Viernes a la noche, ya madrugada del sábado. El economista Tomás Bulat volvía a casa después de dar una conferencia en San Genaro, provincia de Santa Fe. Bulat acostumbraba a viajar por el país para explicar —desafío difícil, si los hay— las causas, las consecuencias y la actualidad de la economía argentina, y lo hacía con gran solvencia y dedicación. Por su trabajo periodístico había recibido dos premios Martín Fierro. Esa noche había hablado delante de un auditorio colmado y se había quedado un largo tiempo recibiendo el afecto y las preguntas del público.
Cerca de las dos de la mañana, el remís que lo traía —un Peugeot 408— avanzaba por la ruta 9 rumbo a Buenos Aires por encima de la velocidad permitida. A la altura de Ramallo, el auto lanzado a 150 kilómetros por hora no pudo evitar un camión que iba por el carril lento a menos de 70. Bulat iba en el asiento de atrás; de nada ayudó que tuviera puesto el cinturón de seguridad. Tomás Bulat murió el 31 de enero de 2015. Tenía 50 años.
A siete años de aquella noche que partió su vida en dos, la periodista Carina Onorato, viuda de Bulat, pudo ponerle palabras al dolor y contar en Garabatos viudos (Planeta) cómo fue atravesar el duelo y cómo debió hacerle frente a la tristeza sin descuidar a su familia y su trabajo.
Garabatos viudos no es un libro de autoayuda —y, si lo fuera, sería uno tan heterodoxo como El camino total, de Salvador Benesdra—; Onorato no pretende dar una receta de cómo estar mejor. El libro lleva como subtítulo “Un camino de pérdida y transformación” y es así como hay que leerlo: como el registro de una mujer que es consciente de su dolor y que no intenta negarlo, sino reconstruirse a partir de él.
—Antes que un libro, Garabatos vivos parece una carta dirigida a muchos destinatarios: primero a alguien que ya no está —Tomy—, pero también a tu mamá, a tus hijos y a muchas otras personas que van a leerte. Quiero preguntarte, entonces, por un lado cómo surgió la voluntad de escribirlo, y luego a quién se lo escribiste.
—En realidad, la voluntad era la necesidad: la escritura era catártica. En todo el proceso en el que aún dura mi duelo el contacto con la palabra fue sanadora y fue inspiradora. La palabra es mi herramienta: soy periodista. En el libro hay algo de carta íntima —que ahora es pública— para mis muertos: para mi amor, para mi madre, para muchos muertos de mi vida, para algunos sueños que se murieron o que tuve que matar. Y para mis hijos: de algún modo, escribí para explicarles qué me estaba pasando en ese momento que no podía explicarles. También escribí para cada persona que estuvo cerca y que me sirvió de red de contención. Es verdad que nadie se salva solo.
—Si fuera una novela, uno podría leer un duelo por etapas, donde la protagonista puede darse un tiempo, pero el tuyo se da…
—¡En acción!
Algo que me sirvió mucho fue que, en una oportunidad, hablando con mis hijos les dije: “Nosotros no somos las víctimas. La única víctima fue papá, que se murió”
—Sí, en medio del trabajo y las obligaciones. ¿Cómo se puede llevar sobrellevar lo cotidiano?
—Creo que también tiene que ver con la necesidad. Yo no tenía margen para sentarme a transitar las etapas del duelo y enojarme o negarlo. No había negación posible porque tenía tres hijos que sostener, acompañar y ayudar a transitar. Y además alimentar, vestir, mandar al colegio, etc.
—Tres chicos y el más chico, chiquito.
—Muy chiquito, tenía once. Traté de preservar la imagen de ellos, porque el libro tiene que ver con mi intimidad, no con la de ellos. Pero obviamente estoy atravesada por ellos. No hubo margen para vivir la emocionalidad porque tuve que ponerme en on y salir a la calle. Hice lo creí mejor para sostener a quienes amo. Con lo cual, bueno, mi proceso de sanación vino ralentizado. Pero, más allá de eso, creo que las etapas no se viven en orden. Es una montaña rusa de emoción y a veces estás ahí arriba y a veces te hundís de repente y no sabés cómo volver a salir, vas, venís, intentás negociar con el universo —”si yo hubiera hecho tal cosa”—, pero volvés y aceptás lo que te toca. Finalmente, algo que me sirvió mucho fue que, en una oportunidad, hablando con mis hijos les dije: “Nosotros no somos las víctimas. La única víctima fue papá, que se murió”. Traté que ninguno transitara el proceso como si la vida estuviera en su contra. Todos tenemos nuestras pérdidas y todos tenemos que transitar ese proceso lo mejor que podamos. En mi caso, lo mejor fue hacer: trabajando, yendo, viniendo. Y dejando mucho de la emocionalidad en la retaguardia. Por lo cual, el único escape era escribir.
—¿Te acordás del comienzo de Ana Karenina? Tolstoi dice que todas las familias felices se parecen, pero cada una es infeliz a su manera. En el libro decís que querés contar tu experiencia para que cualquier otra persona que está atravesando una situación de este estilo pueda verse reflejada o sostenida: ¿cómo fue la relación con los lectores?
