“Banana” Espiasse nunca se rindió. Se podría decir que nadie es un rufián para siempre, que todos los grandes delincuentes, hasta los más feroces, deponen las armas. Pero Espiasse, no. Sigue vivo, activo, hambriento. Su nombre despierta una mezcla de temor profundo y reverencia entre los conocedores del hampa argentina, un pesado entre pesados. Para muchos, es el último de su raza, el último gran asaltante de la historia.
Hoy, un nuevo libro cuenta su vida.
“El Trueno En La Sangre: Biografía Criminal de Martín Banana Espiasse”, escrito por el periodista Federico Fahsbender -editor de Policiales de Infobae, columnista de programas como América Noticias y Gente Sexy, creador del podcast Archivo Negro por Escucho Congo en Spotify- y editado por Rara Avis, es el resultado de cuatro años de investigación con decenas de entrevistas y el análisis de más de tres mil páginas de documentos judiciales e informes reservado de inteligencia criminal. Espiasse se niega a hablar, su vida es reconstruida por los policías, jueces y fiscales que lideraron las cacerías para encerrarlo, así como los delincuentes que lo siguieron de cerca, sus víctimas, con una prosa de alto impacto, en un texto que reivindica las herramientas del periodismo de investigación para construir una historia.
Este martes 3 a las 20:30, Fahsbender lo presentará en una conversación con Patricio Zunini en el stand de Infobae en la Feria del Libro, una charla sobre Espiasse mismo, la naturaleza del hampa y qué significa “Banana” mismo para el crimen argentino.
El ritmo de su vida es frenético. Nacido en Trelew en 1978, se hizo célebre por ser el cerebro del brutal asalto cometido en 2007 en el Ministerio de Economía de Chubut en Rawson, donde dos policías fueron acribillados con una ametralladora soviética, un doble crimen que hizo historia en la Patagonia, recordado hasta hoy. “Banana” fue el último de su banda en caer. Lo encontraron en la provincia de Mendoza tres años más tarde, cuando se fugó de un hospital penitenciario, en una huida cinematográfica: golpeó a sus carceleros, se arrancó la sonda del brazo y corrió por la capital mendocina para lanzarse esposado un canal de hormigón donde podría haber muerto por la caída.
En Mendoza, había sido condenado tras otro robo audaz bajo un nombre falso con el que estuvo detenido en varias cárceles. Nadie lo había chequeado. Preso, se convirtió en el capanga de su pabellón. Al ver su cara en las noticias, los policías de Chubut lo reconocieron. Fue trasladado de vuelta a su provincia. Allí, le dieron prisión perpetua.
Con el tiempo, fue trasladado a la cárcel de Ezeiza, un preso turbulento, con un largo historial de colchones incendiados y riñas con puñales. Se fugó de allí en agosto de 2013 junto a otros siete desesperados, en una huida que hizo tambalear al Servicio Penitenciario Federal. Terminó con la renuncia de su entonces jefe, Víctor Hortel. Se creyó que los presos escaparon por un túnel en el suelo, pero los elementos para sospechar de una complicidad de los carceleros eran muchas, una venganza de los penitenciarios contra Hortel, en medio de la polémica por los actos de la agrupación Vatayón Militante. La fuga, hasta hoy, es un misterio, con una causa todavía abierta en la Justicia de Lomas de Zamora.
De esos ocho prófugos, otra vez, Espiasse fue el último en caer. Lo arrestó un subcomisario de la Policía de Mendoza en noviembre de 2017, tras meses de seguirle el rastro. Un buchón lo había señalado, marcó el búnker en donde vivía junto a una novia 20 años menor a la que maltrataba, una víctima de violencia de género. Le encontraron decenas de armas pesadas, una plantación de marihuana y 22 barras de gelignita, un explosivo de alto poder empelado para mineria. Por estas armas y la hierba, la Justicia federal mendocina le dio 13 años de prisión. Se tejieron muchos mitos sobre sus años oscuros entre la fuga y su caída. Se decía que se habría convertido en un delincuente internacional, un bandido con ataques entre Chile y la Triple Frontera, asaltos millonarios. Nunca se supo a ciencia cierta, solo hubo cuentos de la delincuencia.
Espiasse es padre de dos hijos, abuelo de dos nietos, pasó más de la mitad de su vida encarcelado, acumula tres condenas en su contra. Su hijo mayor, Martín Alejandro, fue asesinado en un penal de Bahía Blanca en una riña tumbera tras ser detenido en una causa por homicidio. El tiempo, el dolor y las condenas tendrían que haberlo frenado. Pero tras ser trasladado este año a la Unidad N°7 del Servicio Penitenciario Federal en Resistencia, Chaco, protagonizó en junio pasado una violenta revuelta en su pabellón que terminó con varios heridos. “Banana” y otros presos, según la acusación en su contra, intentaron frenar un recuento a punta de faca. Los penitenciarios respondieron con balas de goma y una golpiza. Sigue allí, esperando tal vez.
