Nació en Madrid en 1976 y creció y vive en Sevilla. De pequeña, Sara Mesa se narraba a sí misma, por ejemplo, en su trayecto hasta el colegio (“El día parece soleado, Sara Mesa sale de casa…”), pero no empezó a escribir formalmente hasta los 30 años. En España es considerada una de las voces más potentes de su generación y fue consagrada por la crítica gracias a los relatos de sus libros No es fácil ser verde y La sobriedad del galápago. También es autora de un libro de poemas, Este jilguero agenda, que recibió el Premio Miguel Hernández de Poesía.
Su primera novela fue El trepanador de cerebros y luego llegaría Cuatro por cuatro, que fue finalista del Premio Herralde de Novela en 2012. Desde entonces ha publicado Un incendio invisible, Cicatriz, Cara de pan y Un amor (Anagrama), su última y celebrada novela, que para muchos fue el libro del año en España en el 2020, para siempre el año de la pandemia.
El argumento de esta novela breve y poderosa gira alrededor de Nat, una joven traductora que ha decidido mudarse al campo, en busca de la tranquilidad que le está faltando. Así llega a La Escapa, imaginando una vida más apacible y sin saber que, en lugar de hallar esa paz interior que necesita, lo que está por vivir será un tiempo perturbador, en una casa casi en ruinas, con vecinos inquietantes para quienes una mujer sola es siempre sospechosa, miedos nuevos y experiencias rudas que la harán reflexionar sobre el amor, el placer y el vínculo con los otros.
Semanas atrás conversamos por zoom a propósito de su libro y también de su modo de trabajar sus textos, así como de su formación anárquica y de la necesidad de aislarse y salir de los focos de atención para poder escribir.
— Naciste en Madrid pero que te fuiste muy temprano a Sevilla y ahí vivís. ¿Cómo fue eso?
— Sí, fui muy pequeña. Yo cumplí los 3 años en Sevilla, me siento totalmente andaluza. Mi acento se nota, la gente lo nota si conoce el acento del Sur de España. Vivo en un pueblo cerca de Sevilla, creo que me viene bien un poco estar fuera de los focos. En España los focos editoriales y literarios están en Madrid y Barcelona y creo que a mí me viene bien estar un poco aparte.
— Al mismo tiempo -a partir de los premios y de lo que fue el éxito también de Un amor- independientemente de que vivís lejos de los focos estás bastante bajo los focos. No tenés vida virtual en las redes, ¿cómo haces para mantenerte alejada, cómo preservás ese espacio?
— Bueno, yo creo que teniendo bastante claro qué es lo que supone escribir, ¿no? Escribir supone pasar mucho tiempo aislado y solo, es así. Tengo un amigo escritor, Hipólito G. Navarro, que publica cuentos, que dice que ser escritor quita mucho tiempo de escribir porque en cuanto te empieza a ir bien, empiezan a llamarte para un lado y para el otro, y viajes... Entonces, no sé, hay en mí una especie de resistencia a eso. Entiendo que es parte de lo que hay que hacer y a veces también lo disfruto. Pero lo disfruto cuando lo hago de vez en cuando: eso no debe ser la parte primordial del trabajo del escritor. Tengo claro que lo que hace falta para escribir realmente es tiempo y soledad. Es así.
— Alguna vez dijiste que sos bastante pudorosa y que vivís la literatura como una desnudez pública.
— Ah, sí, total. Ya poco a poco me voy acostumbrando, llevo un montón de libros, pero cuando empecé a escribir nadie sabía que escribía; era una cosa que hacía como si estuviera mal. No me preguntes por qué porque creo que tiene algo que ver con algún tipo de configuración infantil de la mente, ¿no?, algo que proviene de mi infancia. Porque, al final, yo por lo menos cuando escribo pongo mucho de mí misma, no necesariamente porque cuente hechos autobiográficos, que no, sino porque pongo mi visión de las cosas. Y a veces eso ofrece una dimensión de las personas diferente. Cuando leemos algo que escribe otro lo vemos desde otro lado. Y a mí eso siempre me ha generado mucho pudor. Pero creo que está bueno, no lo digo orgullosa de ello, tampoco me fustigo, pero creo que es algo que simplemente tengo que ir aceptando: escribir es exponerse, también.
— También leí que cuando ibas al colegio te contabas a vos misma, es decir que la Sara Mesa escritora arranca casi como una Sara de la literatura del yo. Empezaste a escribir realmente muy chiquita, ¿no?
