En treinta años escribió cuatro libros de cuentos, ocho novelas, infinidad de traducciones y prólogos. Sus libros son verdaderos desafíos intelectuales en los que el sistema de citas, notas al pie y referencias culturales de todo tipo conforman un caleidoscopio literario potente y original que crece en paralelo a la historia principal.
Rodrigo Fresán nació en Buenos Aires en el año 1963. Vive en Barcelona desde 1999, es escritor, periodista, ensayista, crítico, traductor; es, sobre todo, alguien que escribe mucho y todo el tiempo; alguien que escribe sobre otros escritores y también, mucho, sobre todos los ángulos posibles de la lectura y la escritura.
A Fresán, autor de libros como Historia argentina, Esperanto, Vidas de Santos, La velocidad de las cosas y Jardines de Kensington, entre otros, le interesan los autores y las obras que crean a sus propios lectores. Durante diez años trabajó en la monumental trilogía integrada por La parte inventada, La parte soñada y La parte recordada, cuyo protagonista, a diferencia de Fresán, padece la imposibilidad de escribir.
La nueva novela de Fresán se llama Melvill y tiene por protagonista al padre del autor de Moby Dick, importador de mercancías, viajero y, sobre todo, un hombre desdichado. El centro de la historia es Alan Melvill y, sobre todo, un momento en su vida. Un momento histórico que es mencionado casi al pasar en las biografías de Herman Melville y que fue tomado por Fresán para novelar.
10 de diciembre de 1831, noche de sábado. Alan Melvill regresa desde Nueva York a su casa de Albany y a su familia y para eso deberá cruzar a pie el río Hudson, que está congelado. Luego vendrán unos días de fiebre y delirio, un hijo pequeño que escuchará a su padre alucinar y que luego narrará su historia y dialogará con ella, a partir de la creación y la escritura de Fresán.
— Tu nueva novela llega después de un tríptico, de una trilogía monumental que, según uno pueda pensarlo, tiene que ver con la posibilidad o la imposibilidad de escribir. ¿Ahí uno podría decir que el recuerdo, el invento y el sueño conforman el trípode de la creación literaria?
— Sí, es un poco eso. O por lo menos es lo que determiné yo que el personaje del libro, que no soy yo pero tiene muchos puntos en común conmigo, pensase. Es un libro -bueno, tres libros que son uno- que a mí me llevaron unos 10 años de trabajo, más de 2.000 páginas. Paradójicamente creo que nunca se escribió tanto sobre la imposibilidad de escribir, ¿no?
— Claro (risas). Y que además es algo que a vos no te pasa, porque sos un poco un Funes de la escritura, sólo que en lugar de que te es imposible dejar de recordar, te es imposible no escribir.
— Sí, pero tengo que decir que uno de los problemas -entre comillas- y privilegios de haberme metido en un proyecto de semejante calibre fue llegar al final y pensar que tal vez ya tenía todo, ya había dicho ahí todo lo que tenía para decir y escribir. Yo todas las semanas juego a la lotería, que es mi plan B, una lotería europea que se llama Euro Millón, y quiero decirte, no es que hubiera dejado de escribir, pero si me lo hubiese ganado probablemente no estaríamos hablando sobre mi nuevo libro ahora; me habría tomado un descanso o habría intentado por lo menos cambiar un poco el ritmo de mi baile frenético desde hace tanto.
— Pero es frenético no solo en la creación de tu obra sino que sos un gran lector, sos traductor, crítico, periodista, estás trabajando con la escritura permanentemente. ¿Pensás que si hubieras ganado ese Euro Millón podrías haber dejado de participar de algún modo de la literatura?
— No, pero sería más feliz (risas).
— Eso seguro. Claro, eso seguro.
— Y tendría una relación más relajada, tal vez. Yo siempre digo: a mí me encantaría por ejemplo intentar parar de producir un año para ver qué me pasa, simplemente. Un año de cero escritura y que, incluso, intentaría que fuese de cero lectura. Es imposible, pero siempre me intriga la posibilidad de desintoxicarme y ver si de vuelta de eso soy un escritor diferente o un lector diferente.