El libro es, también, una declaración y un análisis sobre el estado del crimen argentino, donde hampones como “Banana”, ladrones de bancos, de blindados, pesados tumberos, son una especie que tiene sus días contados. Los pillos de la calle facturan en dólares con cuentos del tío sin disparar una sola bala, hacen su fortuna con desarmaderos de celulares, barrabravas de segunda línea terminan como pistoleros de la mafia china. En los tiempos que cambian, ¿qué le queda a alguien como él?
También, es una meditación sobre qué lo motiva, qué enciende a un delincuente de alta peligrosidad, qué lo hizo lo que es: si la cárcel misma, el mundo del delito, sus experiencias de vida o el propio trueno en la sangre, el imperativo. Como lo definió el periodista y escritor Rodolfo Palacios: “Un hombre que nos apunta a todos a la cabeza mientras busca a su dios”.
Hay escenas. La captura de Espiasse en 2017 y lo encontrado en su búnker giran alrededor de un solo hombre, el entonces subcomisario Miguel Salinas, división Robos y Hurtos de la Policía de Mendoza. Tras obtener el dato de que “Banana” se encontraba en Mendoza, capturarlo se convirtió en su misión personal. La biografía criminal de Espiasse comienza a través de sus ojos.
Infobae ofrece el comienzo del primer capítulo del libro, la escena de la caída del criminal más buscado del país.
CAPÍTULO I
PLANO AMERICANO
I.
Banana Espiasse podría haber muerto como en un western, acribillado por la ley con esa gloria intangible y sucia del hampa, con la mística. Su madre y sus hermanas jamás lo llamaron por ese apodo, que era un invento de la Policía chubutense por un chiste sobre la curvatura de su nariz. Para ellas siempre fue “Martín”, “Martincito”. Nadie se atrevió a decírselo de frente, ni siquiera los que salieron a robar con él. Nunca lo llamaron por el alias con el que se volvió el criminal más buscado de la Argentina. Miguel Salinas, subcomisario de la Policía de Mendoza, el hombre que finalmente lo capturó, le apuntaba con una pistola reglamentaria directo a la sien a tres metros de distancia, más que suficiente para volarle el cráneo. Salinas lo había seguido en secreto para acorralarlo en un kiosco rural en la tarde del 22 de diciembre de 2017. Allí, el policía no lo llamó por su leyenda, sino por su nombre:
– Quedate quieto Martín, o te tiro.
Espiasse estaba armado, tenía su pistola en el bolsillo. Podría haber desenfundado para jugarse la chance y tirar a matar en un último plano americano, pero se entregó.
Fue la mayor paradoja de su vida.
Nunca lo había hecho, nunca se había rendido voluntariamente con una pistola en la mano. Durante más de veinte años de crímenes sin arrepentimiento, Martín Alejandro Espiasse peleó una guerra de un solo hombre contra el Estado. Funcionarios públicos de alta jerarquía cayeron por su culpa, humillados, tuvieron que renunciar a sus cargos en escándalos políticos de escala nacional. Su ataque criminal más célebre, ocurrido en 2007, concluyó con dos policías muertos por disparos de una ametralladora soviética en el estacionamiento de un ministerio provincial. Banana, el bandido entre bandidos, se convirtió en un explorador desatado en la vanguardia sin ley de la experiencia humana. Rompió las reglas del orden impuesto para vivir peligrosamente en un mundo donde la existencia de hombres como él tiene cada vez menos sentido. Fue un lobo fiero y hecho de pólvora en el fin de la era postmoderna del crimen argentino. Sin embargo, allí en Mendoza, Banana habría muerto por el canon. Su muerte, si es que le tocaba perder la vida en ese comercio rural, hubiera sido un clásico, su propio western.
Que un policía le apuntara por la espalda era algo nuevo para él. Nunca había sido acorralado, no de esta forma, entregado a su enemigo. El subcomisario lo había perseguido durante meses hasta poder encontrarlo. Ese día lo esperó en su camioneta en la localidad rural de Rodeo en Maipú, hasta que las ganas de fumar empujaron a Martín fuera de su refugio y hacia ese kiosco, que no era más que una ventanilla para pasar cigarrillos y caramelos en el patio de la casa de una jubilada. Tal vez fue así, tal vez no lo esperaba y el policía realmente lo sorprendió en una posición de debilidad a la que no estaba acostumbrado. Las balizas de la Volkswagen Amarok de Espiasse estaban encendidas. La llave seguía dentro de la ignición. Su actitud al salir del vehículo era literalmente la de un hombre que baja un minuto a comprar puchos.
Entonces el subcomisario le dijo:
– Quedate quieto, Martín, o te tiro.
La pistola del subcomisario no era la única allí; cinco policías de apoyo esperaban a metros de distancia. Pero el duelo no era desigual, bajo ningún punto de vista.