— A ver, es que cuando preguntan en entrevistas “cuándo decidiste que querías escribir, ser escritora”, realmente yo no lo decidí en ningún momento. O sea, fue surgiendo y además era relativamente mayor. Yo tenía ya 30 años cuando se publicó mi primer libro y no era una cosa que hubiera planificado ni tenía una carrera metida en la cabeza, ni nada de esto. Pero si retrocedo en mis recuerdos me doy cuenta de que aparte de leer mucho, yo era muy fantasiosa en el sentido de que iba todo el tiempo narrándome, la verdad: “Sara se levanta y va al colegio”. Me inventaba mucha aventura y cuando me sacaban de esa narración interna mental me daba muchísima rabia, o sea que supongo que, de alguna manera muy embrionaria, la necesidad de narrar estaba ahí.
— ¿Y de dónde venía la literatura? ¿En tu casa se leía, había libros en tu casa?
— Había libros pero no hay nadie en mi familia que provenga… bueno, mucho menos escritores ni del mundo intelectual ni literario, no. Yo soy de clase obrera, en mi casa había esa cosa que había en ciertas familias acerca del prestigio de la cultura y, en este caso, de lo literario. Casi como una forma de trascender tu propia clase social, de dar el salto a algo mejor. Entonces había ese respeto, eso sí. Y había libros, bueno, pues a lo mejor eran colecciones que se compraban en kioscos, a plazos, cosas así. Pero era algo que se reverenciaba y estaba ahí para el que lo quisiera. Entonces, claro, yo empecé a leer por ahí también en bibliotecas públicas y tal, ¿no? Pero no estaba metida en un lugar donde hubiera grandes lectores ni debates literarios ni vida intelectual, por así decirlo.
— Además de Un amor que es tu última novela, leí Cicatriz y ahí aparece también lo que tiene que ver con la lectura y con el intercambio de la lectura. ¿Con quién intercambiabas tus impresiones sobre la literatura o sobre aquello que leías?
— Bueno, pues en aquel momento creo que con nadie (risas).
— Era un mundo propio.
— Claro. Un poco más adelante sí, claro, al final uno va encontrando su lugar y amistades, y va intercambiando opiniones, autores. Pero al principio fue muy intuitivo. Y ahora, desde luego lo que más me gusta de encontrarme con compañeras y compañeros escritores es hablar de libros. Sabes que muchas veces se habla de cosas que no tienen nada que ver con lo que realmente nos gusta, que es leer y escribir. Y ahora sí tengo mucha gente con la que compartir cosas y que me recomiendan y creo que esto es una parte muy bonita de haber conocido escritores. Pero al principio no, era una cosa… Y, además, por eso quizás fui una lectora muy caótica, que saltaba de un libro a otro de manera bastante impulsiva y leía cosas de calidades muy diferentes. Al día de hoy, si hago un registro de mis lecturas pasadas es un absoluto desastre. Tardé mucho en afinar mi gusto.
— Considerás que ya no sos esa lectora caótica, que tenés otro método, digamos, para la lectura.
— Soy caótica. A ver, no llevo un método eterno. Soy caótica en el sentido que me dejo llevar, pero claro, soy muy refinada ya a esta altura (risas). A estas alturas llega el momento en que si un libro no me gusta, lo dejo, cosa que antes no hacía porque lo sentía como una especie de traición al libro. O una especie de obligación, una cosa muy tonta, también. Y ahora eso no lo hago. Y, bueno, sí, me he sofisticado, por así decirlo.
— ¿Y con la escritura te pasa también eso de que ahora te animás a que si una historia no avanza, la dejás?
— Bueno, eso tiene que hacerse siempre. Pero a veces pienso que… soy cabezota también. Cuando una historia no avanza pienso que no es culpa de la historia sino culpa mía porque no la estoy enfocando bien, no la estoy contando bien, no estoy eligiendo el ángulo adecuado. Entonces intento darla vuelta y hacerlo por otro lado y tal. Y, normalmente, al final termina saliendo, pero claro, todo ese trabajo previo, invisible, no se ve, y yo considero que es trabajo útil también. Pero escribo a veces libros muy cortos y parece que no hubo…
— Que salieron rápido, claro.
— Claro, sí. Y no: tiro mucho y, sobre todo, podo mucho, ¿no? Quito mucho superfluo. Pero si quiero contar algo, normalmente acabo contándolo, eh. Y hay un momento incluso en que digo “bueno, a lo mejor no es el libro perfecto, a lo mejor no es lo que yo quería hacer, pero es lo mejor que lo puedo hacer”. Y creo que también es un acto de humildad soltar un libro y decir “esto es lo mejor que lo he podido hacer y ahora bueno, que los lectores digan, que la crítica diga”. Pero di lo más que podía.