— Cuando eras el chico que se paraba frente a las bibliotecas y armaba cuentos con los títulos de los lomos de los libros, ¿te imaginabas que ibas a convertirte en el escritor en el que finalmente te convertiste?
— No. Estaba seguro que iba a ser escritor; ahora, qué tipo de escritor y cuáles iban a ser mis libros, no. Pero se parecen bastante me parece a lo que eran mis fantasías. Yo siempre digo eso, que no tengo una fe religiosa, descreo de todas las doctrinas posibles, si bien he leído sobre todas, ninguna me convence, pero sí siento un cierto agradecimiento a algo o a un misterio. Y de eso tratan bastante mis libros, casi todos, que es lo que me ha permitido cumplir mi vocación primera y original. Yo nunca quise ser ni Batman ni jugar en la Selección de Fútbol ni ser corredor de Fórmula 1; mucho menos ser presidente de la República. Entonces sí tengo una especie de agradecimiento y de, entre comillas, satisfacción por haber podido ser lo que quise ser, incluso antes de saber leer y escribir.
—¿La literatura era y sigue siendo tu ballena blanca?
— Es una ballena blanca pero no tiene la ferocidad de Moby Dick, digamos. Es un delfín gigante. Los delfines suelen ser más bondadosos que las ballenas. Por lo menos en el imaginario. Sí, es un delfín blanco y gigante la literatura.
— ¿Cómo fue que leíste a Melville por primera vez? ¿Leíste fue Moby Dick antes que los cuentos? Imagino que sí, y cuando eras chico, ¿no?
— Sí, lo primero que leí fue una edición de Moby Dick en esta colección que se llamaba Clásicos Bruguera que, no sé si te acordas, en el lomo tenía como las figuritas de los personajes, y que por dentro tenían una disposición bastante curiosa porque en la página de la izquierda era texto y en la de la derecha era como un cómic que se suponía que representaba lo que habías leído. Pero lo que a mí me intrigaba mucho y fue, tal vez, mi primera radiación a una forma involuntaria de metaficción, porque muchas veces lo que estaba en el texto no se correspondía con el cómic y viceversa. Y después, bueno, ya con el tiempo habré leído supongo alguna versión, creo que estaba en la Colección Robin Hood Moby Dick, no estoy seguro, seguramente fue eso lo siguiente. Y luego ya, sí, la traducción de (Enrique) Pezzoni, en dos volúmenes, que es la que creo que manejamos todos.
— Sí, la del Fondo Nacional de las Artes.
— En algún momento, de todas maneras, también llegué a Moby Dick porque me gustaba mucho la literatura fantástica y las películas de monstruos gigantes, etcétera, etcétera. Quiero decir, no llegué diciendo: “voy a leer a Melville”, obviamente. Del mismo modo que llegué a Drácula por las películas de Drácula y me encontré con algo muy diferente.
tal vez la gran novela norteamericana indiscutible que llena todos los casilleros la escribió un ruso en plena guerra fría en inglés, que es Lolita de Nabokov.
— ¿Y cuándo aparece la pasión por Melville como figura de escritor y empezás a leer todo lo que figura en esa enorme bibliografía que puede rastrearse en las páginas finales de tu nueva novela?
— Hay una primera influencia que es la más pedestre e infantil, si querés, que es la fascinación por los epígrafes, que tengo yo y que está en Melville y en Moby Dick, que tiene dieciséis páginas de epígrafes. Melville no los llamaba epígrafes sino extractos. Y, después, creo que también había una historieta de Breccia (N. de la R.: y Saccomanno), que había una adaptación y había otra de Durañona. Pero Melville es un escritor ineludible, siempre me interesó. Yo muy rápidamente me especialicé en la literatura norteamericana y Moby Dick es sin lugar a dudas para mí una de las cuatro novelas fundantes de la idea de la gran novela norteamericana. Los norteamericanos siempre están buscando una gran novela americana, todos los años aparece un libro de ese calado, con esas intenciones y ese calibre. Y a mí me divierte mucho, siempre digo lo mismo, que, paradójicamente, tal vez la gran novela norteamericana indiscutible que llena todos los casilleros la escribió un ruso en plena guerra fría en inglés, que es Lolita de Nabokov. Que es una variación de Moby Dick también, ¿no? Es un personaje completamente obsesionado por la persecución de algo; de ir al alcance de algo.
