“Nadie puede entrar, esto es un infierno”, dice el whatsapp que, un rato después de emitido, logra llegar a teléfono de destino. “Estuve 50 minutos dando vueltas”, dice uno; “me tuve que ir a estacionar a 20 cuadras”, dice otra. Uno reclama airado que los semáforos no están coordinadors para dar prioridad al evento. Señoras y señores, bienvenidos a la Feria del Libro de Buenos Aires. Polémica, discutida, criticada y convocante como ninguna.
Llegan de acá nomás, llegan de barrios más o menos distantes, llegan desde Córdoba a la mañana y ya se ponen en la fila para pisar primero las alfombras. Psaa un nene en bicicleta y tocando bocina. Pasan dos mujeres con carritos para soportar sus bolsas pesadas. Grupos de adolescentes, por todos lados. En los espacios libres, con pasto, hay picnics como de Día del Estudiante.
No alcanzan los baños -en el de mujeres, se organizó una asamblea para dejar pasar primero a una embarazada-, hay cola para comprar café, alguien advierte que mejor agarrar bien las carteras y los celulares. Otro especula: “no sé si con tanto amontonamiento van a vender más, ¡no llegás a las mesas”. Para responderlo alcanza mirarle las manos a los que pasan: en casi todas hay bolsitas de las editoriales, casi siempre más de una. Hola, es la Feria del Libro.
¿Números? Es difícil. Pero sí se puede decir que a las 14 -una hora después de la apertura- hubo que cerrar el estacionamiento: ya no quedaba espacio. Y son mil plazas.
“Y no es la feria del vino, no es una feria gastronómica”, reflexiona un lector. No, ese es el chiste. El romance argentino con esta feria es sólido y la abstinencia de la pandemia sólo parece haberlo fortalecido.
“Se vendió muchísimo a la mañana, cuando vino la Conabip”, dice Laura Leibiker, editora de Norma. “Nos dio una alegría tan enorme, no sólo por las ventas, por el deseo de reencuentro con los autores por los diálogos con los chicos, por los pedidos de fotos, por los abrazos... Y se nota que va a seguir creciendo”.
¿Por qué venimos en masa a ver libros, cuando la industria cuenta que las tiradas, la cantidad de libros que se produce de cada título, se vienen achicando sin parar y que por eso entre 2016 y 2021 se perdieron 10 millones de ejemplares? O que cada vez menos títulos salen con una tirada grande de, pongamos, 50.000 ejemplares. Para ser precisos: según la Cámara Argentina del Libro, en 2021 se publicó un tercio de lo que salió en 2014.
¿Por qué venimos, por qué llenamos estos pasillos y nos empujamos para ver libros, para escuchar charlas, para llevarnos un ejemplar firmado? ¿Por qué, si en casi todos los casos son los mismos libros que se encuentran en la librerías y a los mismos precios? ¿Por qué, si cualquier novedad alrededor de 3.000 pesos y un sueldo mínimo, en junio, alcanzará los 42.000?
Podría creerse que algo tiene que ver esa vieja tradición argentina de la cultura como orgullo y como palanca de movilidad social. Los viejos “feriantes” recuerdan que la Feria del Libro de 2002, después de la crisis de 2001, en medio de la malaria que siguió, fue una de las más exitosas. Nos agarrábamos de esa identidad. La que construyó Sarmiento con sus escuelas, la de la Universidad pública, la de M’hijo el dotor.
Ese país que pelea a facón por política -y cuenta eso en sus ensayos y en sus ficciones- es el que se agarra al libro a la hora de las crisis y de las pasiones: los dos grandes best sellers de estos años fueron Sinceramente, de Cristina Kirchner, y Primer tiempo, de Mauricio Macri. Y hasta L-Gante, ese cantante surgido de bien abajo que cuenta una realidad que no todos quieren ver, hizo su tema con el abecedario y en alguna entrevista contó que era para que los chicos lo aprendieran.
Hace tiempo, le preguntaron a Juergen Boos, el director de la Feria de Frankfurt, para qué leer. Contestó que leer ayudaba a entender. A decodificar qué nos decía y que no nos “vendieran buzones”. Se lee para ser ciudadanos, dijo. Por eso importa.
Sábado a tope en la Feria del Libro. Nos gusta protestar, pero es de lo mejor que nos pasa.
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