En la Feria del Libro de Buenos Aires de 1984, María Rosa Lojo recibía, de un jurado compuesto por Olga Orozco, Alberto Girri y José Isaacson, el Premio de Poesía que otorgaba dicha institución por su primer poemario, Visiones. En este 2022, 38 años después, la autora recibirá otro galardón, también en el marco de la Feria: la Medalla Europea de Arte y Poesía Homero establecida por primera vez 2016, en Bruselas, Bélgica. Me parece conveniente comenzar por estas referencias cronológicas para poner de relieve el arco temporal de la poética lojiana en el que se inscriben los poemarios cuya aparición celebramos hoy. A lo largo de esas casi cuatro décadas, Lojo construyó una voz fascinada por lo Otro, por lo irreductible de la alteridad que nos constituye como seres humanos pero que se nos escapa irremediablemente; una voz que es el testimonio poético de un preguntarse, de una apuesta por la palabra para sondear el misterio como la propia intimidad. Si la apuesta se mantuvo, esa voz, ese discurrir, está trazado por momentos distintos: el del médium, que abarca el ya referido Visiones y Forma oculta del mundo, de 1991, y el del chamán, que comprende Esperan la mañana verde, de 1998, e Historias del Cielo, publicado junto con los otros tres en Bosque de ojos, de 2011. Y tanto podría decir el médium como la médium, o el chamán como la chamana, puesto que se verifican ambos modos, cuando esa voz, que en los primeros libros toma casi siempre la forma de un tú autorreflexivo, se identifica con algún género.
Si el o la médium, entonces, es una voz solitaria que hace de canal por el que llegan vislumbres que subrayan la angustia de la palabra frente a lo insondable, frente al más allá del tiempo y de la muerte, el o la chamán es una voz que, ante el abismo, se vuelve a lo comunal, a las tradiciones históricamente silenciadas cuyo decir ha señalado esos lares siempre esquivos que solo se exhiben en su sustraerse. Y este arraigo, este sostén, hace de la del chamán una lengua menos hermética, más abierta al desarrollo narrativo, al juego, a la ironía. Las Historias del Cielo, que acaban de publicarse en la traducción de Brett Alan Sanders y gracias a la extraordinaria labor de difusión de la poesía latinoamericana en Norteamérica de Marisa Russo y su sello Nueva York Poetry Press, es quizá el poemario en el que mejor se advierte este despliegue lúdico y abierto. Sus despuntes narrativos sostienen el marbete de microficción con el que fueron dados a conocer los textos allí reunidos, pero no soslayan el costado más propiamente lírico, en tanto ya desde el título nos anuncian el carácter plural del decir sobre un espacio al que solo el mito o la poesía, como palabras que preservan la intimidad de lo inescrutable, pueden aproximarse. Por eso le cabe el título de Maestro tanto a “Janucá Leví, autora del Eclesiastés” como al chamán ranquel Mira Más Lejos, personaje de Finisterre (2005); tanto a santa Teresa de Jesús como a “Lázaro, que volvió de entre los muertos”; tanto al Rey Ubú, protagonista de la pieza teatral de Alfred Jarry, como “al poeta sufí”. Todos son llamados a hablar del Cielo y de Dios, porque el Cielo bien puede estar “en la punta de una pirámide” —lo sabe el beduino que atraviesa el desierto—, como “en el fondo de un pozo de agua color de zafiro” —lo sabían los mayas—, o en una combinación de letras, o puede que no sea más que “un soplo que pasa”. Y así también Dios, en quien conviven la extrema complejidad y la sencillez más absoluta, lo incomprensible de la maldad y la esquivez, y la bondad del derrotado, de ese “carro viejo, roto, que tambalea por momentos”. Todas las paradojas son posibles, puesto que, a lo largo de las Historias del Cielo, diversas miradas se agregan, se contraponen, pero no se suplantan. Y es que “Las llaves del Reino son múltiples y buena parte de ellas ni siquiera parecen llaves”: no hay una única vía para acceder a, o siquiera para intuir, ese espacio celeste, atópico, radicalmente otro, que solo se abre a condición de olvidar la estadía y que solo es perceptible para los gatos que olfatean el extraño olor que impregna al viajero que regresa y nada puede relatar.
Publicado por Ediciones En Danza, los Brotes de esta tierra, el primer poemario lojiano compuesto casi enteramente en verso, reúne textos (casi todos inéditos) escritos, según dice la autora en el posfacio (titulado elocuentemente “Un libro secreto”) de tres etapas distintas: de entre 1991 y 1998 unos, compuestos alrededor de los años 2004 y 2005 otros, y, por último, unos pocos de 2012 y 2018. Se trata, podríamos decir, de un libro que ya estaba escrito, que estaba esperando el momento de nacer y que aparece hoy como una oportunidad para recorrer senderos casi desconocidos hasta ahora, pero reconocibles como parte de ese hacer poético cuyo despliegue, como queda dicho, atraviesa la instancia de la médium y el del chamán, y se abre aún a otros nuevos y distintos horizontes.
