Hace tres años quedó fascinado con Colombia, tan parecida se le hizo a Rumania que nunca sintió que estuviera fuera de casa. Ha llegado con el mismo peinado que entonces, y hasta la ropa se parece. Ha dormido poco, pero aún así sonríe. Sigue sin hablar español, pero identifica una que otra palabra. Su inglés tiene una cadencia especial. Es como si fuera italiano con algo de escocés. Le pregunto por cómo se pronuncia su nombre. “Son dos sílabas. Mir-cha. Se dice Mircha”.
Cartarescu se sienta en un sillón, entrelaza las manos y mira hacia la ventana. Lo observa todo. Nadie alrededor parece reconocerlo. Nadie se acerca a estrecharle la mano, a pedirle una foto o su firma en algún libro. Pareciera ilógico, pero en medio de su fama, Cartarescu puede ser el escritor menos conocido del mundo. Su obra ha impactado a millones a lo largo del globo, pero aún así hoy son muchos quienes no saben de su existencia.
Esta fama, de la que aún intenta reponerse, llegó cuando comenzaron a traducirlo al español, gracias a Enrique Redel, el editor de Impedimenta. La revolución en Iberoamérica fue total, y empezó a verse reflejado en la cantidad de ejemplares vendidos. Todo el mundo quería leer al escritor rumano que deslumbraba por la poesía en sus novelas, el que escribía a mano y había dado a luz libros como “El ojo castaño de nuestro amor”, “Nostalgia”, ”El Ruletista” o “Solenoide”.
Con este último libro, el rumano terminó por ubicarse allá, donde los escritores parecieran querer llegar para no apartarse nunca más, desconocidos en medio de su fama. Al rumano se le ha incluido varias veces en el listado de nombres de quienes podrían obtener el premio Nobel de Literatura. A él le parece, ya se ha dicho, halagador, pero no le da mucha importancia. Solo le preocupa una cosa, la más importante de todas en la vida de un escritor: seguir escribiendo.
“No me interesa la fama. Yo escribo porque lo necesito, porque me hace feliz y porque espero que cuando la gente lea también se sienta feliz”. Él sabe que es uno de los autores más reconocidos en la actualidad, pero eso no le quita el sueño, como tampoco el hecho de recibir o no un galardón como el premio Nobel de Literatura. “Me complace el hecho de que se me tenga en cuenta para recibir este premio, pero eso no representa mucho. Es una lotería”, señala.
En 2019 le pregunté por su palabra favorita del español, de las pocas que conocía. “Librería”, dijo. Le pregunto por aquel episodio. “Es una palabra muy hermosa. Se pronuncia muy similar en rumano. Si bien es un sitio donde se venden y compran libros, es tan importante como una iglesia. La diferencia es que no hay nadie obligándote a creer, a entrar. Estará ahí hasta que decidas que es el momento. Siempre tendrá sus puertas abiertas”.
Le pregunto sobre el libro del que tanto habla la gente: “Solenoide”, una especie de poema novelado de 794 páginas. “Creo que todos mis libros están llenos de poesía. Yo mismo me considero poeta, aunque actualmente no esté escribiendo poesía. Para mí es más que suficiente que a mi edad todavía pueda ver la belleza en el mundo. Eso me hace un poeta. Dostoievski decía que sus novelas eran poemas. Yo puedo decir lo mismo. Todo lo que escribo sigue estando en este mundo de la poesía y sigue respetando esa lógica, no tanto la de la prosa”.
Después vinieron otros libros. Parte de su vida ha quedado registrada en sus novelas. Las escribe sin ningún tipo de filtro, como llevado por una presencia mística que le susurra al oído lo que debe escribir. Dice que siente como si el texto ya estuviera ahí y él solo tuviera que retirar el manto que lo cubre. Pocas veces, o casi nunca, borra algo ya escrito. No lo edita, lo deja salir como llegó. Escribe a mano y no tacha, deja que todo sea. Uno de los pasajes de Solenoide, y varios, de hecho, da cuenta de esta segunda personalidad que Cartarescu dice que se apropia de él cuando escribe, y es una muestra, también, de esa delicada capacidad narrativa suya: “No he tenido tiempo de escribir en los últimos diez días porque estamos en época de exámenes y vivo enterrado bajo montones de cuadernos delgados, apilados por clases. Corrijo, lleno las páginas con subrayados y observaciones ortográficas, luego hago un movimiento brusco con la mano y pongo una nota en la esquina de cada examen. Leo mecánicamente, con la cabeza en otra parte (…)”.
