“Soy el hombre de la máscara que noche tras noche se mete en la casa de sus vecinos”. Así comienza el primer relato de Gente que habla dormida, el nuevo libro de Luciano Lamberti. Es un cuento breve, una página y media; con eso alcanza. “Hay algo real en ellos cuando duermen. A veces los filmo con una pequeña cámara digital y en casa veo las grabaciones durante horas”. La tensión aumenta renglón tras renglón. “Cuando espío soy yo, tremenda yo, no necesito comer y ni siquiera respirar de lo tremendamente yo que soy”, dice este personaje que, desde su locura, se filtran pequeñas gotas de una ternura espeluznante. Lo que hace Luciano Lamberti, ya no sólo en este cuento, ya no sólo en este libro, es construir personajes poderosamente perturbadores cuya esencia no es necesariamente maligna o inteligente. Hay algo accidental en cada uno de ellos. El hombre de la máscara es alto tonto, buenudo, también tímido; sin embargo, da miedo, da terror.
¿Qué es el terror? “Miedo muy intenso”, dice la RAE en su primera definición. ¿Cuán intenso? Hay una pintura del estadounidense John Quidor titulada El jinete sin cabeza que persigue a Ichabod Crane. Es de 1858 y plasma una escena del cuento ya clásico de Washington Irving, “La leyenda de Sleepy Hollow”, escrito 38 años antes. Ahí, en esa postal en movimiento, acercando la vista o haciendo zoom sobre el rostro del perseguido se puede apreciar cuán intenso puede ser el miedo. (Algo parecido al niño que, en mitad de la noche, ve al hombre de la máscara). En el relato, Irving da otra pista: “¡Cuántas veces estuvo a punto de morir de angustia el maestro cuando creyó oír en el soplo del viento entre los árboles el paso de un jinete sin cabeza que cabalgaba por el bosque!” En la entrada de Wikpedia del término terror se lee que “en casos graves puede llegar a inducir una parálisis completa del cuerpo, sudoración fría e incluso la muerte por paro cardíaco”.
La literatura no puede matar a nadie. Tampoco se propone causar ese “miedo muy intenso” porque, justamente, es literatura: palabras, lenguaje, sentido, imaginación. La literatura absorbe cosas de la realidad y construye la suya propia, paralela, imposible. H. P. Lovecraft escribió en su ensayo El horror sobrenatural en la literatura que “el miedo es una de las emociones más antiguas y poderosas de la humanidad, y el miedo más antiguo y poderoso es el temor a lo desconocido”. Lovecraft es uno de los grandes narradores de género y su mirada está puesta siempre en relación al lenguaje. Pero ese temor a lo desconocido no es siempre igual. En la ciudad, el miedo mayor de un transeúnte nocturno es ser asaltado, ser golpeado, ser robado. En el campo, el miedo se vuelve sobrenatural: la luz mala, un ovni, fantasmas, locos. La idea es de Carlos Godoy. Lamberti, que nació en un ciudad chica de Córdoba llamada San Francisco, exploraba estas cosas.
Gente que habla dormida es en realidad un conjunto de libros. Incluye El asesino de chanchos, que se publicó en 2010 por la editorial Tamarisco y reeditó años después Nudista, El loro que podía adivina el futuro, que salió en 2014 también por Nudista, y Pequeños robos a la luz de la luna, que es inédito. Lo novedoso, lo nuevo, son los quince cuentos que forman Pequeños robos a la luz de la luna, que toma ese nombre, como lo indica en la primera página, de un poema de Nicanor Parra. Luego de “La avispa” —un relato trágico sobre la relación entre un padre y un hijo que reparten huevos en un pueblo— llega el cuento homónimo, un relato sobre una obsesión, algo parecido al amor, que deja una frase que resume muy bien la concepción de incidente, de tragedia, de giro narrativo en la literatura de Lamberti: “A veces las cosas pasan sin que uno las planifique. Quiero decir: su uno las planifica salen mal”.
