrededores supieran lo que ya sabían: que éramos hijos recientes y plebeyos de la Madre Patria.
Mino abría la trampa del sótano, bajaba las escaleras y se encerraba en ese húmedo subsuelo para ejercer de manera inaudible su arte folclórico. Encarnaba en sí mismo toda una metáfora de esa clandestinidad que vivíamos puertas adentro. Para Marcelino ser español era burdo. Ser argentino, en cambio, le parecía distinguido y prestigioso. Entre nosotros, hablábamos un castellano salpicado de bable, que en el colegio León XIII me convirtió en centro de burlas y en blanco de palizas, por lo menos hasta que mi madre me conminó a aprender judo.
(...)
Fue la última generación caudalosa de la inmigración europea, y cargó soterradamente con una serie de desprecios. Lo cierto es que yo me sentí durante mucho tiempo alguien “distinto”, con una familia y unas costumbres “pobretonas” que no encajaban con la “normalidad” de mis compañeros de escuela, cuyas familias se ubicaban en una escala social superior y pertenecían rotundamente a esa patria enaltecida. El ansia por ser rápidamente argentinos provocó en muchos inmigrantes una sucesión de operaciones inconscientes. La primera fue admitir como dogma aquella broma según la cual únicamente “descendíamos de los barcos”, una forma fallida de conjurar la carencia de alcurnia.
Con esa amputación borraban de un plumazo a familias de vasta y riquísima crónica en el Viejo Continente y se asumían como flotantes huérfanos de apellidos ilustres y de categoría. Luego sucedió con algunos de nosotros lo que ocurre en cualquier latitud de copiosa inmigración: pretendimos integrarnos al “ser nacional” por la simple vía del nacionalismo.
Aquel peronismo tenía, para colmo de males, la astucia de defender estilos literarios que a mí me resultaban sumamente cercanos, como los llamados “géneros menores”: novela policial, novela policial, melodrama, historieta y tango. Esa ocurrencia de la izquierda peronista, cruzada con la cultura pop, reivindicaba presuntamente el “gusto y la conciencia del pueblo”, constituía una especie de antivanguardia y defendía todo lo que a mí me tenía fascinado, desde el relato de aventuras y el periodismo de sucesos hasta las viejas películas norteamericanas que yo había devorado durante años en Sábados de Cine de Súper Acción y en Hollywood en castellano.
Contraponer toda esa cultura popular al elitismo académico era estimulante, y nos otorgaba una épica secreta. Aunque obviamente, el quid de la cuestión era más político que literario, y radicaba en la indestructible certeza de que el “proletariado” adscribía mayoritariamente al peronismo.
Levantarme contra mis padres no era tampoco un factor insignificante: yo sentía que ellos eran desagradecidos con Perón. Y había sido criado, como Cristina, en un hogar donde se respiraba un cierto rencor contra quienes “no trabajaban porque no querían”, y bajo el concepto de que “los argentinos eran vagos”.
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