En ese primer momento podríamos ubicar la sección “La ley de los despertares”, donde la vigilia es el fin del sueño como posibilidad de ver más allá, de trascender las sombras, de leer las huellas de un Dios fugado, indolente. Y también podríamos ubicar allí el apartado “Padres”, en el que un yo desdoblado atraviesa el tiempo y la memoria en busca de aquellos, que rastrea “tras los vidrios”, en una Buenos Aires que fue el centro de un mundo ajeno, o en las teclas de un piano cuya música “levanta a los vivos y a los muertos / hacia la sala del Juicio”. “Ojo de mar”, poema-faro, entre el bosque y el agua abierta, cierra la sección y anuncia ya otras modulaciones, como las presentes en “La comunidad de los seres”, conjunto de poemas en el que ya no es el desgarro del tiempo, sino las secretas y cósmicas ligazones lo predominante: los ojos olvidados pero luminosos de los muertos sobre la pampa derramada, el cielo de “raíces brillantes / sobre la tierra húmeda”, la arcana hermandad del puercoespín y la flor carnívora, la luz argentina “que fluye como el tiempo y que permanece”, el mate con el que se comparte “un alma antigua” o la cordillera “pastora de cabras”.
Con todo, esas secretas intimidades de lo creado no soslayan las crueldades que dan título a la sección homónima: reaparecen aquí el dolor de vivir y el desconcierto ante la indolencia divina. Pero no hay, como antes, tonos desolados, rebeldías lacerantes, sino más bien aceptación de una intemperie que, en el apartado “El arte de amar”, halla su revés: “En mi cuarto hay un varón domesticado / hecho a mí. // […] // Por lejos que me pierda / en su boca está mi nombre”, reza el poema homónimo, como si el amado fuese, finalmente, el hogar tan deseado. Y los “Hijos” que dan nombre a la otra pieza del conjunto, la sorpresa, el don, el deseo que trasciende.
Como en Finisterre, como en Historias del Cielo, reaparece aquí el chamán ranquel Mira Más Lejos, cuyo hacer reverbera en el título del apartado final y del libro todo. Sobreviviente del expolio y custodio del tiempo del mundo, de los brotes de la tierra, en su fe se adivina el oficio del poeta, que escribe como si sus palabras “estuviesen destinadas a sobrevivir / a los mundos, / como si los muertos pudiesen leerlas en bibliotecas / inconcebibles, / como si contuviesen la arquitectura oculta de un cosmos / destruido / que renace y se multiplica”.
Quisiera terminar con un breve comentario sobre los tres poemas que abren el poemario y que, según la propia autora, “Representan, de alguna manera, las tres etapas compositivas” que aparecen en él. Si en “Cabeza de cristal” todavía impera lo oculto y el desconcierto, en “Caja de música” parecen anunciarse nuevas posibilidades, “brotecitos” de “canción que tintinea [unas] notas de oro” que se vuelven, en “La campana perdida”, fe poética, un decir a pesar de todo, una pasión que es, quizá, la nota más saliente y unitaria de la poesía de Lojo, y con la que me gustaría cerrar:
Cuando crecí dejé de creer en campanas mágicas.
Perdí la caja, perdí la casa de la infancia, perdí la memoria
del lugar
donde la campana había dormido en un silencio obediente.
Ahora la busco, sin embargo.
Quiero tormentas milagrosas para cambiar el orden de
un mundo equivocado.
Quiero trastornar los signos de los tiempos y los climas
de la tierra.
Quiero golpear a las puertas del cielo con un timbal de
ira y de justicia
dar órdenes al rayo y convocar al trueno
para que desgarren la manta de sueño de los días nublados
y alarmen a los poderosos
y alegren a los justos con la buena nueva.
La busco, sí,
ya que la sangre y el sudor y las lágrimas
ya que toda plegaria, toda pasión y toda muerte
han sido en vano.
Este texto será leído en la presentación de Historias del Cielo/Heaven Stories (Nueva York Poetry Press) y Los brotes de esta tierra (Ediciones En Danza), que tendrá lugar el 20 de abril en el Museo Escenográfico Botica del Ángel, de la Ciudad de Buenos Aires. Participaron también, además de la autora y de quien suscribe, Marcela Crespo Buiturón, Marisa Russo (editora de Nueva York Poetry Press) y Javier Cófreces (por Ediciones En Danza).
* El autor es doctor, profesor y licenciado en Letras por la Universidad del Salvador (USAL, Buenos Aires), y máster en Lengua Española y Literaturas Hispánicas por la Universitat de Barcelona (España). Es becario posdoctoral del CONICET en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, donde también completó el Programa de Posdoctorado en Ciencias Humanas y Sociales. Trabaja, además, en la USAL, como investigador y profesor de Teoría Literaria y Metodología de la Investigación.
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