Después del punto final, supe que había escrito una novela de aventuras. Sin darme cuenta, sin proponérmelo. Nunca el escritor tiene control total del texto, y el argumento toma caminos inesperados. En Risas de mujeres desnudas, editado por Obloshka, conté la historia de una chica travesti que, con su compañera inseparable, enfrentan al destino. Si bien no se mueven de su geografía, la narración se construyó como un viaje, a través de un escenario hostil, y con una protagonista que asume el riesgo de las decisiones osadas.
A los ocho años, mi entrada a la Literatura con mayúsculas fue a través de las novelas de aventuras. Un género que resulta único a la hora de aprender a narrar. Emilio Salgari me guio. Mis primeros viajes fueron para encontrar a la misteriosa Reina de los Caribes. Me gustaba ese héroe que, obligado a vestir ropas de corsario, viajaba a un mundo desconocido dispuesto a todo por recuperar a su amada Honorata. El corsario negro enfrenta muchos misterios con una valentía única. Y así es Peona cuando se lanza a la aventura. Su mayor propósito es encontrar al Oso Rinaldi, su amor adolescente, que se alejó de Luján sin dar señales de vida. Si algo no le falta a nuestra heroína es coraje y bravura para sortear todas las peripecias. En esta vida acepto cualquier destino menos el de víctima, dirá Peona.
La historia del bar El Almas me fue referida hace muchos años, tiempo después de su clausura. Una maestra, con su papá y sus hijas pequeñas, deciden instalar una confitería en Luján para que las señoras se reúnan a tomar el té con torta. Las señoras nunca aparecen. Quebrada y a punto de cerrarlo, un grupo de travestis comienza a frecuentar el lugar, lo transforma en un refugio para la comunidad y lo salvan del fracaso. Esta decisión las enfrentará al clero, a la policía y a los burócratas municipales. Decenas de denuncias se presentaron contra El Almas, pero entre todos los vecinos que recibió la comisaría, hubo una anciana que sin poder dar razones claras de su encono, sostuvo que desde ese bar le llegaban “risas de mujeres desnudas”. ¡Bingo! El relato tenía hasta título.
Pero el título y la anécdota no son suficientes para una novela. Es necesario que alguien lo cuente. El relato perduró en mi cabeza. Lo imaginé como guion de largometraje, como musical, como serie para televisión. Fue una escaleta, un proyecto en una libreta. En mi trabajo como productor de televisión, hicimos una nota que tuvo a Nicolás Artusi como cronista y entrevistador de la maestra que había gestado El Almas. Hablamos con ella, con las chicas que alguna vez habían visitado ese lugar mítico. Sin embargo, mis intentos por comenzar su escritura siempre fracasaban. En medio de eso, escribí cuentos y otras dos novelas.
Hasta que apareció Peona. A El Almas le faltaba la aventura que le otorga la ficción a la realidad, por cierto, infinitamente más aburrida. Me equivocaba al pensar que contar los hechos cronológicamente y cómo sucedieron bastaba. Ese era el error y la falla. Como surgida de una novela de Emilio Salgari, la travesti iluminada y eterna que cantaba Virgen Morenita en las peñas y escuchaba a Ricardo Montaner, comenzó a guiarme, con su fuerza, su humor y su bravura. Y Risas de mujeres desnudas fue novela. La ficción hizo su trabajo y embelleció esa historia. Le puso humor sin quitarle nada de la crueldad de la que fueron víctimas sus protagonistas.
Los años pasaron. La historia de El Almas parece haber quedado atrás. Pero escribo estas líneas poco tiempo después de que alguien arroje una molotov en la vidriera del Maricafé en Palermo, de que decenas de gays y trans sigan recibiendo golpizas “por su condición” y muchas veces encuentren la muerte. Y mientras, una ex panelista de televisión, devenida en diputada, expresa en todos los canales y sin un poquito de vergüenza que mientras un chico muera de hambre, no se pueden priorizar los “derechos” de las personas trans. A veces, la ficción transforma a la realidad y la vuelve más real. Solo espero que esta vez sean las risas de Peona las que se escuchen desde El Almas.
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