— ¿Te pasa de leer tus libros anteriores y pensar que hoy los escribirías exactamente así o, más bien, hoy los darías vuelta completamente?
— No, si yo leo mis libros anteriores, que no lo hago (risas), claro que los cambiaría. No, no, es un horror leerse… Luego es curioso, porque si leo lo que escribí hace cinco años me parece un horror, pero si leo lo que escribí hace quince. de pronto digo: no estaba mal, no estaba mal. No leo nada de lo que he escrito antes, me aterroriza.
— Yendo un poquito a Un amor, cómo surge la idea de escribir esta novela, ¿qué surge primero, el personaje de Nat, la idea del pueblo y la opresión? ¿La idea de la lengua a través del relato del trabajo de una traductora?
— Sabes que es muy difícil decir qué surgió primero, cómo surgió. O sea, intento contestar a esta pregunta pero al mismo tiempo tengo que decir que siento que falseo un poco el proceso porque es complicado. En realidad, hay como ideas que van dando vueltas. El asunto de la vida en un lugar cerrado, por ejemplo. No me interesaba tanto lo rural como lo pequeño, lo opresivo… De hecho, la novela que fue finalista del Herralde, Cuatro por cuatro, se desarrolla en un internado. O sea siempre me han gustado los escenarios un poco claustrofóbicos, casi una novela mental, ¿no? Entonces por un lado estaba eso, el peso de la comunidad, el grupo frente al individuo que llega. Por otro lado, estaba el asunto del intercambio referido al sexo y como una posible historia de amor. Porque, no sé, esta escena, que no quiero hacerme spoiler a mí misma, pero en la escena del primer encuentro sexual…
— Es maravillosa.
— Muchas gracias. Esa escena, por ejemplo, casi que la tenía antes de empezar el libro, me sobrevino como algo frío pero al mismo tiempo que quema, no sé. Y luego hay cosas que provienen de la realidad, como la historia del casero, le pasó a una amiga mía algo parecido, no igual. La historia de que alguien entre en tu casa también es un sueño recurrente. Te diría que hay como cuatro o cinco cosas que están orbitando en mi cabeza porque el proceso puede durar meses, incluso años, y de pronto un día cristaliza y digo: voy a escribir esta historia. Y, aun así, en ese momento tampoco tengo muy claro a dónde me va a llevar, voy avanzando y van surgiendo personajes secundarios, etcétera.
— Varias de esas imágenes que mencionas son también un poquito pesadillescas, ¿no?
— Sí.
— ¿Tenés pesadillas recurrentemente?
— Pues tengo que decir que sí. Tengo muchos sueños, no sé si llamarlos pesadillas porque para mí pesadilla es algo que realmente te despierta angustiada gritando y eso también me pasa, pero menos. Me pasaba mucho más antes, en la juventud; en la adolescencia me pasaba muchísimo. Ahora lo que tengo son sueños recurrentes y sueños muy enrevesados y largos. Podría decir así, que duermo mal, que no descanso, pero al mismo tiempo estoy muy contenta de tener esa capacidad; yo creo que todo el mundo sueña pero no todo el mundo de la misma manera ni todo el mundo los recuerda igual. Y, para mí, siempre lo he dicho, soñar es una cantera de imágenes. Contarle un sueño a alguien es un horror, o sea, eso hay que evitarlo. Y todas las historias basadas en sueños normalmente no funcionan. Pero de ahí sí que se extraen cosas, atiendo a esa forma de narrar porque tiene algo muy interesante.
— ¿Pero escribís tus sueños cuando despertás, los escribís para no olvidarlos?
— Bueno, a veces sí pero a veces no vale tanto eso, es más una sensación. A veces es mejor que se amortigüen y que queden sensaciones. Por ejemplo, esto es muy obvio y se sabe de sobra pero yo lo experimento también, el asunto de la casa, que en Un amor es fundamental. Cuando sueñas con casas de alguna manera la casa eres tú; esto más o menos está bastante estudiado. Estos sueños en los que vas por una casa, por tu casa, y de pronto descubres que hay una habitación que no conocías. No sé si tuviste ese sueño alguna vez pero yo lo sueño mucho. O lo que he dicho antes, que entra alguien en la casa o que de pronto la casa empieza a caerse, todos estos sueños en torno a las casas son muy interesantes y hay mucha literatura, pienso ahora en Samanta Schweblin con Siete casas vacías, ¿no?