—Primero, me da vergüenza que traigas a Tolstoi a esta charla. Es increíble lo que me devuelve la gente. Yo tengo un contacto bastante particular, bastante especial con las mujeres. Es un diálogo que se da muy naturalmente, y lo que me devuelven siempre es amor. Recibo mensajes increíbles y no necesariamente de gente que tiene una experiencia de pérdida mediante la muerte. A mí me da mucho pudor esta situación y escribo desde un lugar de cierta vergüenza, pero cuando leo algunos de esos mensajes me digo que valió la pena. Si había un sentido de publicar este libro es que alguien en algún lugar sienta que está un poquito menos solo atravesando su proceso.
—Garabatos viudos es un libro triste, pero no es lúgubre. Por momentos me sorprendió reírme.
—Yo tengo mucho humor. En mi casa tenemos mucho humor, y también hay mucho humor negro. El humor es una herramienta que te acerca a la vida, que te acerca a lo vital. El libro no es lúgubre porque nunca me permití estar en ese lugar.
El libro no es lúgubre porque nunca me permití estar en ese lugar
—La muerte de tu mamá y la de tu marido están envueltas en las mismas circunstancias. Vos lo contás en el libro y también contás que cuando murió tu mamá te aconsejaron no verla y cuando murió tu marido te aconsejaron que tus hijos sí lo vieran.
—Mi madre se murió cuando yo tenía 18 años y toda la vida a mí me quedó la pregunta de para qué. Ante situaciones críticas, yo nunca me pregunto por qué sino para qué. No es que ande por la vida diciendo que todo es una enseñanza. Pero algún sentido tiene que tener lo que te pasa. Una mujer de 39 años tiene un accidente de autos y se muere, y yo tengo 19 y me quedo sola: para qué. Cuando se murió Tomy a mí me sirvió pensarlo así. Fue para esto. Yo podía saber qué estaban atravesando mis hijos en ese momento porque había tenido la experiencia. El mayor tenía veinte, la del medio tenía 16 años. Con lo cual estaban en el mismo momento de la vida que me pasó a mí. En psicología dicen: “Repara o se repite. Para mí había sido muy difícil la fantasía de mi mamá volviendo viva. Ella se fue de viaje y nunca más la vi. Vi un cajón cerrado. Eso me había quedado como muy marcado a fuego.
—¿Cómo lo abordaste con tus hijos?
—En el momento que sucedió, yo me puse en modo autómata y me senté con psicólogo y pediatra y dije: “¿Cómo hacemos esto?”. El consejo profesional fue: “Hay que cerrar el ciclo, hay que ofrecerles la posibilidad de que lo vean. Si no quieren, no hay que forzar”. Y fue lo que hicimos; fue lo que hice. Los tres chicos quisieron verlo, cada uno con su necesidad. Me costó porque tenía la fantasía que era muy terrible la ausencia absoluta sin una prueba material de que no iba a estar más, pero, por otro lado, pensar que el último recuerdo, la última imagen iba a ser su papá en el cajón. Trabajamos mucho eso en que eso que estaba viendo era la prueba de que papá no iba a estar más, pero no era papá. No sé si lo logré, pero tengo tres hijos que son soles.
—Yo no lo conocí a Tomás, pero todos lo que lo conocieron hablan muy bien de él. Te diría que no conozco a nadie que haya hablado mal de él.
—Cuando se muere una persona joven, es un shock para cualquiera porque no es lo que debería suceder. Tomás era un buen tipo. Era mejor persona de lo que se veía. Viví casi veinte años con él, le conozco todos los matices, todas las sombras, pero básicamente era una buena persona. Apasionado, talentoso, generoso. Era un tipo capaz de ofrecer lo más preciado que se puede tener, que es el tiempo. Con cualquiera en cualquier momento. Pero este libro no se trata de Tomás. Hago la aclaración porque no es que vengo a contar quién era Tomás. Es otra cosa; es un tránsito distinto, un personaje distinto y un protagonista distinto.
A veces no vas a estar bien y no lo vas a estar por mucho tiempo. Y, ¿sabés qué? ¡Tenés derecho!
—Al principio hablabas de la palabra como sanadora y ahora también de cerrar ciclos. ¿Qué ciclo cierra Garabatos viudos?
—Fueron siete años de transitar ese duelo. Creo que el ciclo que cierra es por mi necesidad de pensar en la vida y de dejar de pensar tanto en la muerte. Escribo desde que tengo memoria. Mi fantasía era escribir y publicar un libro de cuentos. Mi primer libro no fue de cuentos, fue esto. Quizá lo que abre la publicación de este Garabatos es que me habilite a revitalizar mis sueños.
—Vuelvo a la palabra “transformación” del título, que habla de un aprendizaje. ¿Qué podemos aprender tus lectores? O, en todo caso, qué te gustaría que aprendiéramos.
—Ojalá que aprendan a habilitarse su propio proceso. Vos tuviste una pérdida, yo tuve una pérdida, cada uno de nosotros lo va a vivir de manera distinta. Mi pequeño mensaje es que nadie te puede rescatar del dolor. Hay procesos que hay que transitar y no queda otra. Cada uno se tiene que habilitar a transitarlo como sea mejor para sí mismo. El dolor del otro nos incomoda, nos pone en un lugar del queremos salir de ahí urgente: “Bueno, bueno, ya está, ya vas a estar bien”. A veces no vas a estar bien y no lo vas a estar por mucho tiempo. Y, ¿sabés qué? ¡Tenés derecho! Nada más que eso. En algún momento eventualmente estarás mejor. Bueno, ahí vamos, caminalo. Es la única manera.
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