De la vulnerabilidad de los niños se ha aprovechado mucho la literatura de terror. Es un lector ideal, pero también un personaje clave. Pero, ¿el niño asustado o el niño que asusta? En “Jers”, el niño está en el medio, o eso parece. Tiene una especie de amigo invisible. Lo dibuja y la chica que lo cuida le empieza a preguntar. Ella cree que se trata de alguien que tal vez esté abusando de él. “No tengo que contarte”, le dice. “¿Jers es alguien que conocés?” “Está siempre conmigo —dice el chico, sin moverse—. Está detrás tuyo, ahora”. “La avispa”, “Jers” y “Días de visita” —donde un niño vive en una especie de pueblo o comunidad, son muy religiosos en su familia, rezan mucho, y de pronto, con cierta frecuencia, aparecen unas sombras fantasmales; tienen que quedarse quieto para que no los vean, como si estuvieran jugando a la mancha congelada de la muerte— son los únicos cuentos donde los niños son protagonistas.
Los registros de Pequeños robos a la luz de la luna son variados. Hay relatos cortos de una o dos páginas que, pese a la brevedad, no se construyen desde la ráfaga; por el contrario, son historias amplias, con un contexto específico y un desarrollo de la trama consistente. También hay cuentos largos que, por su estructura, por el arco narrativo que dibujan a lo largo de sus páginas, están muy cerca de la novela. El mejor ejemplo es “Perras en pantalones de vestir” donde un muchacho regresa de una guerra espacial a la casa familiar en la que vive su hermano. La ciencia ficción bordea el terror, y el clima de guerra, algo tan conocido, tan narrado desde que el mundo es mundo, se resignifica en una especie de depresión desquiciada en loop. El manto de la historia es oscuro: el ex combatiente se mantiene inerte en lo sombrío y la experiencia del combate regresa de forma siempre impredecible, siempre arrebatada, siempre trágica, como un vaso de cerveza que se vuelca.
En “La naturaleza del amor”, dos adolescentes hacen streaming porno. Del otro lado de la pantalla, y también del mundo, un hombre felizmente casado narra todo. Mira con paciencia y excitación cómo esos dos chicos —”Se llaman Christian y Bibi. Así podía buscárselos en la web, cuando nada de esto había pasado: christianybibi.com”— se besan, se tocan, se aman, pero un día la performance sexual rompe los límites elásticos de lo esperable. “Todas las explicaciones serán parciales, insatisfactorias”, escribe sobre ese desenlace, y de alguna manera lo es para todos los desenlaces de Lamberti. En el libro, en todos sus libros, se puede observar ese tipo de frases que se vuelven totalizantes. En el cuento “Este es tu nombre”, dice: “Se fue. Pero nada se va. Nunca nada se va”. Eso ocurre con la mayoría de sus personajes: una vez que tienen el “mal” adentro o que el acontecimiento les marca la vida, ya está, están jodidos y sus vidas serán así para siempre.
Quizás uno de los cuentos más interesantes de Pequeños robos a la luz de la luna, porque a su modo descolla, sea “La mosca en la fruta”. No hay monstruos ni fantasmas, no hay sátiros ni psicópatas. Son chicos criados en la lógica de la pelea, “hijos, nietos de inmigrantes, herederos de la tristeza”. “Una pelea podía detonarse por cualquier cosa: una mirada mal entendida, plata, una chica, la pelea de un amigo, una prenda de ropa inadecuada, un bigote mal afeitado, nada”. Los hombres, ya adultos, todos maltrechos, machucados, rotos, se juntan una vez al año, entre asado y vino, a recordar anécdotas. “Lo que somos vive en nosotros y nunca desaparece”, es otra frase totalizante del universo lambertiano. Es ¿una crítica?, ¿una parodia?, ¿un himno?, ¿un réquiem? a lo que hoy suele definirse como patriarcado en uno de sus aspectos menos discutidos: la violencia entre varones adolescentes y el terror permanente a no lograr sobrevivir.
Lamberti empezó en el relato. Podría decirse que esa cancha es su polvo de ladrillo. Debutó con Sueños de siesta en 2006, siguió con El asesino de chanchos y El loro que podía adivinar el futuro. En este último, resucitado y adherido a Gente que habla sola, hay un cuento que vale la pena contar un poco de qué se trata. Se llama “La canción que cantábamos todos los días” y tiene esta línea: “Usted no entiende –dijo mi madre–. Ese chico es otra persona. No es mi hijo”. Lo narra Tomás y cuenta que un día, mientras estaba con su familia a orillas de un bosque, su hermano se pierde entre los árboles, se pierde un buen rato, pero después aparece y ya no era él. “Se quedó mirándonos. Recuerdo esa expresión y me da frío”. La madre no puede normalizar lo que todo el mundo sí, entonces intenta matarlo porque, asegura, esa cosa no es su hijo. Termina internada en un instituto psiquiátrico y la familia completamente rota, mucho más rota que la sociedad.