Mientras oía esas palabras, Banana comenzó a acariciar el bolsillo derecho de su jean azul claro, donde escondía un revólver calibre 22 con el tambor cargado con cinco balas de punta hueca. Con la mano izquierda iba por un pequeño puñal que también llevaba, un filo corto similar a una pica de póker, especial para el combate cuerpo a cuerpo. El vidrio del kiosco era su único punto de referencia. A través del reflejo vio cómo el subcomisario movía los labios y se preparaba para lanzarse. Banana, suavemente, deslizaba el metal contra el bolsillo de su jean, desenfundaba. Para Salinas, el margen de error era igual a cero. Pero las cinco pistolas de apoyo no le garantizaban nada. Temía que sus compañeros se acobardaran o lo traicionaran, pero él, miembro de la subdivisión Robos y Hurtos de la Policía provincial, se mantuvo en su temple. Salinas nunca fue un justiciero duro o un cobarde de los que golpean en la boca a los detenidos o los tratan como mierda. Al contrario, tal como Banana, siempre había sido un calculador.
El subcomisario conocía muy bien la fama del criminal al que perseguía, sabía de su cartel de prófugo peligroso: el último de los trece que se habían escapado de la cárcel de Ezeiza en agosto de 2013. Y la ruta para atraparlo fue la de un peregrino del hampa. Tres buchones lo llevaron hasta él, una cadena de traidores que le dio las coordenadas exactas de la casa donde vivía el buscado. El primero en hablar fue un preso fugado de un penal de la Patagonia que señaló para salvarse. “Me tenés que soltar, el Banana Espiasse está en Maipú y ese vale más que yo”, dijo. Más tarde fue una prostituta de un burdel, a la que Banana, según escuchó Salinas, le había dado una cachetada.
Pero el último, un ladrón de baja estofa, fue el mejor de todos.
Con exactitud le entregó cada uno de los movimientos de Espiasse y la dirección de una casa en el medio de la nada, no muy lejos del kiosco donde cayó. “Es un bunker”, le relató el buchón a Salinas. Le dijo incluso qué vehículo manejaba, la Volkswagen Amarok gris.
Para el ladrón había muy buena motivación. Desde Buenos Aires, el Ministerio de Seguridad de la Nación ofrecía desde los días de la fuga de Ezeiza una recompensa de 500.000 pesos de aquel entonces a cualquiera que entregara a Espiasse o que proporcionara información que llevase a su captura. El delincuente pretendía cobrarlos.
No tenía sentido irrumpir con tropas de asalto en la casa. Hacerlo era garantía de terminar la tarde con una balacera y un muerto. Salinas sabía que Banana podía tomar como rehén a quien tuviese al lado o responder a los disparos con gran poder de fuego. Un informe de inteligencia de la Policía provincial aseguraba que el prófugo “traficaba una importante cantidad de armamento hacia nuestra provincia desde la Triple Frontera y desde aquí comercializaba a otros sectores de Argentina y países como Chile”, con un stock de fusiles de asalto, escopetas, granadas, municiones, versión que nunca fue desarrollada en la Justicia. Espiasse, según este informe reconvertido en traficante de armas para ladrones de alto vuelo, tendría incluso su propia custodia para el negocio: se suponía que lo seguían varios pesados de prontuario largo, aparentemente importados del conurbano bonaerense. De cara a esta información, el subcomisario tenía que atraparlo solo, un gesto de control de daños. La sangre derramada en el polvo mendocino, en lo posible, iba a ser únicamente la suya.
Salinas se apostó a 200 metros de la casa que le marcó el buchón en un camino rural del departamento de Maipú, un callejón comunitario en el cruce de la calle Nicolás Serpa y la Ruta 50. No tenía mucho para seguir a esa Amarok. Le habían dado apenas una Renault Sandero con un motor tibio y la Bersa Thunder 9 milímetros reglamentaria de la fuerza provincial, junto a los otros cinco policías. Con binoculares, el subcomisario vio salir a la camioneta, tembló un poco, encendió y la siguió desde atrás. Otro policía iba con él en la Sandero. Los cuatro restantes los seguían a la distancia en un móvil de apoyo.
El subcomisario no sabía a qué podía enfrentarse. El buchón le aseguró que solía moverse solo, pero que de vez en cuando lo acompañaban “unos tipos de Buenos Aires y de Trelew”, de donde Espiasse es oriundo. Le aseguró que ciertamente tenía recursos; no se trataba de un fugitivo hambriento, oculto en la suciedad de las taperas o en el campo abierto. El policía sospechaba incluso de depósitos de dólares supuestamente enterrados en lotes que el criminal prófugo controlaba a lo largo de la provincia. Espiasse conocía bien Mendoza, ya había robado y ya había estado preso allí. En las celdas de las cárceles provinciales conoció a hombres que serían sus cómplices en asaltos famosos, sus compas. Así, Salinas persiguió su rastro durante cuatro años. Sabía que ese día podía llegar, que tendría que apuntarle con una pistola y que iba a ser alguno de los dos. El subcomisario se había decidido a matar, pero también aceptaba morir. Con su propia tumba cavada en los ojos, Salinas fue a conocer a su dios.