— Sí, sí.
— Cómo también maneja el asunto de la casa y notas que ahí, no sé si provienen muchas imágenes de sueños pero desde luego hay mucho simbolismo. Los sueños son muy simbólicos pero no creo que haya que analizar si esto significa esto o lo otro, sino dejarlos como… Para mí es la posibilidad de un lenguaje. Porque yo, cuando escribo, creo que en términos estrictos podría decirse que mi narrativa es realista. Es decir, no introduce elementos fantásticos, no introduce irrealidad, pero siempre camina un poquito al lado de eso. Siempre va un poco como, bueno, pues como la narrativa de los sueños donde ocurren cosas. Llegó no sé quién, me dijo tal, apareció de pronto tal, y muchas veces son sueños que podrían ocurrir en la realidad pero por la manera en la que aparecen hay algo en ellos también un poco, irreal o turbio, borroso.
— En el borde, claro.
— Sí, en el borde. Que a mí creo que me inspira mucho a la hora de escribir. Y como sueño prácticamente todas las noches pues es una materia prima que tengo ahí, no hace falta apuntarlo sino más bien me ha enseñado a contar, a escribir también.
— En Un amor, la protagonista está traduciendo las piezas de teatro de una autora que no escribe en su lengua original. Muchos cuando la leímos pensamos en Agota Kristof, ¿es así?
— Sí, me inspiré en Agota Kristof. Pero últimamente en lo que escribo intento no poner muchas referencias culturales explícitas porque creo que da igual. Quiero decir, evidentemente hay lectores que han reconocido que yo pensaba en Agota Kristof, pero quien no lo reconozca no pasa nada. O sea, no quiero que nadie salga del libro y vaya a buscar en internet quién es Agota Kristof sino que la historia fluya.
— Claro.
— Entonces me pasa continuamente, me inspiro en cosas reales o hay cosas que son privadas y otras que son públicas, como el caso de Agota Kristof, que es una figura pública, pero no necesito explicitarlo. Me resultan interesantes en general los escritores que escriben en una lengua que no es la materna y las razones por las que lo hacen que son muy diferentes.
— Sobre todo porque influyó en su estilo claramente, ¿no?
— Sí, totalmente influyó en su estilo. Claro, no solamente es un estilo, digamos, simple o casi infantil porque no hay un dominio adecuado del idioma, que también puede serlo, sino que es casi como una manera de expresar la desposesión, porque se vio desprovista de la capacidad de hablar en su propia lengua, de comunicarse en su propia lengua. Es una expresión de la lengua del exilio. Es decir, esta es la única herramienta que tengo y voy a usarla como pueda. Pero en ese descarnamiento hay un posicionamiento estético y ético que va más allá del hecho de que te has cambiado de país y hablas otra lengua, ahora.
— El lenguaje aparece como algo muy importante en Un amor no solo porque es el trabajo de Nat en concreto sino también por el tema del malentendido permanente en donde lo que aparecen son los preconceptos, los prejuicios de la gente, las palabras que no se entienden. En el vínculo de Nat con el alemán también aparece como una diferencia en el modo de la expresión. ¿Qué era para vos la idea del lenguaje cuando empezaste a escribir la novela, qué había detrás de querer trabajar con el tema del lenguaje?
— Bueno, yo quería hablar entre otras cosas de la incomunicación, pero me interesaba esto de la incomunicación incluso a través del lenguaje. Es decir, cómo a veces el lenguaje no solamente no nos ayuda a comunicarnos sino que se puede convertir en una traba. Y esto, evidentemente, cuando pensamos por ejemplo en los tabúes, los eufemismos en el lenguaje burocrático, que es algo que también me interesa mucho, que no aparece en Un amor pero sí en otros libros míos, me interesa mucho. Pienso por ejemplo los apodos, cómo se le llama a alguien y qué significa en realidad ese apodo.
— Cómo determina a una persona un apodo, de pronto, para toda la vida.
— Claro. El lenguaje es muy enriquecedor pero en todos los sentidos. Muchas veces lo bien pensante del lenguaje como vehículo de transmisión de idea pura tampoco es cierto. El lenguaje depende de cómo lo utilicemos, ¿no? Y muchas veces me gusta fijarme más precisamente en el lenguaje cotidiano, en el lenguaje oral, y en el lenguaje de la calle, de cualquiera. Porque hay muchas capas de complejidad ahí que a veces obstaculizan precisamente la comunicación, generan malentendidos, inferencia errónea. No sé, me parecía que expresar esto a través del lenguaje en conversaciones breves que tienen los personajes y qué está pensando cada uno en realidad, porque solamente está contada desde el punto de vista de Nat, qué piensa Nat.
