Además de ficciones, al Premio Nobel peruano suele escribir ensayos sobre libros de otros. Es célebre su La orgía perpetua, donde se ocupa de un clásico universal, Madame Bovary. Ahora, el escritor llega con La mirada quieta, un trabajo sobre Benito Pérez Galdós, un escritor y político español, que murió en 1920 y está considerado uno de los grandes autores de la novela realista en nuestro idioma. Pero el peruano tiene su propia mirada: para Vargas Llosa, Pérez Galdós fue “un gran escritor, aunque muy irregular, que cuando acertaba lo hacía de manera muy notable, caso de Fortunata y Jacinta, gran novela, acaso la más importante del siglo XIX en España”.
¿Bueno o malo? Vargas Llosa acota: “No corregía o corregía algo pero, desde luego, no como el mismo Flaubert, que rehacía cada frase una vez tras otra para escuchar cómo sonaba. No. Él tenía una idea, así y cómo salía, él se quedaba contento. Por eso tiene obras desiguales: algunas son obras maestras y otras bastantes imperfectas”.
Contó Vargas Llosa:
“Comencé con el proyecto cuando empezaba la pandemia que creíamos que duraría pocos días. Duró 18 meses que me pasé leyendo de manera muy sistemática al autor. He leído los Episodios Nacionales, las novelas y las obras de teatro, también muchos artículos, pero las recopilaciones son pocas y su obra de articulista fue gigantesca, una de las más extensas de la literatura española, llegó a escribir dos veces al día, en la mañana y en los diarios vespertinos, sus artículos”.
La mirada quieta (de Pérez Galdós) (fragmento)
Tengo a Javier Cercas por uno de los mejores escritores de nuestra lengua y creo que, cuando el olvido nos haya enterrado a sus contemporáneos, por lo menos tres de sus obras maestras, Soldados de Salamina, Anatomía de un instante y El impostor, tendrán todavía lectores que se volcarán hacia esos libros para saber cómo era nuestro presente, tan confuso. Es también un valiente. Quiere su tierra catalana, vive en ella y, cuando escribe artículos políticos criticando la demagogia independentista, es convincente e inobjetable.
En la civilizada polémica que tuvo sobre Benito Pérez Galdós hace algún tiempo con Antonio Muñoz Molina, Cercas dijo que la prosa del autor de Fortunata y Jacinta no le gustaba. «Entre gustos y colores, no han escrito los autores», decía mi abuelo Pedro. Todo el mundo tiene derecho a sus opiniones, desde luego, y también los escritores; que dijera aquello en el centenario de la muerte de Pérez Galdós, cuando toda España lo recordaba y lo celebraba, tenía algo de provocación. A mí no me gusta Marcel Proust, por ejemplo, y por muchos años avergonzado lo oculté.
Confieso que lo he leído a remolones; me costó trabajo terminar En busca del tiempo perdido, obra interminable, y lo hice a duras penas
Ahora ya no. Confieso que lo he leído a remolones; me costó trabajo terminar En busca del tiempo perdido, obra interminable, y lo hice a duras penas, disgustado con sus larguísimas frases, la frivolidad de su autor, su mundo pequeñito y egoísta, y, sobre todo, sus paredes de corcho, construidas para no distraerse oyendo los ruidos del mundo, que a mí me gustan tanto. Me temo que si yo hubiera sido lector de Gallimard cuando Proust presentó el manuscrito de su primer volumen, tal vez hubiera desaconsejado su publicación, como hizo André Gide (se arrepintió el resto de su vida de este error). Todo esto para decir que, en aquella polémica, estuve al lado de Muñoz Molina y en oposición a mi amigo Javier Cercas.