Y lo conoció solo, como todos los creyentes sinceros, con ocho balas en el cargador. Una única línea giraba en su cabeza. «Le voy a tener que tirar, le voy a tener que tirar, me va a tirar, él o yo», repetía.
Para ese encuentro, las chances de Salinas eran mucho peores. El criminal que buscaba había estado involucrado en los asesinatos de dos policías en Trelew, ocurridos diez años antes. La fama de Espiasse a nivel nacional era la de un supuesto matapolicías: uno más, tal vez, le daba lo mismo. En medio de su investigación el subcomisario preguntó a colegas de esa provincia. Los chubutenses le dijeron que Espiasse era famoso, que estaba dispuesto a todo y que cualquiera con una gorra en la cabeza debería temerle. “Yo no trabajo para la policía”, solía decir Banana en prisión, cuando su entorno le pedía que fuera más flexible ante sus carceleros, menos indómito. “Es así”, decía un viejo delincuente que lo conoció: “Totalmente anti-autoridad. Ve una reja, ve una gorra y las quiere bajar”.
Ante el reflejo en el vidrio del kiosco, Salinas sostuvo la puntería con ambas manos, mientras Espiasse giraba para enfrentarlo. El policía seguía solo, no sentía a sus compañeros venir ni escuchaba sus voces. Banana aprovechaba los segundos para reducirlo con su mirada y buscaba el momento para lanzarse. Por un instante, Salinas se sintió solo. Pensó que sus hombres tal vez lo habían traicionado.
El apoyo llegó finalmente. Banana cayó sin disparar un solo tiro. Fueron necesarios cuatro policías para reducirlo en la vereda, forcejeó hasta que se cansó. Ataron sus manos con precintos negros mientras lo sostenían de la cintura y se lo llevaban como a un premio incómodo.
Luego, lo sentaron entre dos hombres armados en la Sandero para trasladarlo a la Central de Investigaciones del Palacio de Policía de la capital de Mendoza. Hay detenidos que charlan nerviosos en el trayecto tras su arresto, que se quejan u ofrecen coimas, pero no Banana. A los policías, ese silencio solo les servía para dudar. Sentían que transportaban a un hombre hecho de muerte que se callaba allí, pero que era capaz de cualquier cosa. A bordo de la Sandero, tras estar más de cuatro años prófugo, no dijo una sola palabra. Apenas se quejó al bajar cuando lo llevaban del brazo. “No me verduguiés”, le advirtió a Salinas, para que no se atreviera a maltratarlo. El subcomisario le asintió, mientras cruzaban el estacionamiento de la central de Policía.
Chequearon su identidad cuando lo ficharon. Vieron los tatuajes gastados y crudos que coincidían con los que marcaba su ficha. Tenía la silueta de una pantera en la pantorrilla izquierda, una rosa hinchada y torcida en la pantorrilla derecha, el nombre de una mujer (“YAMILA”) en el pectoral izquierdo con tinta negra rasgada y vieja, y todas sus cicatrices distintivas.
Cuando Banana llegó al calabozo, Salinas lo miró fijo. Los ojos del pistolero se habían hecho tristes, vidriosos, quizás un momento de introspección donde tal vez se pensara a sí mismo, atropellado por su propia leyenda. No lo convenció. Salinas sabía que solo estaba ganando tiempo, porque había metido preso a un hombre que no se rinde.
Por el operativo y el arresto, el subcomisario ganó una medalla y recibió un diploma en octubre de 2018, firmado por el entonces gobernador Alfredo Cornejo, que destacaba su “eficacia” en el servicio. Volvería a ver a su presa un año después, en el juicio que tuvo lugar en el Tribunal Oral Federal N°1 de Mendoza a cargo del juez Alejandro Waldo Piña. Espiasse volvió a verlo también, una vez más en el reflejo de un vidrio. Porque Banana no estaba ahí, no en persona, miraba fijo a través de una webcam en una sala estrecha de ladrillos densos y luz fría en el penal de Marcos Paz. Más adelante continuaría el proceso detenido en el penal de Ezeiza, cuando el Servicio Penitenciario Federal (o SPF) decidió trasladarlo de vuelta a la cárcel de la que años antes se había fugado porque su conducta en Marcos Paz se volvía insostenible.
Fue finalmente condenado por el mismo tribunal el 8 de octubre de 2019. Otros trece años de cárcel fueron apilados encima de su cabeza, sumados a la condena de prisión perpetua en primera instancia en Rawson por el robo al banco y la muerte de los dos policías. No gritó al escuchar la sentencia. La cámara digital mostraba sus pelos grises, se lo veía cansado. Tenía 41 años en ese entonces, pero el tiempo de los ladrones y los asesinos corre de forma distinta al de los que viven sin peligro, a otra velocidad, como los años del perro. La vida de las armas sin paz avejenta, precisamente porque no tiene ninguna expectativa de vida. Banana ya no era el chico acelerado al frente de una banda de endurecidos, listos para llevarse todo un banco en una balacera, ni ese preso recio que huyó a través de un túnel junto a otros doce detenidos. Quizá ya estaba cansado de correr.