— Sí, exacto.
— Me parecía que era una forma un poco sutil de hablar del hecho de la incomunicación. Lo que sí ha pasado, fíjate qué curioso, que para algunos lectores eso ha significado que Nat es una persona -como se dice ahora- que practica el overthinking, que piensa demasiado y que es una persona suspicaz, maliciosa. A mucha gente le cae fatal. Pero yo creo simplemente que hago explícita una manera de reflexionar sobre lo que las demás personas dicen, pero creo que es algo que hacemos continuamente.
— Yo no sentí eso porque, en realidad, lo que no puedo dejar de mirar es el tema del abuso, que aparece incluso en la historia infantil. Como que todo el tiempo aparece la idea del abuso o de la posibilidad del abuso. Y, en cambio, sí pienso que al verlo todo a través de ella, toma forma la idea de lo siniestro, en el concepto clásico de lo familiar vuelto extraño porque como lectores lo vamos viendo con ella.
— Exacto. Esa era una apuesta narrativa también en cierto modo peligrosa. Porque el hecho de que lo veamos todo a través de su ojo siempre deja un velo de dudas sobre los demás personajes. Yo no caracterizo exactamente cómo es el alemán, con lo cual siempre nos quedará un poco la duda de si realmente es un personaje tan siniestro. Me gusta esa palabra que has usado. Como parece o realmente es simplemente un tipo simple y ella ha puesto ahí muchas más expectativas de las que debía, ¿qué ha pasado ahí? ¿Por qué de pronto se ha enganchado de este personaje? Bueno, yo quería indagar también ahí y por eso la novela se titula Un amor, que mucha gente igual dice “aquí no hay amor”. Bueno, pues no hay el amor romántico.
— No dice “el amor”, dice “un amor”.
— Claro. Y la pregunta es si existe o no; bueno, me parece bien que la gente se pregunte si existe o no, esa es una gran pregunta, si existe o no en esa historia. Pero claro, es que ahí hay otra palabra manoseada y que significa mil cosas. Millones de cosas. Para cada persona, una cosa.
— Sí, hay algo que el alemán tiene como personaje que es esa distancia y frialdad que lo hace hasta como menos humano en cierto punto y ahí también estamos en el borde, ¿no? De lo que hablábamos antes. Porque es con quien tiene la relación más íntima y, sin embargo, también es posiblemente el más inexpresivo de todos ellos. Hay una frase de la novela que a mí me gusta y que dice: “El malestar de la felicidad es una idea que le ronda ahora con insistencia. Un tipo de felicidad que contiene en sí misma la semilla de su propia destrucción”.
— Yo creo que eso tiene algo que ver con el miedo al daño, con la experiencia que por desgracia nos va también haciendo suspicaces, nos va pudriendo el pensamiento. Como que, bueno, esto está yendo tan bien que en algún momento se va a torcer. Hay también un poco de pensamiento mágico ahí porque lo hemos visto otras veces. Ahora mismo soy feliz pues por cualquier lado, inesperadamente, me va a venir la desgracia. También hay un problema de expectativas y de prejuicios. En torno a los silencios de él, ella genera un contenido y cree que la manera de ser de él es de determinado modo o que él viene de determinado sitio. En fin, todo el silencio ella lo va rellenando. Y luego se va dando cuenta de que hay muchas inferencias que ha hecho que son erróneas, que no son así, y se tambalea. Y ahí ya empieza a temer que ocurra más. Hay otro momento de la novela en el que habla de que le gustaría cerrar los ojos para no ver más porque cada cosa que ve le va haciendo daño. Creo que Nat es una mujer bastante dañada, bastante frágil. Y su fortaleza, paradójicamente, es la conciencia de su fragilidad. Porque ella va tomando conciencia de esto según avanza la novela.
— Los escenarios en los que uno lee normalmente determinan las condiciones de la lectura y lo que queda después. Vos la escribiste antes, pero ¿cómo viviste el modo en que se leyó en pandemia Un amor?