— A propósito de esas cuatro novelas, leí que mencionabas Moby Dick, La letra escarlata de Hawthorne, un escritor que aparece mucho en esta novela, Retrato de una dama, de Henry James y Huckleberry Finn, de Mark Twain. Había leído esto que decís, que es muy interesante, de Lolita como una versión de Moby Dick. Y al comienzo de tu nueva novela aparece una cita de Pálido fuego, de Nabokov, que dice: “¿Quién deambula tan tarde en la noche y en el viento? Es la pena del escritor, es el salvaje viento de marzo, es el padre y su hijo”. ¿Cuál es la pena del escritor?
— Bueno, hay muchos tipos de penas aplicables a un escritor. Una, primero y principal y que vos también la conocés, es llevarte el 10% del precio de portada nada más, esa puede ser una de las penas del escritor. Pero, después, más profundas, más líricas, una de las ideas que a mí me atormenta siempre es pensar que, tal vez, el libro que hubiera sido más importante para mí en tanto lector y en tanto escritor, en cuanto a utilidad y en cuanto a aprendizaje, tal vez no me voy a cruzar con ese libro. Y está dando vueltas por ahí. Y, después, hay una pena también desde un punto de vista práctico, que es que rara vez los libros que uno acaba escribiendo reflejan claramente lo que uno quería que fuese ese libro antes de escribirlo. De todas maneras, tengo que decir que, de algún modo, Melvill es mi libro más inmejorable. No en el sentido de que es perfecto y es el mejor sino que creo que es el que más se parece a la idea que yo tenía en principio de cómo debía ser el libro.
— ¿Qué había detrás de eso? ¿La idea de escribir sobre la relación de un padre con el hijo, la imagen de ese hombre cruzando el río Hudson, la idea de volver a pensar en uno de tus narradores favoritos ¿Cómo surge la idea de Melvill?
— El disparador primero y original es haber leído una biografía de Melville, a ver, visto, digo leído pero en realidad vi esta imagen del padre volviendo a la casa cruzando el río Hudson congelado, y eso ocupa cuatro o cinco líneas… Es una biografía de Melville de un tamaño normal, de 300 páginas, es la de Andrew Delbanco, la primera que leí. Incluso toda la figura del padre de Melville ocupa muy poco espacio porque murió cuando tenía Melville tenía 10 años. Hay varios libros míos que bordean a veces cierta forma de género como la ciencia ficción en El fondo del cielo o un acercamiento a la historia argentina en Esperanto o con Historia argentina, o una reflexión sobre la idea de la infancia y la literatura infantil en Jardines de Kensington, pero yo siempre trato de que todo eso venga hacia mí, no voy yo hacia eso. Y aquí fue básicamente lo mismo de siempre, yo siempre digo que todos mis libros tratan sobre leer y escribir, ése es el tema de mis libros, y de un tiempo a esta parte se ha visto potenciado, coincidiendo con mi propia paternidad hace 15 años, además del misterio de de dónde viene la vocación literaria también el misterio de esa otra vocación que es la paternidad, que es una vocación y que está llena de equívocos y de idas y vueltas y de cambios de puntos de vista también.
— Como renacimientos, ¿no?
— Sí.
— Tu Melvill es un Melville sin la “e”. Posiblemente fue la madre de Melville quien añadió esa “e” del apellido para escapar a los acreedores, ¿verdad?