Un año antes, en octubre de 2017, habían asesinado de una puñalada al mayor de sus tres hijos en un penal de la provincia de Buenos Aires. Un chico de veinte años que nació y vivió en Bahía Blanca y estaba preso por tentativa de homicidio. No llevaba su apellido (llevaba el de la madre, Aguirre), pero sí su nombre: Martín Alejandro. Espiasse, prófugo al momento de la muerte de su hijo, no participó de su velatorio en Bahía Blanca. Ya era abuelo en ese entonces. Su primer nieto había nacido. No lo conoció en persona, sino por foto. El día de la sentencia se lo veía aburrido a través de la cámara digital, vestido con una chomba azul y blanca a rayas, similar a la que llevaba cuando Salinas y sus compañeros lo arrestaron. Ya no contaba con el gesto displicente en su cara, ni con el halo inmaterial propio de los calientes infames. Quizás era mejor así; juzgarlo a control remoto parecía más cómodo, más efectivo para la Justicia mendocina y para el Servicio Penitenciario Federal al que ya había dejado en vergüenza. Se ahorraban además una serie de traslados engorrosos donde viejos cómplices podían intentar liberarlo con una emboscada de explosivos a mitad de camino. “Todavía tiene gente afuera”, sospechaba en aquel entonces un alto funcionario, sentado en una cárcel del sistema.
Así, Martín Alejandro Espiasse presenció el último juicio en su contra a través del sistema de videoconferencia. Su cara se vio en un monitor de marca LG que colgaba en la sala del tribunal federal, donde Salinas estaba presente. El proceso no contó con una gran publicidad, pese a lo significativo que condenar a Espiasse resultaba para la narrativa épica que el gobierno de Cambiemos –y la gestión de Patricia Bullrich– instalaban respecto a la forma en el que el Estado enjaulaba a sus demonios sueltos. Al momento de su captura, la entonces Ministra de Seguridad le dedicó al caso apenas dos entradas en Twitter. La falta de sobreactuación política alrededor de la jaula de Banana resultaba llamativa: él, que había sido el gran prófugo de la era kirchnerista. Bullrich dijo: “Se les escapó a ellos y lo capturamos nosotros”. Apenas algunos medios mendocinos se interesaron en el juicio. Los de Capital Federal solo se hicieron eco al final, para cuando llegó el veredicto de trece años de cárcel, en octubre de 2019.
Irónicamente, Banana Espiasse no fue condenado en el Tribunal N°1 de Mendoza por su fuga del penal de Ezeiza, sino por lo que vino después. Todo lo que le encontraron en su bunker fue el problema.
Tras detenerlo, la división Robos y Hurtos a la que pertenecía Salinas inspeccionó su camioneta. Un panadero que pasaba por la zona actuó como testigo. Allí encontraron más armas: había una Bersa Thunder calibre 40 debajo del asiento de conductor junto a otra Bersa calibre 9 milímetros y 33 balas dentro de una riñonera, además del revólver que Banana tenía al cinto.
Luego, Robos y Hurtos llegó a la puerta de su casa, una especie de chalet de una planta sobre el camino comunero, oculto detrás de un portón ancho de chapa gris, con piso de cerámica y un perímetro de seguridad con alambrado eléctrico y cámaras de filmación que flanqueaban la entrada: una pequeña fortaleza tal como las de los estadounidenses perturbados que se preparan para el fin de los tiempos. Un grupo de albañiles, vecinos del lugar, se la habían construido. Con algunos incluso se llevaba bien y tenía una amistad casual; por la tarde cruzaba el camino para ir a tomar mate con ellos. Dicen hasta hoy por la zona que había un gendarme que le tenía cariño, que también tomaba mate con él. Banana, de vez en cuando, oía pasar algún helicóptero sobre la casa, pero no sentía una particular paranoia. Sabía que, quizá, no era para él.
Salinas y los hombres que fueron a arrestarlo no entraron solos. El ingreso fue cual operativo SWAT. La Policía de Mendoza rompió la entrada en minutos con dos grupos tácticos de apoyo y un helicóptero. Todo en el lugar era un exceso. Banana había acumulado el mayor arsenal de toda su carrera, un heavy metal, suficiente para hacerle la guerra cruel a la policía y quizá ganarla. A simple vista, en las mesas y estantes del living, encontraron una escopeta americana Maverick 88 calibre 12/70, –con precio de armería en noviembre de 2019 de casi 58 mil pesos–, otra escopeta de caza Browning modelo Gold Hunter calibre 12/76 que nueva cuesta unos 500 euros, y un revólver calibre 22, además de un surtido de 255 municiones de diversos calibres.
