“Desde muy joven había comprendido
instintivamente la doble vida:
la existencia exterior que se conforma,
la vida interior que se cuestiona”.
El título original de El despertar de Kate Chopin, publicado en 1898 en Chicago, era Una mujer solitaria. Y es aquí donde yace una de las respuestas más oportunas a la pregunta que hace más de cien años vienen haciéndose lectores y críticos: ¿Cuál es el tema de El despertar? ¿A qué despierta Edna Pontellier, la mujer solitaria que protagoniza esta novela que se anticipa 20 años a Mrs Dalloway de Virginia Woolf?
Condenada en el momento de su publicación por atentar contra los valores morales de la época, fue recién pasada la mitad del siglo XX que se comenzó a leer El despertar en clave de lo que realmente fue y sigue siendo al día de hoy: un tour de forcé para comprender el lugar de la mujer en la sociedad de finales del siglo XIX, en el sur de los Estados Unidos, sí, pero para nada alejada de los mandatos culturales de la época que podía respirarse en casi todo el mundo occidental con mayor o menor grado de represión y aniquilamiento de la individualidad.
Además, Kate Chopin se aventura más allá de la idea de individualidad y juega de manera que revoluciona con la moral de su época al animarse a dejar que Edna verbalice la idea de que la atracción física puede ser independiente de los sentimientos amorosos. Dicho sea de otra manera, Edna experimenta deseo sexual y atracción física por varios hombres (y una mujer) en la novela y esta atracción no está asociada a la idea de amor romántico sino simplemente a las sensaciones con las que su cuerpo reacciona frente al contacto de otros cuerpos que encuentra atractivos.
En uno de los ensayos más conocidos sobre la novela, Sandra Gilbert sostiene que “metafóricamente hablando, Edna se ha convertido en Afrodita [la diosa griega del amor], o al menos en una devota de esa diosa. Pero, ¿cuál puede ser –debe ser– su destino?”. Kate Chopin, argumenta Gilbert, examina “la dificultad de las luchas por la autonomía que imagina habrían comprometido a cualquier mujer del siglo XIX que experimentara una transformación tan fantástica”. “Si Afrodita... renaciera como un ama de casa de finales del siglo XIX de Nueva Orleans, dice Chopin, el destino de Edna Pontellier sería su destino”.
Sobre todo, si Afrodita renaciera en el cuerpo del personaje de Edna Pontellier experimentaría además –al no ser una diosa olímpica– los enormes riesgos de la maternidad en aquella época ya que lo rudimentario del control de natalidad convertía cada acto sexual en un potencial causal de muerte. Entonces, esta Afrodita tal como la presenta Chopin está más bien asociada a la libertad sexual en tanto expresión del deseo individual, de la posibilidad de decir que no y no tanto a la concreción de esa libertad a través de la consumación del acto sexual. De ahí que a Edna le alcanzan los besos robados, las caricias de una amiga, la atención romántica de un enamorado o la caricia del mar para despertar a su propia individualidad y poder así expresar su deseo.
…
“En resumen, la Sra. Pontellier empezaba a darse cuenta de su posición en el universo como ser humano, y a reconocer sus relaciones como individuo con el mundo que la rodeaba. Esto puede parecer un gran peso de sabiduría para descender sobre el alma de una joven de veintiocho años, tal vez más sabiduría de la que el Espíritu Santo suele conceder a cualquier mujer.”
La complejidad del despertar de Edna Pontellier está asociada a la conciencia plena de que la libertad de pensamiento y sobre todo de acción que va creciendo en ella es inversamente proporcional a la posibilidad de llevar adelante esa vida en la ella desearía poder expresar de manera pública sus deseos y el intento de concreción de los mismos. El personaje de Kate Chopin se irá encontrando una y mil veces con las paredes y las limitaciones que hombres y mujeres que, o bien de manera genuina o bien por los miedos que les despierta la libertad interior de Edna en tanto le revelan sus propias frustraciones, van a actuar sobre ella con sus comentarios, sus consejos y el apoyo –o no– a las decisiones que va Edna tomando. Ciertos personajes como el doctor Mandelet o la fundamental Madame Reisz serán cruciales para que Edna pueda verbalizar sus ideas y le darán un espacio que, sin buscar juzgarla, de todos modos la enfrentará a sus propios miedos e imposibilidades.
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Mademoiselle Reisz es una artista. Su talento es inmenso; e intentará enseñar a Edna lo que es ser un artista. Mademoiselle Reisz y Adela son opuestas pero a los ojos de Edna deberían ser complementarias. Quisiera encarnar la imagen de la artista que deja todo por su arte pero la figura de la madre representada en Adèle no dará tregua. Para Madmoiselle Reisz se necesita un alma valiente para ser artista y animarse a vivir una vida independiente, que muchas veces está asociada a la locura. La sumisión es contraria al mundo del artista.
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—El problema es—, suspiró el doctor, comprendiendo su significado intuitivamente, —que la juventud se entrega a las ilusiones. Parece ser una disposición de la Naturaleza; un señuelo para asegurar madres para la raza. Y la Naturaleza no tiene en cuenta las consecuencias morales, las condiciones arbitrarias que creamos y que nos sentimos obligados a mantener a cualquier precio.
Uno de los ejes fundamentales que se quiebra en la vida íntima de Edna Pontellier, en su “vida interior que cuestiona” es, sin lugar a dudas, el de la maternidad. Aquí el rol antagónico de su amiga Adèle Ratignolle cuyo cuerpo es la viva representación del culto casi religioso a la maternidad, pondrá a Edna sobre las cuerdas cada vez que de manera insistente le recuerde que los niños están primero. Adèle representa el estricto mandato social por medio del cual se sentencia que la realización individual y social de cada mujer dependía básicamente de ser madre. Y que, si había algo de valioso en el contacto físico, se limitaba al hecho práctico y concreto de la posibilidad del embarazo. El problema que enfrenta Edna Pontellier es que entre otras cosas, la imagen conservadora de la mujer que solo puede ser feliz a partir de su maternidad, se da de cabeza con la sociedad en la que vive y que es a su vez abierta y le muestra todo el tiempo puertas a mundos posibles que son a la vez oportunidades y prohibiciones: “Una cierta luz empezaba a amanecer tenuemente en su interior, una luz que a la vez que muestra el camino, lo prohíbe”.
Edna ama a sus hijos pero se niega a ser solo una madre. Los ama pero no son su vida. Y el mundo está ahí, afuera, para ser absorbido, solo que no por las mujeres.
…
A veces, el Sr. Pontellier se preguntaba si su mujer no estaría un poco desequilibrada mentalmente. Podía ver claramente que no era ella misma. Es decir, no podía ver que se estaba convirtiendo en ella misma y que cada día dejaba de lado ese yo ficticio que asumimos como una prenda con la que aparecer ante el mundo.
Edna abandona el yo ficticio pero no encuentra en ese mundo en el que vive una posibilidad de subsistencia que combine el despertar a su libertad que es lo que define a esa nueva criatura en un mundo familiar y a la vez desconocido. Ya no depende de la mirada de los hombres que ha amado o por los que se ha sentido atraída. Esa realización, que desarma la potencia binaria de ser madre o ser amante, lleva a Edna a tomar una decisión en la que para ser ella misma, para despojarse de las vestimentas que le ha impuesto la sociedad y abrazar la libertad que aparece representada en ese mar frío pero que la abraza cuando entra en él desnuda, debe despertar a la conciencia también de que por más libertad interior que se logre, es la sociedad la que debe despertar a los cambios que habiliten un mundo de iguales.
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