“Tenía la impresión de que en algún punto de su vida algo se había torcido”, escribe en “Los caminos internos”, primer cuento de La casa de los eucaliptos, publicado en 2017. Efectivamente, sus personajes cargan con ese diferencial, con saberse distintos, tristemente distintos, dañados, averiados, malditos. Escribió también las novelas Los campos magnéticos, La maestra rural (una increíble oda a la paranoia), La masacre de Kruguer (finalista del Premio Medifé Filba) y Los abetos (una biografía novelada de Samuel Beckett). Un escritor de “corto aliento” puede perder la chispa en el paso a la novela, pero este no fue el caso. La masacre de Kruguer, que supo colarse en un importante galardón de literatura argentina con su peculiar lanza de terror, no es un libro cualquiera. Incluso puede que esa novela sea su mejor libro por la proliferación de personajes, la aventura de un falso documental polifónico, la idea de la tragedia histórica, insospechable, total.
El 26 de junio de 1987 ocurrió la masacre en Kruguer, un pueblo que en ese entonces tenía 97 habitantes. Es una sucesión de escenas inconexas: una mujer pone veneno para ratas en la preparación de la torta y luego se la come ella, su marido y su hijo, un hombre atropella a un grupo de gente sentada en la plaza, una chica baña a su bebé, lo ahoga, después saca su cuerpito muerto, lo seca, lo cambia y lo sienta con ella a ver la tele. Cuando la policía le preguntó a los sobrevivientes, que fueron muy pocos, nadie pudo explicarlo. Nadie sabe. Nadie entiende. El comisario de un pueblo vecino acudió al lugar pero nunca pudo resolver nada. Mientras duró su investigación, caminó por el tapial de la locura. Luego dejó el uniforme y se dedicó a resolver problemas de ingenio. En la novela, cuando le preguntan, ensaya una explicación. “El hielo de nuestra cordura es fino y frágil”, dice. Y agrega: “Todo puede salirse de control”. Y repite: “Todo puede salirse de control”.
En la literatura de Lamberti el terror no es fijo, adopta diferentes elementos, una misma zona. Y por más que venga de la racionalidad urbana o el misticismo rural, siempre es un fenómeno casi atmosférico que lo tiñe todo. Una especie de clima: las nubes negras en el cielo, enormes, gigantes, los refusilos avisando y aumentando la tensión del desastre, siempre a punto de llover, a punto de baldear el mundo. A diferencia de un realismo perturbador o del suspenso, la literatura de Lamberti cumple lo que promete, como una maldición: esa tormenta siempre estalla. Son sus personajes, sus narradores, los que ofician de médium entre esa tragedia inminente y el mundo incrédulo: personajes aturdidos —algunos más atemorizados, otros dejándose llevar— que, como escribe Maximiliano Crespi en Tres realismos, “juegan el juego literal de mezclar los códigos, de dar por sabido lo que se ignora y adoptar la posición del ‘entontecido-cínico’ (incluso frente a lo que realmente sabe)”.
“Escribo terror para recuperar mis lecturas de la preadolescencia: Bradbury, King, Quiroga, Cortázar. Todos ellos escribían una renovación del género desde su punto de vista. Yo los disfruté mucho. El terror es un lugar donde se cruza la imaginación —que es algo que yo tengo, puedo fallar en muchas cosas pero imaginación tengo— y la posibilidad de que haya un mundo distinto, algo desconocido que de pronto se nos presenta en la vida cotidiana y abre nuevas posibilidades de experiencia. A mí me gusta leerlo y no lo veo solamente en escritores de terror”, decía Lamberti en una entrevista con Infobae de 2017. El terror como zona, como algo mucho más grande que un género, como ese miedo muy intenso que puede matar. Pero no, la literatura no mata —”la literatura es un gran aguantadero de locos”, decía en esa misma entrevista—, aunque sí a sus personajes. Pero los personajes de Lamberti no suelen morir, les ocurre algo peor, mucho peor: el terror.
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