— Bueno, la novela salió en septiembre de 2020, digamos, la parte inicial más gorda del confinamiento ya había pasado. Pero claro, se empezó en aquel momento a plantear mucho el tema de la vuelta al campo, a lo rural. Porque las ciudades iban a ser insoportables, vendrían más pandemias. E íbamos a cambiar nuestra forma de pensar, íbamos a ser más…
— Íbamos a ser todos mejores y buenísimos (risas).
— Claro, exacto. Entonces un poco se leyó como una contestación hacia toda esa mentalidad un poco ingenua de “el campo es fantástico”. A mí esto me resultaba un poco frustrante porque como he dicho antes ni la novela va sobre el campo ni cuando yo la escribí había ocurrido nada de esto. Pero ya estoy acostumbrada y es inevitable que los libros se leen de la manera que marca la actualidad. Pero luego se siguen leyendo más delante de otro modo. Porque es curioso, Cuatro por Cuatro es un libro de 2013, tiene ya un montón de años. Y se tradujo en Estados Unidos ahora el año pasado y se leía en clave de pandemia también. Significa que al final los libros se ajustan a lo contemporáneo. Como autor a veces eso resulta un poco frustrante pero en realidad es muy lógico y hay que dejarlo pasar porque si el libro dura -y ojalá dure- y dentro de dos, tres años se sigue leyendo y pues se leerá bajo otras coordenadas. Y está bien.
— Hablabas de la soledad del escritor y en tus textos la soledad es algo que aparece muy fuertemente y ligado a la opresión. ¿Cómo se escribe la opresión? ¿Cómo se plantea un autor, una autora en este caso, escribir la opresión, no solo describirla sino escribirla?
— Bueno, a mí sí que es un tema que me ha interesado siempre y casi sin darme cuenta va apareciendo en cada uno de mis libros. Yo lo que hago también muy intuitivamente es hablar de la opresión en entornos pequeños. Esto ya lo he dicho antes, me refería a los escenarios pero también a las relaciones sociales. Ahora, por ejemplo, el próximo libro mío que saldrá se titula La familia y habla de la opresión y de las relaciones de poder dentro de la familia. Siempre hablo de eso, o de la pareja o de una comunidad de vecinos como ocurre en Un amor, casi que son todos vecinos de un mismo lugar, o en una escuela o en una oficina de trabajo. Siempre, no sé por qué, mi mirada tiende hacia lo pequeño. Esto también es algo que se ha dicho repetidas veces y yo creo que es cierto, que es que los mecanismos de poder y de sumisión y de opresión que aparecen en los grupos humanos pequeños se reproducen luego a gran escala. Todos sabemos que cuando estábamos en el colegio en cada aula, en cada clase se repetían una serie de perfiles. Eso es curioso. Y a mí me interesa analizar eso… O, quizás, como escritora mi mirada está ahí, tampoco es una cosa que yo elija, porque yo me sentiría totalmente incapaz de hablar, no sé, de grandes grupos sociales de la altura de un país, de un continente, o un movimiento social amplio. No me siento capacitada y me pierdo, la verdad. Además creo que soy bastante observadora de esto, de lo pequeño sí me gusta ver cómo se interactúa. También te pueden decir que eres bastante pesimista por hablar de la opresión, pero a mí me parece que no está mal como diagnóstico para luego poder defendernos.
— Podemos agregar que, además de la opresión, hablas también de la perversión dentro de esas pequeñas comunidades.
— También, sí. Así me voy ganando la fama (risas). De alguna manera a mí me sirve también como diagnóstico. Al final son historias de relaciones entre personas, entre personajes; cuando son historias humanas y toda esta parte se borra como si no existiera, no estamos siendo realistas, no está sirviendo para nada. Quiero decir, yo siempre pienso que incluso los sentimientos más bellos tienen también una parte más fea.
— Oscura.
— Sí. Con muchas capas de complejidad y, es como siempre digo, a una prenda de ropa me gusta darle la vuelta para ver las costuras, cómo está hecha. Cómo son por detrás. Cómo es la etiqueta, quién la ha hecho, dónde, por qué. Es así. Por ejemplo en Un amor, cuando se habla de la relación que se establece ahí, cómo el sexo si aparecen celos, si aparecen desconfianzas, bueno, lo podemos juzgar como malo, pero, en fin, que levante la mano quien no ha vivido una situación en algún momento que toque esto, ¿no? Que toque el deseo de posesión, los celos, la desconfianza. Ocurre. No sé si debería ser así o no pero como seres humanos somos muy complejos y yo no quiero rehuir a esa complejidad, es lo que me interesa y quiero contarlo.
*La entrevista completa puede escucharse en este sitio.
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