Olive Kitteridge es una mujer mayor, corpulenta, alta, irónica, punzante, que ha quedado viuda. Vive sola en una casa desordenada hasta que conoce a Jack Kennison, un ex profesor de Harvard. Él también es viudo y tiene una hija lesbiana. A Jack no le gusta nada la disidencia de género de Casie.
La novela de Elizabeth Strout entrelaza la línea sinuosa y decadente de la vida de Olive con otras historias que ocurren en el mismo pueblo, Crosby, ubicado en el estado de Maine. Allí, entre los árboles desnudos y la fría brisa marina, suceden las vidas vulgares de los otros personajes.
La adolescente Kayley limpia las casas de profesoras del secundario. Hace muy poco su padre ha muerto y ella era su preferida. La madre no la entiende del todo. Su hermana la quiere pero vive en otro pueblo. Kayley limpia y ordena la casa de una profesora mojigata y ridícula. Pero ella necesita el dinero y resiste todo lo que puede. Una tarde siente una extraña excitación en la soledad de la sala, luego de hacer su tarea. Empieza a acariciarse y al levantar la mirada descubre que el señor Ringrose, el esposo de la profesora, la mira. El hombre, solícito, le pide que siga. La escena se repite en los meses siguientes y luego de eso el señor Ringrose le deja un sobre con dólares como una recompensa muda. Un día la profesora le avisa por teléfono que ya no puede pagar el trabajo. La madre de Kayley descubre que ella tiene mucho dinero guardado en el armario y la regaña. Cuando Kayley se harta de su madre, siente que no puede decírselo y sale a rodar con su bicicleta por las calles solitarias de Crosby.
Bernie habla con Suzanne, una abogada que ha perdido a su padre en el incendio de la casa de Crosby. Suzanne ha engañado a su marido y tiene a su madre internada con una enfermedad mental. El hermano de Suzanne ha apuñalado a una mujer y está preso desde hace tiempo. Bernie escucha a Suzanne y de alguna manera se convierte en su confidente y la alienta a seguir. Bernie tiene ganas de abrazarla y quitarle los males del mundo con ese abrazo. Pero el mundo es duro y una desazón incurable: aunque el afecto exista el dolor es más potente que la actitud solidaria del abogado. En estas escenas se cifra la poética existencial de la novela. La luz de febrero que penetra en los corazones es una metáfora de la turbia y amenazadora belleza que los inquieta.
En algunos capítulos, el desarrollo narrativo está centrado en los avatares de la vida de Olive. En otros, ella aparece de manera tangencial, apenas sugerida, y las historias se suceden hurgando en el desangelado ímpetu de las emociones de otros personajes. Olive es alta y corpulenta, es escéptica y agria. De alguna manera, percibe cómo el mundo se va convirtiendo en un infierno, ese infierno que está cada vez peor, según dictamina Fergus, el padre de la dominatriz que provoca un escándalo familiar. Pero Olive no se deja vencer y aprende a convivir con el proceso de demolición.
Denny Pelletier trabajó en un taller de telas. La autora logra que pensemos en este personaje como alguien rudimentario, sencillo. Menciona como parte del entorno de Denny a Snuffy, un analfabeto del que se burlaban sus compañeros. Los hijos de Denny son universitarios y uno de ellos le pregunta si no se ha sentido mal porque lo llamaban el franchute. En el comentario del hijo leemos una de las formas de la discriminación en EEUU. En “Luz”, otro capítulo, Cindy Coombs también se refiere a la vida miserable de su familia. Strout narra en diferentes segmentos vidas insignificantes atravesadas por los complejos de clase y las carencias de los pobres. A través de las descripciones, seguimos su mirada de los grupos sociales en un país que suele ser visto como homogéneo y asociado al éxito capitalista. Los personajes de Strout están atados a las faltas y las tristezas, como si la autora quisiera destacar eso que los medios y el cine mainstream suelen ocultar.
Por otra parte, Cindy Coombs quiere ser poeta y admira a Andrea L’Rieux, la poeta laureada que reaparece en otro capítulo de la novela. Quizás por su relación con el lirismo es que adora la luz de febrero: “Para Cindy la luz de ese mes siempre había sido como un secreto, e incluso ahora seguía siéndolo. Porque en febrero los días se alargaban de verdad y, si uno se fijaba bien, se notaba. Se notaba que al final de cada día el mundo parecía abrirse una rendija más, y aquella luz de más se colaba entre los arboles desnudos, y estaba llena de promesas”.
Amarga, Olive tiene clara conciencia de la muerte. Le dice a Cindy, quien está enferma y cree que se va a morir pronto: “Los demás solo vamos unos pasos por detrás de ti. Veinte minutos por detrás de ti”. A la vez, Olive advierte la importancia del amor, a pesar de sí misma y de las riñas con su hijo Christopher y de las peleas que ha tenido con sus dos maridos, Henry y Jack: “Todo amor había que tomarlo en serio, incluido el suyo, aquel amor tan breve por su médico”.
Elizabeth Strout construye un mundo en el que pronto puede ocurrir una catástrofe. Luz de febrero puede ser leída como un desencanto que sobrevuela límpido y liviano, como un viento helado que roza la piel de los personajes –y del lector–: “el mundo lucía una especie de aterradora belleza”. La belleza de las situaciones elementales y el horror inminente definen el perfil de los personajes. Todos sufren por el estilete sutil y nítido de la existencia pero es Olive la que expresa mejor el agridulce color de los instantes y es ella la que transmite de una forma contundente y prístina el tono del conjunto de historias que la rodean y de la que es protagonista. A veces, Olive puede ser cruel y cáustica: “Los niños son solo una aguja que se te clava en el corazón”. Otras veces observa los hechos y dirige su frío humor negro contra sí misma: “Cuando te haces mayor te vuelves invisible”. Pero lo que más persigue a Olive es la soledad: “La soledad le provocaba llagas”. Quizá por eso le duele tanto leer el poema que ha escrito la poeta laureada, su ex alumna, después de que conversaran durante un largo rato en un restaurante. Andrea L’Rieux había escrito un poema sobre la soledad de Olive.
Hacia el final del libro, Elizabeth Strout dice que Olive tiene ante sí “los miles de millones de vetas de emociones que había sentido”. Luz de febrero lanza ante el lector ese cúmulo desordenado e incierto de emociones que viven los personajes, anudados con una prosa ajustada y directa que deja entrar la luz de febrero, los ordinarios y profundos sinsabores y las breves alegrías. La impresión que nos queda es que la autora ha detectado la filigrana, el polvillo que está detrás de los actos rutinarios y ha hecho con ellos una novela clara, melodiosa y feliz. Pero no porque los personajes descubran la felicidad sino porque el lector encuentra en los capítulos los intersticios de la existencia.
SEGUIR LEYENDO