— Sí, también una forma de reescritura y edición y de tachar y de volver a empezar para sus hijos, como tratar de separarlos un poco del estigma del fracaso paterno. O sea, ese es uno de los tres puntos realmente ciertos y comprobados del libro, el de la letra “e” añadida. Otro es el cruce del río Hudson esa noche, que fue tal como aparece ahí. Y el tercero es la agonía alucinada de Allan Melvill, con el pequeño Herman a los pies de la cama. Yo después todo eso lo mezclo y pongo mis propias filias y fobias y tics y tonterías y gracias. O sea, no me privo de que en el siglo XIX aparezcan los Beatles o Qué bello es vivir, de Frank Capra o incluso una canción de Pink Floyd o el cine de Stanley Kubrick.
Todos los escritores argentinos interesantes e importantes son básicamente súper lectores, ¿no? Hacen como una especie de profesión de fe de lo que han leído. Sus libros están llenos de escritores. Están llenos de libros. Están llenos de lectores.
— Bien en tu estilo, en ese sentido. Además, vos señalas a Melville dentro de una tradición de autores que crean a sus propios lectores. En general uno escucha muchas veces a escritores que hablan de cómo un escritor tiene que buscar su propia lengua, y en este caso me interesa mucho esa idea de los autores que crean a sus lectores, como a la medida de su propia enciclopedia, usando el concepto de Umberto Eco. ¿Cómo sería eso?
— Bueno, yo no soy un escritor que va envuelto -bueno, sí en Argentina- pero no soy un escritor que va envuelto en la bandera argentina. Pero me parece que es algo muy argentino esto que apuntás. Que es parte del ADN de la literatura argentina y que tiene que ver también con que todos los escritores argentinos interesantes e importantes son básicamente súper lectores, ¿no? Hacen como una especie de profesión de fe de lo que han leído. Sus libros están llenos de escritores. Están llenos de libros. Están llenos de lectores. Hay una cosa muy curiosa y muy particular que no tiene me parece parangón en ninguna otra literatura del idioma o de cualquier idioma que es que todos han abordado el género fantástico, o la ciencia ficción o lo extraño, generalmente, también.
— Sí.
— Y después está también la idea de que la gran novela argentina no tiene mucho que ver con la gran novela latinoamericana. No todas las grandes novelas argentinas son muy extrañas; son bastante parecidas a Moby Dick, en el sentido de que son muy atómicas, muy atomizadas.
— ¿Cuando estamos hablando de literatura argentina estamos hablando de algunos nombres en particular? Estaba tratando de pensar, pensaba en Borges, pensaba en Aira. Pero, por ejemplo, pensaba que Saer también es un escritor que trabaja mucho con la metaliteratura pero ahí el género no aparece…
— Bueno, pero sí aparece un mundo muy propio, con una forma de transcurrir del tiempo que es una dimensión alternativa, ¿no? Me parece.
— Cercana a Onetti tal vez. Sí, puede ser.
— Sí, también. Es una percepción del tiempo que no es realista me parece.
— Sí, sí, entiendo lo que decís.
— Y, además, yo siempre me acuerdo como mandato y como buena instrucción de Borges lo que dice en “El escritor argentino y la tradición”, cuando más o menos dice “puesto que tenemos que resignarnos a la fatalidad de ser argentinos, nos queda el consuelo de que nuestro tema es el universo entero”. No hay limitaciones.
— Bueno, la ventaja de la periferia también ¿no?
— Sí, la ventaja de la periferia y del freak ¿no? (Risas).
— Claro, también.
— La literatura argentina es una literatura extraña en el mejor sentido del término, creo yo. O sea extranjera, alien.
—Hablábamos antes del hielo y de la literatura y me gusta mucho este fragmento que dice:
“Escucha, Herman: primero un pie y, asegurándote de que el hielo no se rompe, recién luego el otro.
Y entonces, ya sobre el hielo, mantener el equilibrio y dar unos pasos con cautela; como quien entra en una casa que no conoce o sale de una casa que conoce para aventurarse a un mundo desconocido. Porque, claro, la sensación es muy extraña a la vez que familiar: de pronto estamos en un sitio en el que jamás estuvimos aunque hayamos estado allí tantas veces o al que tantas veces soñamos (y por lo tanto allí estuvimos) con llegar/ Pero nunca así.
