Están los que rezan y están los que recitan. Oraciones invocando divinidades y poemas raspando sensibilidades. En definitiva, cosas parecidas. ¿Acaso la poesía no es una forma superior, trasversal, universal de la religiosidad?
Durante los primeros años de la dictadura de Franco, estando preso, Miguel Hernández se la pasaba recitando poemas. Ya había publicado libros, la mayoría poemarios, también obras de teatro. Cuando murió de tuberculosis en la enfermería de la prisión de Alicante, el 28 de marzo de 1942, tenía treinta y un años, y los ojos abiertos. Los guardias de la cárcel no se los pudieron cerrar. Su amigo, también poeta, Vicente Aleixandre —obtendría el Premio Nobel de Literatura en 1977—, ese mismo día le escribió un poema que empieza así: “No lo sé. Fue sin música. / Tus grandes ojos azules / abiertos se quedaron bajo el vacío ignorante”.
Rodando por una pendiente paralela a los géneros racionales, la poesía siempre intentó ponerle palabras a lo que flota en el aire sin sentido. Incluso hoy, cuando el mercado ha avanzado con tanta agresividad sobre el arte, cuando sólo importa lo que “funciona”, la poesía se mantiene inútil, profundamente inútil, a los designios de la racionalidad, pero fundamentalmente necesaria ante un mundo que no ofrece respuestas.
Elvio E. Gandolfo acaba de reunir toda su obra poética en un solo volumen. Tengo ganas de risas raquel, publicado por EDUNER (Editorial de la Universidad Nacional de Entre Ríos), recorre una línea de tiempo que va de 1968 a 2021. En sus casi 500 páginas, dice Roberto Appratto en el prólogo, hay asombro y hay sonrisa. Los temas pueden ser minúsculos o magnánimos, pero esa mirada extrañada y a la vez jovial nunca desaparece. El primer poema del libro, que es en prosa, relata una vida entera. “Sin contratiempos”, se llama. “A través de todo el largo tiempo ha pateado piedras en las veredas desparejas con el un placer de libertad y furia”, se lee. “Ha muerto ayer rodeado de los llantos como agujas de su esposa y los ojos sin respuesta de sus hijos”. En esa falta de respuesta racional es que aparece la poesía como única posibilidad descriptiva: “Ha pensado en una piedra rodando en una vereda gris y ha muerto”. Como la oración final de un sacerdote sensible a orillas del cajón.
Como una biblia bastarda, Tengo ganas de risas raquel es de esos libros que uno puede abrir en cualquier página, en una hoja aleatoria, sin mirar, sólo guiándose por la suerte, posar el dedo en un poema, en un verso y leerlo en voz alta, recitarlo, adueñarse de esas palabras, de ese concepto, de ese juego lingüístico —el asombro y la sonrisa— y clavárselo en la mente durante todo el día. Hagamos la prueba: “Ahora que quizás, en un año de kilombos, / piense: la poesía me sirvió para esto: / pude ser feliz, ello no me fue negado, / pero escribí”. Gandolfo tiene 74 años, nació en San Rafael, se crio en Rosario y vive entre Buenos Aires y Montevideo. Es escritor, traductor, periodista, pero sobre todo poeta.
¿Qué puede hacer un poeta más que practicar el silencio interior hasta oír la voz extraña, como dice Fabián Casas, y traducirla en las hojas? “Taconear el teclado”, dice Lila Siegrist en Te quiero abrazar mucho (Manzalva, 2020). La orfandad que implica la ausencia de Dios produce un caos que sólo la poesía —anterior a todo dios— ordena o, mejor dicho, desordena y da sentido. “Este sábado he vuelto a la verdad del verso”, escribe Siegrist y el poemario se llena de potencia. “Entre los dedos sucede esto”, dice. “Lloro esas páginas, tenues desafectadas y confirmo mi ausencia”, escribe también. ¿Acaso la poesía, como cualquier religión, no produce el efecto de unidad con el cosmos? La diferencia es que no hay salvación; la incertidumbre persiste: “No tengo entidad, / construyo el paisaje. / Escribo contra algo, / fallo”.
“En un poema, la vida y la muerte son iguales. / Aceptamos a una niña, aplastada / como piedritas debajo de una rueda”. Estos versos son de Ellen Bass, poeta nacida en Filadelfia, Estados Unidos. Tiene también 74 años. El año pasado se publicó por primera vez una obra suya al español. Fue por el sello Gog & Magog y traducción de Daniela Ema Aguinsky y Valentino Cappelloni: Todos los platos del menú. “En un poema, no nos importa si te contrataron / o te despidieron, si perdiste o encontraste el amor, / si seguís tomando o dejaste. / No tenés que ejercitarte / o perdonar. Estamos hambrientos, / Vamos a pedir todos los platos del menú”. La fuerza de este libro publicado de forma bilingüe —la página izquierda en inglés, la derecha en castellano— agiganta la fe en el arte del verso.
