Este viernes, en la Universidad de Alcalá de Henares, se entregará el Premio Cervantes a la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi. O para ser más precisos: el premio que fue otorgado a Cristina Peri Rossi lo recibirá, en la práctica, la actriz argentina Cecilia Roth, porque Peri Rossi tiene un estado de salud delicado. ¿Qué hará Roth en la entrega? Por ahora es una sorpresa.
Mientras tanto, la editorial Lumen recuperó un libro de relatos eróticos de la ganadora del Premio Cervantes 2021. Desastres íntimos había sído publicado en 1997 en Barcelona, por la editorial Lumen. Y ahora se reedita.
Entre los relatos está el de un hijo que cuenta, primero con inocencia y luego todo lo contrario, las relaciones de su madre con otra mujer. También hay un cuento sobre un hombre que se enamoró de una mujer-ballena y otro alrededor de club de fetichistas.
Desastres íntimos ya está publicado en papel en España y en América latina irá apareciendo de a poco: hoy se consigue como libro electrónico.
Peri Rossi nació en Uruguay en 1941 y publicó su primer libro -los cuentos de Viviendo- en 1963. En 1969 obtuvo el premio Marcha por El libro de mis primos. Se exilió en 1972 -cuando su obra y su nombre fueron prohibidos por los eventos premios a la dictadura militar que gobernaría hasta 1985- . Dijo entonces que se iba sólo “hasta que amaine”. Y no volvió: vive en Barcelona hace décadas.
El libro de los primos le había dejado un tesoro: a partir de un ejemplar que llegó por azar a París inició un vínculo con Julio Cortázar. Una “amistad especial”, un amor “raro” y casi siempre sublimado: la pasión de Peri Rossi se centra en las mujeres. Juntos se reían de los artículos que afirmaban que ella era su novia pero una complicidad romántica sobrevolaba las cartas que se mandaban. En una él escribió: “Pero, además, Cristina, ayer hubo tu pequeña mano siempre un poco fría, un poco gorrión en la llovizna, que se posó en mi pelo y me acarició brevemente, deliciosamente [...] algo me dice que vos y yo venimos ya de una especie de relación anterior, avatares de otra remota amistad. Déjame ser el unicornio que bebe de la mano de la doncella en los tapices medievales; a su manera él es feliz, está colmado”.
“Cada vez que me sumerjo en el interior de estos personajes, encuentro algo de mí misma”, dijo Peri Rossi sobre Desastres íntimos. Aquí, algunos párrafos de ese trabajo:
De “Fetichistas S.A”
Al principio éramos cuatro, pero luego el grupo creció. Hemos puesto un límite: sólo nos reunimos doce fetichistas por vez. Los nuevos aspirantes tendrán que formar otro club. Nos llamamos a nosotros mismos los fundacionales, la primera generación. Esta célula originaria está integrada por Fernando, ingeniero de caminos; José, oficinista; Francisco, fotógrafo, y yo, que soy la única mujer, me llamo Marta, soy maestra y vivo sola.
¿A quién podría confesarle mi pasión por los cuellos masculinos, sólo por los cuellos, si no es a Roberto, que colecciona zapatos de charol negro, de mujer, que correspondan al pie izquierdo, o a José, que adora los sujetadores, o a Francisco, el fotógrafo, dispuesto a dejarse matar por fotografiar unos ojos estrábicos? De mujer, naturalmente: es del todo insensible al estrabismo masculino. «Ni siquiera una buena bizquera del ojo derecho me hace apetecible esos cuerpos toscos y torpes de los hombres», dice Francisco. A mí me ocurre lo mismo con los cuellos: sólo me atraen los cuellos masculinos; los femeninos, ésos ni los veo. No todos los cuellos: algunos. Ni siquiera cuellos semejantes: a veces, me enloquezco por un cuello largo, estilizado, con forma de pino, esos cuellos que ascienden hasta las alturas y hacen pensar que quien lo porta es un soñador, una criatura romántica; otras veces, en cambio, me siento irresistiblemente atraída por un cuello con una nuez de Adán prominente, que sobresale, como un pene en erección. Ningún hombre, con una nuez de Adán prominente, pue de disimular su condición de animal eréctil, primero biológico, después espiritual. En esos casos, creo que amo la contradicción entre el instinto y la cultura, entre el ser que babea, transpira, defeca, contrae enfermedades y ronca cuando duerme, y la construcción imaginaria: un ser que siente, piensa, habla, elige, compra una cor bata de Fiorucci, escucha una sonata de Brahms.