La sensación de escribir o de decir algo que jamás se dijo o se escribió, a pesar de que no se haya dejado nunca de pensar en eso y de que se lo haga en el mismo idioma y con las mismas palabras de siempre.
Caminar es lo que se sabe.
El hielo es lo que no se conoce.”
Me gusta eso y me gusta por lo que estábamos hablando, también en relación a lo que significa aventurarse a escribir ¿no?
— Sí. Y además, quiero decir, cuando me preguntabas cuál fue el disparador de la novela, está esto que te dije del cruce del río Hudson. Y, en tanto lector, cuando leí eso dije ay, qué lástima que no lo hubiera cruzado con el hijo, con el pequeño Herman, porque hubiera explicado una cantidad de cosas. Pero enseguida mi yo lector dio paso a mi yo escritor, que es una consecuencia directa del acto de leer, y dije: yo puedo hacer que crucen juntos, no hay ningún problema. No hay nada ni nadie que me lo impida. Y, de hecho, la novela es un poco todo el camino hacia la consecución de ese momento reescrito. Con Venecia, vampiros en el medio, hay una cantidad de cosas. Yo me tuve que atar mucho las manos en este libro, más que nunca, porque tenía mucha información de Melville. Hay una biografía fantástica de 2.000 páginas, pero la parte central del libro que es este delirio fantasmagórico, podría haber tenido 200 páginas más, o sea, podría haberse acercado un poco a Mason y Dixon de Thomas Pynchon, pero tenía una imposición muy grande para conmigo que era que me interesaba que el padre fuese el protagonista. Esa especie de pequeña épica del padre cruzando el río congelado no me interesaba que fuera anulada o cubierta por la gran épica de Herman Melville.
— Lo que aparece es el hijo contando al padre, en este caso.
— Claro, esa era la idea. Que, además, cuando uno es padre o madre uno empieza con la loca sensación, completamente irreal, de que de algún modo está escribiendo a sus hijos y casi enseguida te das cuenta de que tu hijo comienza a reescribirte. Y que está muy bien que así sea, ¿no?
— Comienza a reescribirte o a hacerte las tapas de los libros, como en tu caso.
— También. También. Bueno, es un caso extremo. El mío es un caso extremo (risas). Pero además la tapa es muy buena, así que está todo en orden.
— Este cuadro de Melvill padre cuya imagen se asoma en la portada y que adentro se ve completo es una pintura de John Rubens Smith que está en el Metropolitan Museum de Nueva York. ¿Cuándo lo viste por primera vez?
— Ni siquiera es un cuadro, es como una postal muy pequeña, casi de la medida de la reproducción que se ve al final del libro. Creo que está en uno de los inserts fotográficos de alguna biografía de Herman Melville. No la conocía antes, la fui a buscar mientras estaba escribiendo. Y me sorprendió mucho, además, me causó mucha gracia la idea esa de un retrato despeinado. Quiero decir, es bastante innovador y transgresor porque se supone que en esa época, cuando posabas para un cuadro, dabas tu mejor y más ordenada y prolija imagen…
— Leyendo un poco sobre tu biografía, me encontré con algo muy sorprendente y es que fuiste declarado muerto al nacer.
— Sí, es verdad.
— ¿Y cómo afectó eso tu vida, en general?
— Bueno, mi madre tuvo la sabiduría de decírmelo recién a los veintipico. Porque es una cosa que si te la dicen de chico podés andar por el mundo diciendo “he vuelto de la muerte”, o algo por el estilo, ¿no?
— Caminando sobre hielo, digamos.
— Sí, claro, me podría haber llevado a hacer cosas un poco extremas. Pero también -como yo te decía- no hay ningún libro, ningún momento ni ningún disparador ni ningún big bang clarísimo para mi vocación literaria pero entonces, a partir de tomar conocimiento de eso, yo entendí que tal vez había sido ya ahí. Porque viví para contarla. Tal vez todo viene de ahí.