Pero algunos meses más tarde, en su columna semanal de El País (9 de enero de 2021), titulada «El mérito de Galdós», Cercas publicó una versión mucho más favorable y acertada, creo, sobre el autor de Fortunata y Jacinta. Dentro del gran vacío que dejó en España el Quijote, la revolucionaria novela de Cervantes, le reconocía a Pérez Galdós haberse embarcado «en un proyecto literario de una ambición y una amplitud inéditas con el fin de cimentar una tradición novelesca que brillaba por su ausencia en España ». Y afirmaba que ni «las Memorias de un hombre de acción, de Baroja, ni La guerra carlista, de Valle-Inclán, eran concebibles sin los Episodios nacionales...», afirmaciones con las que no puedo estar más de acuerdo.
Creo injusto decir que Benito Pérez Galdós fuera un mal escritor, como dijeron muchos en su tiempo. (Véase al respecto el libro reciente de Francisco Cánovas Sánchez, Benito Pérez Galdós: Vida, obra y compromiso, Madrid, Alianza Editorial, 2019). No sería un genio —hay muy pocos—, pero fue el mejor escritor español del siglo xix, el más ambicioso y, probablemente, el primer escritor profesional que tuvo nuestra lengua. En aquellos tiempos, en España o América Latina era imposible que un escritor viviera de sus derechos de autor (lo increíble es que muchos periodistas dejaban de recibir sueldos y escribían gratis sólo para «hacerse conocidos»). Pero Pérez Galdós tuvo una familia próspera, que lo admiraba y que lo mantuvo durante un buen tiempo, garantizándole el ejercicio de su vocación y, sobre todo, la independencia, que le permitía escribir con libertad. Sus novelas y ensayos los publicaba con editores diversos (y a veces él mismo hacía de editor) y bajo contratos que, creía él, sus editores no siempre respetaban. Y, sin duda, se hizo muy conocido y pasó a escribir, sin intermedios novelescos, los Episodios nacionales.
Tenía muchas ganas de leer a Pérez Galdós de principio a fin —cuando era estudiante había leído de él Fortunata y Jacinta, por supuesto, pero desconocía el conjunto de su obra—, y pensé que la pandemia del coronavirus me facilitaría la tarea. Dieciocho meses después estaba terminando las obras de teatro y había leído ya sus novelas y los Episodios nacionales, y estaba impresionado con el mundo quieto y dolido que inventó. Pero me faltaban los artículos, que constituyen una inmensa tarea —voy avanzando en ella, poco a poco—, que, creo, sólo algunos críticos han culminado. Por una razón muy simple: Pérez Galdós no era un gran pensador, como Ortega y Gasset o Unamuno, y aunque escribió algunos ensayos interesantes, la mayoría de su obra periodística pasó sin pena ni gloria, como algo transitorio y superficial. No tenía mucho sentido dedicar tanto tiempo a esa literatura de escaso vuelo, con algunas excepciones, por supuesto.
Pérez Galdós había nacido en Las Palmas de Gran Canaria el 10 de mayo de 1843, hijo del teniente coronel Sebastián Pérez, jefe militar de la isla, que, además, tenía tierras y varios negocios a los que dedicaba buena parte de su tiempo. Fue el menor de diez hermanos y la madre, doña María de los Dolores de Galdós, de mucho carácter, llevaba los pantalones de la casa. Ella decidió que Benito, quien, al parecer, enamoraba a una prima que a ella no le gustaba, se viniera a Madrid cuando tenía veinte años a estudiar Derecho.
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En las primeras vacaciones que tiene en Madrid, Pérez Galdós regresa a su isla, donde todavía estaba Sisita. Pero ella, según Arencibia, parte pronto a Cuba, de donde era oriunda —y de la más bella ciudad colonial de la isla, Trinidad—, donde contrajo matrimonio con un hacendado, Eduardo Duque, con el cual tuvo un hijo, Sebastián, que vivió pocos años. Fallecido su primer esposo, Sisita volvió a casarse con un pariente, Pablo de Galdós, pero murió muy joven, a los veintiocho años, de fiebres puerperales. Si Pérez Galdós estuvo realmente enamorado de ella y permaneció soltero por el recuerdo de aquella muchacha, es algo que pertenece a la pura especulación de los críticos, porque ni él ni su familia tocaron nunca ese tema ni dejaron que trascendiera al público.
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