Todos tenemos, pues, un secreto. Tener un secreto es algo muy pesado. Cuando me enamoré de Fernando, por ejemplo, ¿cómo explicarle lo que sentía? Fernando tenía treinta años y quería casarse, «constituir una familia», como él decía. Trabajaba en algo, no recuerdo en qué. Ah, sí: en un banco. Siempre sabía muchísimas cosas acerca de créditos, impuestos, bolsa y todo eso. Estaba orgulloso de su capacidad de administrar el dinero, de hacer inversiones y cosas así. Yo me reí mucho cuando se mostró tan orgulloso de esas capacidades, y él se ofendió. Me acusó de que yo no tenía ningún interés real por su vida. De acuerdo (no pude decírselo): todo mi interés —enorme, por lo demás— estaba concentrado en la manera involuntaria, completamente inconsciente, en que su nuez de Adán subía y bajaba, con in dependencia de su voluntad. Su nuez de Adán sobresalía y yo concentraba en ella mi mirada. Hablara de lo que estuviera hablando (en general, las conversaciones de los hombres me parecen completamente irrelevantes; hablan de negocios, de política o de fútbol como formas de autoafirmación, dedicados, de manera absoluta y agotadora, a reforzar sus egos), aquella nuez subía y bajaba, rítmicamente, algo puntiaguda, bandera o símbolo de cosas sin nombre, de cosas que yo todavía no sabía, o quizá él mismo no sabía.
De “El testigo”
Me crié entre las amigas de mi madre. No sé cuán tas fueron, ni siquiera puedo decir que las recuerdo a todas, pero de algunas no me he olvidado, y, aunque no las haya vuelto a ver, o sólo aparezcan por la casa muy esporádicamente, sé quiénes son y les guardo simpatía. No he jugado con otros niños, sino con las ami gas de mi madre. En realidad, soy un tipo bastante solitario, y prefiero las máquinas a la compañía de otros como yo. Las máquinas, o las amigas de mi madre. En primer lugar, aparecen de una en una. Hay períodos enteros en que mi madre sólo tiene una amiga, que prácticamente vive en nuestra casa, comparte con nosotros la comida, las sesiones de vídeo, los programas de televisión, los paseos, los juegos y las noches. Siempre han sido muy tiernas conmigo.
—Me gusta mucho que no haya otros hombres en la casa —le dije una vez a mi madre, agradeciéndole que mi infancia no haya estado ensordecida por los gritos de un padre violento o de un amante exigente.
Las mujeres son mucho más dulces. Con ellas, me entiendo mejor. No me hubiera gustado compartir la casa con otros hombres; compartirla, en cambio, con las amigas de mi madre me parecía encantador.
Creo que mi madre pensaba lo mismo. Desde que ella y mi padre se separaron —siendo yo muy pequeño—, la casa estuvo visitada sólo por mujeres, y eso era muy tranquilizador. Supongo que para mi padre también. La más antigua que recuerdo era una muchacha de piel bastante morena, voz aguda y brillantes ojos negros. Mi madre era muy joven, entonces, y yo sólo tenía tres años. Dimos muchos paseos juntos; yo dormía en mi habitación, y ellas dos, juntas, en el cuarto de mi madre. Pero yo a veces me levantaba, por la noche, y aparecía en la habitación grande. Entonces, una de las dos me tomaba en brazos, me arrullaba, y yo me dormía entre ambas, acunado por el calor de sus cuerpos desnudos.