— Claro. Hablábamos antes de las figuras de los escritores que no pueden escribir o que dejan de escribir, la figura del excritor, como aparece en tu tríptico. Y leía algo que mencionabas acerca de Philip Roth, que sé que es un autor que te gusta, que compartimos el afecto y la admiración por su literatura. Fue muy duro el momento que Philip Roth dijo “no voy a escribir más”. ¿Cómo lo tomaste?
— Bueno, además no solo anunció que dejaba de escribir sino que se iba a leer todo entero a él mismo para ver si había estado a la altura. Y lo hizo, leyó su obra completa y llegó a la conclusión de que no estaba mal y entonces que ya estaba. Y que quería tener unos años de tranquilidad. Pero lo cierto es que murió al poco tiempo.
— Sí. Me acuerdo de una entrevista, seguramente la leíste, que salió en The New York Times poco tiempo antes que él muriera, en la que contaba que estaba leyendo cosas que no había leído antes, que se había puesto a leer libros de historia. Y, además, en un gesto algo sorprendente para su perfil, contó que agradecía cada mañana cuando se despertaba. No parecía el amargo Roth que uno había conocido, ¿no?
— No. Bueno, ahora está por salir en español, creo que en este mes acá en España, la biografía de 1.000 páginas que escribió Blake Bailey, que fue cancelado. Y la verdad que es bastante desgarrador todo el último tramo de la vida de Philip Roth. Yo no lo imaginaba así, pensaba que era una persona que, bueno, que tenía la vida más o menos solucionada. Pero sufría muchísimo porque no le habían dado el Nobel, por un lado y, después, tenía un grado de dependencia de chicas jóvenes que lo atendieran y lo cuidaran. Una cosa bastante desgarradora.
— Sí, y desagradable. Pero estás hablando de tus lecturas y yo mencionaba recién tu trabajo como traductor, como periodista, como crítico, tus prólogos… El prólogo que escribiste para las obras completas de Carson McCullers es buenísimo. Vos siempre estás escribiendo muchas cosas al mismo tiempo. Siempre me resulta raro imaginar cómo dividís tus días para producir tanto?
— No hay sistema. No tengo ni horarios ni tanto tiempo para esto o tanto tiempo para lo otro. Voy haciendo. Me parece que también trato de no pensar demasiado (risas) el asunto porque si lo racionalizo tal vez me quedaría completamente paralizado y llorando en un rincón cubierto por una frazada… Quiero decir, no dejo de ser un privilegiado, eh, no lo siento como algo sufrido ni trágico. A mí la figura del escritor que sufre su oficio siempre me pareció profundamente antipática y si algo también respeto y abrazo y celebro de la literatura argentina, en general y salvo raras excepciones, es que tiene -me parece- un sabor de salir a jugar. De diversión pura.
— Por eso te gusta Bioy.
— Bioy para mí es uno de los más grandes, sin lugar a dudas. Pero también está Borges, está Cortázar. Todos, eh, Aira, Fogwill. Incluso toda mi generación. Me parece que escribimos para pasarla bien, no para pasarla mal.
— Te hago la última. En algún momento leí que decías que tenés un libro pendiente con anécdotas, por ejemplo con Susan Sontag y con Hugh Grant, pero decías que tus novelas son más bien Bill Murray. ¿Qué querés decir con eso?
— Me gusta mucho la cara de Bill Murray, siempre. Quiero decir, en mis libros no hay muchas descripciones físicas de personajes pero yo les hago castings. O sea, todos tienen el rostro de algún actor, generalmente, porque me sirve tenerlos así en la cabeza. Por más que no los describa parecidos a esos personajes, a esos actores. Con el tiempo me fue pasando algo tremendo y es que hombres, mujeres, bebés, perros y lo que se te ocurra, todos van teniendo la cara de Bill Murray.
— Es como una nueva versión de Hechizo del tiempo pero en tu literatura (risas).
— Sí y además me gusta mucho ese rictus permanente de Bill Murray, como de una especie de asco divertido, con una ceja enarcada. Me siento muy representado.
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