El arsenal seguía en la habitación: encontraron tres escopetas más, entre ellas dos itacas Glenfield y Winchester, tres pistolas, un rifle y casi 200 municiones. Dentro de la casa había también tres chalecos antibalas, una campera de la Policía de Seguridad Aeroportuaria, una moto Kawasaki Enduro de alta cilindrada y una pequeña flota de handies. Espiasse tenía hasta un arco profesional, con nueve flechas Gordon Graphlex.
En el fondo había vegetación. 27 pequeñas palmeras de marihuana de casi dos metros de altura crecían caóticas y con tallos anchos junto a un alambrado. Tal vez eran para consumo personal. Era sabido que Banana fumaba varios porros al día. Según quienes lo conocieron, lo hacía desde los catorce años.
Junto a las plantas, encontraron un canil –una jaula– con cuatro animales, su perra raza dogo llamada Cielo y sus tres crías. Los había entrenado y le ladraban a cualquiera que no fuera él. Allí, debajo de los perros y de la superficie de la tierra, Banana guardaba lo mejor de su arsenal: los efectivos exhumaron dos barriles de plástico azul y encontraron dentro de ellos un revólver Magnum .357 con una mira Shilba montada, otro .357 marca Taurus, una pistola 9 milímetros, una ametralladora 11.25 y casi mil municiones más.
También, bajo la tierra, ocultos en otros dos tambores azules, los policías encontraron material suficiente para volar un pequeño edificio: 21 paquetes explosivos de gelignita, una emulsión moldeada en cartuchos que combinaba nitrato de sodio, amonio y perclorato de potasio en aceite mineral. Esos paquetes pertenecían a una marca comercial, Ibegel, fabricada por la firma Enaex Britanite en Brasil. La gelignita se emplea para detonaciones de minería a cielo abierto o subterráneas, así como para desmontes subacuáticos. Los paquetes parecían golosinas para un gigante, palitos de la selva, caramelos de medio metro de largo. Pero esos palitos de la selva no se compran en kioscos o ferreterías: los cartuchos cotizan en dólares y se necesita un permiso especial del ANMAC para adquirirlos y portarlos. Un especialista de la división Explosivos de la Policía de la provincia declaró en el juicio. Aseguró que alcanzaba con detonar uno solo de esos caramelos dentro de la sala para hacerla volar con una onda expansiva. La ficha técnica del producto que provee la empresa fabricante habla de riesgos claros en su manejo, de la posibilidad de explosiones accidentales por un choque mecánico o calor excesivo. Para empezar, la gelignita no puede ser manipulada con las manos desnudas. La ficha exige el uso de protección en la cara y en los ojos además de ropa especial. Enterrarla bajo un canil de perros tampoco parecería recomendable: la empresa prescribe conservarlos en un ambiente ventilado. Junto a los explosivos, los policías mendocinos encontraron también dos detonadores no-eléctricos, 200 detonadores pirotécnicos y 148 pasafuegos; básicamente, todo lo necesario para detonar las cargas.
Así, Banana, con su pequeño bosque de palmeras de marihuana y 620 gramos de cogollos encontrados dentro de un táper en la cochera, estaba literal y figurativamente listo para volar. En el juicio habló sobre sus palitos de la selva. Dijo que los había comprado porque los consiguió baratos, aunque no explicó para qué los quería. Nunca se supo cómo pudo hacerse con todo este material explosivo. Hombres que investigaron su caso dijeron que lo habría comprado en Chubut, a través de un contacto clandestino con una empresa minera, por medio de un hombre cercano a su familia, un rumor del hampa que no consta en ningún expediente. Alguien en la cárcel mendocina de San Felipe aseguró que Espiasse y varios maleantes que andaban con él querían hacer volar uno de los muros de piedra para liberar a un detenido. Otro rumor de tantos.
La otra incógnita recaía en el arsenal de armas de fuego, ya que no eran armas que se vean todos los días. La delincuencia argentina pesada no dispara con esa variedad. Para empezar los fusiles y rifles de asalto no llegan al país enteros, como se ven en los catálogos: se arman como cuerpos de Frankenstein, con piezas enviadas por correo, parte por parte. Tal vez la pista de la Triple Frontera dijera algo, pero había una curiosa coincidencia. A comienzos de noviembre de 2015, en medio de su anonimato, dos años antes de su caída en Mendoza, el área de inteligencia del Servicio Penitenciario Federal, todavía interesado en encontrarlo, recibió un informe clasificado. El foco de ese informe era precisamente un familiar de Banana en Trelew, que lo había visitado en la cárcel. Contenía datos del ex RENAR, el viejo Registro Nacional de Armas. Este familiar habría, de acuerdo a ese informe, acumulado como legítimo usuario ocho revólveres, pistolas y carabinas de marcas internacionales como Akkar o Mossberg. Tan solo entre enero y junio de ese año había adquirido a su nombre diez mil balas de calibres pesados como .40, .44, .37, algo muy curioso para un hombre que, al menos en los papeles de la AFIP, se dedicaba a servicios de jardinería. Las armas fueron registradas en el RENAR con sus números de serie, marcas y calibres. Sin embargo, no fueron encontradas en la casa de Mendoza, o al menos no aparecen en la lista del expediente.