Cuando Luciana Reif escribe “Cuando era chica / mi abuela ahogaba gatos / los metía en un balde / y los sumergía / lentamente / dejándolos sin aire / empapados y muertos / como esponjas”, ¿qué es lo que se propone dejar latiendo en la mente de los lectores? Es posible que la poesía sea uno de esos pocos géneros que no se escribe para nadie, que no hay lector, que es solo alguien, un poeta, develando la voz del mundo. Luciana Reif vuelve a su infancia, eso es lo que hace en Entrada en calor, recientemente publicado por UOIEA!, y vuelve a su presente, va y viene, exagera, exprime las posibilidades de la imaginación, recuerda y plasma. “Así me siento yo / en mi cuarto / que se inunda cada vez que llueve / los trapos húmedos en los rincones / conteniendo el agua / que avanza”, continúa ese poema inaugural.
“Mi abuela decía que para encontrar / lo que que perdemos hay que dar vuelta un vaso. / Lo repetí casi como un rezo / cuando decidí buscarme”, escribe Sofía Arriola en El mundo podría deshacerse, publicado por Elemento Disruptivo el año pasado. Así empieza, en sintonía con el poemario de Reif, con una imagen de la infancia extrovertida en el recuerdo poético, una abuela, la gran madre, ¿nuestro mayor santo tal vez? Pero la poesía no es una religión moralista, al menos no en términos tranquilizantes. “Será que tengo otro abuelo alcohólico / que le da una explicación a los vasos / que di vuelta como un conjuro / sin hallar nada”, cierra el primer poema Arriola para luego andar “suelta y fluyendo con el aire”. La poesía no tiene la tranquilidad del agua mansa; la poesía es una religión de fuego.
Los árboles genealógicos tienen baches. Adriana Riva intentó llenarlos como quien pone enduido sobre la grieta de una pared, no para tapar el desacatamiento, sino para rellenarlo, para no dejarlo abierto, para ponerle palabras, para narrarlo. En Ahora sabemos esto (Rosa Iceberg, 2022) describe una escena atrapada en el tiempo: ella, su hija y su madre adentro, en la casa; afuera, el virus. Ya no son iguales que antes, las tres crecieron, el mundo también cambió. “¡Qué oscuro se está acá!” / Prendamos la luz”, escribe y comienza a reflexionar en clave de verso, a pensar en voz poética: “Madre / no es lo mismo / que mamá”. “¿Cómo somos cuando nadie nos mira?”, escribe. También: “¿Qué nos sostiene / juntas?” Y también: “Lo que nos mata / es este resabio / de esperanza”.
En la cárcel de Prolier, en Madrid, un colegio reconvertido en prisión, dos reclusos conversan. Ambos son maestros republicanos; por eso están ahí. Tiempos de la Guerra Civil Española. Uno daba clases en Móstoles; el otro en Arganda. Forjan una amistad. Pero el 24 de junio de 1939, uno de ellos, de nombre Gerardo Muñoz, que esperaba impaciente la visita de su mujer y sus cinco hijos, es llamado por los guardias: lo sacan y lo fusilan. Presenció su muerte el otro maestro, de nombre Román Francisco Aparicio. Casi setenta años después, las hijas de ambos hombres se conocieron. Fue durante un homenaje a los maestros republicanos organizado por el Partido Socialista de Madrid. Las dos mujeres no se conocen pero se saludan con cariño. La hija de Aparicio tiene una carta en la mano, es un poema; se lo entrega.
Luego de ver el fusilamiento de Muñoz, Román Francisco Aparicio escribió los siguientes versos: “Presencié ya tres veces la salida / de hombres que jamás han de volver. / Pero al oír tu nombre de partida / la emoción embargó todo mi ser. / A la brutal llamada de la muerte / acudiste con ánimo tranquilo, / mostrando en la mirada que eras fuerte / y aceptando sereno tu destino”. Ahora, la hija del militante fusilado sabe cómo su padre enfrentó ese trágico final. Fue la poesía, ese extraño lenguaje ancestral, con su belleza, sus artilugios, su honestidad, el único capaz de narrar ese momento. No hay demasiadas explicaciones. La poesía está ahí, siempre presente, antes, ahora, después, siempre. Para ser recitada como una plegaria pagana, como una religión de fuego.
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