Cuando no escribe, sale a caminar, bebe café con su esposa, lee, escucha música, juega videojuegos, ve películas. Nada que otras personas no hagan. Es quizás esa cotidianidad suya lo que causa fascinación, lo que le ha permitido gestar su obra, para muchos, una de las mejores de la literatura contemporánea, y ha hecho que muchos se aventuren a querer descifrar su vida y comprender sus opiniones.
La obra de un escritor no debería estar por debajo de su figura, pero en el caso del rumano, ha llegado a un punto de su vida en el que los lectores terminan acercándose a lo que hace, no tanto por lo que hace, sino por lo que es. “Yo estoy fascinado con mi propia figura”, dice. “Escribo un diario todos los días, desde que tenía 17 años. Es una especie de entrevista que me he hecho a mí mismo a lo largo de este tiempo. Con eso, pienso que es normal que las personas lleguen a un punto en el que se interesan más en el escritor que en lo que escribe, en sus opiniones sobre absolutamente todo y lo que hay detrás de ser una figura pública. El artista se convierte en un modelo para la gente. Muchas veces, el artista concentra los miedos, los dilemas, las pasiones y los amores de la gente. Hoy en día, la diferencia entre la vida de un artista y su obra ya no está tan clara, pero hay casos en los que nosotros mismos trazamos esa diferencia, esa oposición”.
¿La labor de un escritor tiene alguna finalidad? “Cuando empiezo a escribir nunca tengo un plan, como algunos otros escritores. No sigo ninguna estructura y no tengo la menor idea de lo sucederá. Para mí, la escritura es un acto de fe. Se alimenta, claro, de muchas cosas. Yo, por ejemplo, intento que todo lo que esté haciendo al momento de escribir tenga que ver con eso que estoy escribiendo. No solamente leo libros, también leo personas y lugares, incluso aromas. Para mí, el mundo se ve reflejado en la escritura. Ese es mi mundo. Sin embargo, no tengo alguna finalidad, algo específico que quiera dejar con todo esto. Yo solo escribo”.
El escritor reflexiona y asegura que aquello de los premios es algo muy efímero, mentiroso, incluso injusto. “Deberían repartir todo ese dinero entre varios buenos escritores y no dárselo solo a uno”. El café que le han servido hace un rato sigue sobre la mesa, intacto. Su esposa se asoma cada tanto. No interrumpe.
Antes de llegar a España, Cartarescu era un escritor conocido solo en Rumania y algunos sectores de Alemania. Cuando Impedimenta empezó a publicarlo, la revolución fue total. Se siente agradecido por lo que ha pasado. Admira a Kafka, dice que nunca ha habido quien lo supere o siquiera lo iguale.
Dice que lo que sucede en Rumania no es muy lejano a lo que sucede en Colombia. Sobre literatura latinoamericana habla de Augusto Roa Bastos, Miguel Ángel Asturias, Ernesto Sabato, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa… Los conoce muy bien a todos. “No pareciera, pero estos autores fueron vitales para comprender la realidad que durante mucho tiempo vivimos en mi país. La dictadura nos marcó, y ellos la narraron mejor que nadie. Son tan importantes como los rusos o los norteamericanos”.
Dice que irá a Buenos Aires, que planea visitar la casa de Jorge Luis Borges; después irá a Montevideo y tendrá un paso por México. Ya fue una vez y le gustó mucho la casa de Frida Kahlo. “Creo que todos estos lugares son tan parecidos a Rumania que siento que no he salido de allí. Mi país hace parte de Latinoamérica, en cierto sentido, pero terminó perdiéndose en Europa”.
Se levanta y me estrecha la mano. Se despide y me desea buena suerte. “Nice to meet you”, dice en inglés, y después me da la espalda, y vuelve a la mesa donde el café está frío. Le preguntan si lo quiere caliente. “Yo lo bebo así. También me gusta”, dice.
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