El juez federal Piña condenó a Banana, entre otras cosas, por el artículo 189 inciso 1° del Código Penal: tenencia no autorizada de explosivos, además del delito de acopio de armas. Lo condenaron también por sus plantas. En su defensa Banana dijo que las plantas todavía no habían dado flores para fumar.
Tras el operativo en el bunker, el Ministerio de Seguridad de Mendoza celebró el final del día con un pequeño show de armas incautadas para la prensa y la chance de decir que habían capturado al que habían definido como el criminal más peligroso de la Argentina. Lo que no dijeron, al menos públicamente, es quién los había llevado hasta Banana, quién había sido el informante traidor, que pretendía cobrar la recompensa de 500 mil pesos en efectivo que Banana tenía sobre su cabeza. Los registros del Ministerio de Seguridad de la Nación consultados a fines de 2019 no hablan de un buchón delator, sino de una simple captura en un control caminero. El dinero, según consta en los archivos oficiales del Estado, nunca fue entregado.
Pero Banana no estaba solo en el bunker. En la conferencia, los agentes y los funcionarios omitieron decir que habían encontrado a alguien en la cocina. Era una mujer de 22 años, una joven mendocina de la capital provincial, ex estudiante universitaria, aterrada, con los codos clavados sobre la mesa, a quien se llevaron acusada de ser una cómplice. En realidad, esa chica era una víctima. Fue imputada y enjuiciada junto a Espiasse. Los policías que declararon en el juicio aseguraron que la vieron llorar y gritar, quebrada, mientras el ariete derribaba la puerta. Estaba flaca, tenía marcas de golpes y los pómulos hinchados.
En el juicio, Banana se hizo cargo de casi todo, en cierta forma. Lo defendió un abogado oficial. La prueba en su contra era tanta que su abogada histórica, Patricia Croitoru, que había viajado a verlo a Mendoza tras su arresto, le dijo que no gastase su dinero en vano. Espiasse aseguró, de acuerdo al texto de los fundamentos de su condena, que todo lo que habían encontrado era suyo y que sus perros estaban entrenados para obedecer sus órdenes. Pidió, por otra parte, que a la chica no le hicieran nada, dijo que le había mentido durante años ocultándole su verdadero nombre, que la había usado intimidándola, y que por su culpa ella estaba en un problema.
Esa chica, rubia, delgada, de buen gusto para vestir y buenos modales, cuyo nombre se mantiene en reserva en este libro porque es una víctima, era su novia: lo fue durante dos años y medio, tras conocerlo cuando tenía apenas veinte años.
Banana efectivamente le había mentido durante todo ese tiempo, en todo. Le decía que las armas en la casa eran para cazar, que le fascinaba la cacería. Era su excusa. Solía irse por varios días, quizás hasta una semana, sin decirle a dónde iba. Ella era vendedora de autos, Banana también, según le había dicho. Ella trabajaba en una concesionaria del centro de la capital de la provincia cuando apareció Espiasse con la idea de comprar un camión Iveco Stralis, un vehículo que usado y golpeado podía costar unos dos millones de pesos, [CCU1] cuatro veces el valor de la recompensa oficial sobre su cabeza. Ella al principio creyó que era un médico, vestido con traje, corbata y zapatos. Le preguntó de dónde era y él le respondió que de Mar del Plata, que tenía un departamento en Mendoza, y que solía viajar con frecuencia. Creyó también que era porteño, ya que hablaba con el “shó, shó” típico de la Capital Federal, muy reconocible para alguien del interior de la Argentina. Así, ella le dio su celular. Espiasse la llamó poco después.
En la Amarok y en la casa, entre las balas y las armas, encontraron documentos falsos que fueron atribuidos a Espiasse. Entre ellos había un DNI y un registro de conducir con el nombre de Flavio C. El número de documento era real, pertenecía a un empresario con domicilio en Alta Gracia, provincia de Córdoba, dedicado al rubro agropecuario. Ambas credenciales fueron peritadas. El documento era falso, la tinta, el plástico, las marcas de seguridad: nada se correspondía con los materiales que usa el Estado para la emisión de documentos oficiales. La licencia, sin embargo, era auténtica. La Justicia cree que, descaradamente, Banana había hecho el trámite oficial en alguna oficina del Ministerio del Interior con la credencial falsificada de Flavio, la audacia de conseguir un registro real con papeles de mentira. Solía usarlos en controles camineros, los mostraba y seguía circulando. La mentira le salía bien.