De “La semana más maravillosa de nuestras vidas”
Estábamos en la suite de un hotel de Lexington Avenue, en Nueva York. Eva había pedido la suite, yo no hubiera tenido tanto valor. La suite tenía dos niveles: en el inferior, estaba el jacuzzi, el combinado musical y la nevera, en la parte superior había una enorme cama matrimonial, con diversos juegos de luces, bar y una pan talla de vídeo, para proyecciones eróticas, supuse. También había una mesa de despacho, provista de su ordenador y de su fax, porque quien tiene una vida erótica atractiva debe tener, también, importantes tareas públicas o privadas.
Habíamos alquilado la suite la noche anterior, creo, porque luego de hacer el amor de pie, en la cama, de espaldas, sobre la alfombra, contra la nevera, ella arriba, yo abajo, yo arriba, ella abajo, desnudas o con las prendas de lencería erótica que habíamos comprado en un sex-shop de la calle 45, mi sentido del tiempo era tan débil y escaso como mi energía. No habíamos hecho el amor la noche entera: a veces, nos detuvimos a beber champán muy frío, que Eva extraía de la nevera, o a comer esas maravillosas frutas tropicales, de colores in tensos y sabor uniforme —a plástico—, que abundan en las tiendas neoyorkinas de comestibles. Fue precisa mente durante una de esas pausas (mientras yo investigaba las múltiples posibilidades eróticas de los cacahuetes, que nunca faltan en las neveras de los hoteles o en las bandejas de los aviones) cuando Eva dijo:
—Tengo que llamar por teléfono a mi marido. ¿No te importa si lo hago desde la habitación?
La pregunta me cayó como un balde de agua fría. Algo que estaba necesitando, a todas luces, gracias a nuestros ejercicios amatorios. Estiré una mano hacia la mesilla de luz, sin darme cuenta de que la cama era tan grande que mi brazo no la alcanzaba: hizo una pirueta ridícula en el aire, como me sentía yo. Por suerte, Eva no me estaba mirando en ese momento, de manera que me repuse, cogí la caja de Peter Stuyvesant con dignidad, y, ganando tiempo, encendí lentamente un cigarrillo.
—No me dijiste que estabas casada —observé con voz ronca.
De “Una consulta delicada”
El doctor Minnovis no había descubierto, después de tres sesiones, cuáles eran los motivos de la aparente depresión del señor Enríquez. Debían ser imaginarios. Se sufre más por razones imaginarias que por reales. El matrimonio del señor Enríquez marchaba bien (tanto como cualquier otro, pensó el doctor Minnovis) y no tenía problemas económicos. Tampoco había perdido a un ser querido recientemente.
Sin embargo, el señor Enríquez le había confesado (ésa era la palabra justa: una dolorosa, íntima y casi in soportable confesión) que albergaba una duda secreta: no estaba convencido, íntimamente, de ser un hombre o una mujer. No se trataba de una confusión física. El señor Enríquez reconocía que tenía aspecto de hombre. Nada, en su cuerpo, le inducía a sospechar lo contrario. Tenía un físico robusto, hacía ejercicio, era un excelente nadador, su miembro viril era vigoroso y nunca había padecido episodios de impotencia. A pesar de todo eso, el señor Enríquez sentía, muchas veces, que era una mujer. No podía confesárselo a nadie. Temía caer en el ridículo. Durante todos estos años había guardado esa sensación para sí mismo («¿Cuántos años?», preguntó con voz deliberadamente hermética el doctor Minnovis. «Muchos», «demasiados», murmuró el paciente), hasta que la sensación lo había asfixiado; de sensación se transformó en sentimiento, en padecimiento, especificó el señor Enríquez. Aun así, había vacilado mucho antes de decidirse a consultar a un psicólogo. Era algo que no quería revelarle a nadie, aunque, por otro lado, ansiara poder hacerlo.
El doctor Minnovis lo escuchó con perplejidad. Nada, en el aspecto exterior de su paciente, en sus hábitos o en su biografía le inducía a pensar que había un conflicto de identidad sexual. Por lo demás, esos conflictos, por delirantes que sean, suelen aparecer en la juventud, rara vez a los cuarenta años.
—Es muy extraño no tener la certeza de quién se es —dijo el señor Enríquez, con evidente esfuerzo.
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