Había otro documento nacional de identidad real entre los que le encontraron en su búnker. Correspondía a un tal Luis C., bonaerense del municipio de General Pueyrredón, de 38 años. El carnet tenía la cara de Espiasse pegada en lugar de la original. También a nombre de Luis C., incautaron un registro de conducir que resultó ser una falsificación. No era la primera vez que Banana usaba un nombre falso en Mendoza. Siete años antes lo habían encontrado en la cárcel de Almafuerte mientras estaba prófugo por el robo y asesinato de los policías en Rawson. Esta vez estaba encerrado por un robo a mano armada, un asalto a un depósito de camperas en Godoy Cruz, ocurrido el 22 de septiembre de 2007. Ese día, su banda se enfrentó a tiros con la policía, varios de ellos resultaron heridos, pero no él. No entró a prisión como Martín Alejandro. En aquel entonces tenía otro nombre para su ficha: Matías Nicolás Lago González. Estaba preso cuando, el 31 de marzo de 2010, Espiasse intentó huir del Hospital Central de la capital mendocina: esposado y con una sonda de suero inyectada a su brazo se lanzó al canal de Guaymallén para que no lo atraparan. Pero en el canal no había agua para nadar. Cayó directamente al hormigón, varios metros en picada. Bomberos voluntarios lo rescataron del fondo de cemento con la cara sucia, ensangrentado, su gesto semejante al de un gato en agonía. Se lo llevaron en una camilla envuelta en barras de hierro, parecía una celda portátil. Su identidad falsa, según relató el diario Los Andes, fue descubierta por la Unidad de Investigación Criminal mendocina en octubre, cinco meses después, mediante una comparación de sus huellas digitales enviadas por la Policía de Chubut. Eran las mismas. Otros dicen que fue necesario trasladar a un policía de Chubut para que lo reconociera. Matías Nicolás Lago González, irónicamente, tiene su propio documento legal. Comienza con el número 62 millones. Su dirección vinculada es la calle San Juan 369 en Capital Federal, el Ente de Cooperación del Servicio Penitenciario Federal.
En su declaración en el juicio, Banana afirmó que en Mendoza todos lo conocían como “Alejandro Pacheco”, o “Flavio C.” Pero, para su novia mendocina, Espiasse nunca fue Flavio, o Luis, o Alejandro. Ella le decía Jorge, Jorge Aguilar.
Las mentiras fueron lo de menos. La novia fue arrestada junto a él y luego llevada a un calabozo en la Unidad N°32, del Centro de Detención Judicial de Mendoza en la esquina de España y Molina de la capital provincial. La enviaron a juicio junto a Espiasse, acusada tal como él de los delitos de acopio de armas, explosivos y de plantar estupefacientes. La lógica para imputarla no fue muy fina. Los fiscales iniciales del caso aseguraron que ella no podía no saber lo que pasaba, ya que las armas estaban a simple vista, incluso en la habitación donde dormían, y se constató que hasta había hecho trámites para Espiasse. Los bienes de Banana, al menos los que la Policía de Mendoza encontró, estaban a su nombre: la casa de Maipú, otras tres hectáreas, y una camioneta Ford Ranger, que llegó antes que la Amarok. Espiasse le había comprado a un vecino el terreno donde construyó el bunker dos años antes de la redada. Llevó a su novia a la escribanía donde se registró la propiedad de la casa, le dijo que era “un regalo para ella”, que quería que “le quede algo”, dada la diferencia de edad, un curioso gesto de nobleza de un novio veterano. “Buenísimo”, dijo ella, crédula. En los cálculos normales de una causa penal, estas pruebas alcanzan y sobran para considerar a alguien como un cómplice, un partícipe necesario.
Así, la para entonces ex novia llegó al juicio imputada y procesada, con el mismo nivel de acusación que un famoso criminal de violenta carrera. Sus abogados defensores pidieron la intervención de la Dirección de la Mujer del Poder Judicial mendocino, ya que sospechaban una historia de violencia de género. Nadie le creyó hasta que la Defensoría de la Mujer local intercedió a su favor. La fiscal del juicio, María Gloria André, decidió finalmente no acusarla “por entender que en su caso había existido la causal del artículo 34 inciso 2º del Código Penal, esto es, «amenazas de sufrir un mal grave e inminente»”.
“A poco de avanzar la investigación se sospechó que la actitud de ella no era de plena y voluntaria colaboración con las conductas desarrolladas por su conviviente”, el juez Piña razonó en sus fundamentos.
El final fue obvio. La Justicia mendocina entendió que la ex novia de Banana no era su cómplice, sino su víctima.
(El Trueno En La Sangre: Biografía Criminal de Martín Banana Espiasse está disponible en Mercado Libre y en todas las librerías del país. En la Feria del Libro se encuentra en el stand de TyPEO, Territorio y Producción Editorial Organizada) Stand 2018, Pabellón Amarillo. También será presentado a las 18 del martes 3 en el stand Zona Futuro de la Feria junto a Rodolfo Palacios)
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