¿Qué es una clase? En el mundo pre-pandémico esta pregunta era más o menos obvia. Se respondía con una apelación a lo evidente: un aula, la presencia de un docente, la interacción entre los alumnos que podían estar un poco aburridos, quizás alguno dormido, el tema del día y alguna tarea para la semana siguiente.
Si pensamos en la educación universitaria –como lo haré en estas líneas– también estaban los alumnos ausentes, los que llegaban tarde, los que se quedaban libres por faltas acumuladas, etc. Quiero decir con esto que solo con la pandemia se hizo claro que una clase es un espacio que supone la articulación entre una presencia y una ausencia; es decir, un lugar de encuentro, aunque muchas más veces de desencuentro –cuando el docente demoraba en llegar o tal vez decidía irse del aula una vez que el horario del examen había concluido y algún rezagado tenía que correrlo por el pasillo para entregar un puñado de hojas.
Quizás un gesto como este último hoy se interpretaría como autoritario. Sin embargo, no soy imparcial cuando escribo sobre este tema. Soy de la generación, quizá la última, que estudió con maestros que tenían autoridad ante sus alumnos. La suficiente, al menos, para que no saber fuese vergonzoso. La indispensable para dar por terminada una clase si los alumnos no habían leído el texto o estudiado mínimamente el tema correspondiente.
Una errónea etimología de la palabra “alumno” dice que este término quiere decir “sin luz”, como si el docente tuviera que iluminarlo. Sin embargo, el origen de alumno remite a la relación alimenticia, a quien se deja alimentar por otro y, por cierto, si alguien no quiere nada de otro (más que su nota, la mejor posible para el menor esfuerzo) no hay mucho que hacer. Ahí no hay educación, sino burocracia académica.
El origen de “alumno” remite a la relación alimenticia, a quien se deja alimentar por otro
Los profesores siempre tienen que luchar un poco contra la burocracia y, en particular, con la demanda de alimentación saludable que también se desplazó al mundo educativo, con el riesgo de convertir a un docente en un pedagogo inofensivo. Cuando recuerdo ciertos actos de mis maestros, pienso no solo en cuánto sabían, sino en cómo decían lo que tenían para decir. Tuve profesores muy eruditos que hoy podrían ser reemplazados por un canal de YouTube. Y otros que podían hacer que hubiera trecientas personas en una Universidad un sábado al mediodía. No es el conocimiento lo que caracteriza a un buen profesor, sino que tenga algo más, podemos llamarlo: chispa, ingenio, pasión, gracia, las palabras podrían ser infinitas, pero en todos los casos nombran algo distinto a que la cosa sea fácil.
Hoy todos los conocimientos están en la Web. Esto es lo que se pudo explotar muy bien con el desarrollo de la pandemia y la aparición de algo diferente a la educación a distancia, me refiero a las “clases por Zoom”. ¿Qué condiciones tuvieron? Un docente obligado a estar frente a una pantalla, expuesto a una mirada sin rostro (porque nunca podía ser obligatorio que los alumnos prendiesen sus cámaras) y destinado a reproducir en un tiempo determinado la lección del día. Sin tener muy en claro cuántas personas lo estaban oyendo efectivamente –porque incluso en una clase presencial un alumno dormido es una compañía interesante–, con poco margen para esas digresiones y rodeos que, desde mi punto de vista, hoy son lo que más justifica el regreso a las aulas.
Lo que en otro momento ocurría en un “aquí y ahora” irrepetible, se volvió disponible en un link
Con las plataformas para clases virtuales y su reproducción asincrónica, lo que en otro momento ocurría en un “aquí y ahora” irrepetible, se volvió disponible en un link y a la mano para la percepción desatenta de un usuario que puede recurrir a su beneficio cuando mejor le parezca. Con esto no quiero decir que estoy en contra de este recurso, sino que me gustaría reflexionar un poco antes que ensalzar supuestas ventajas con un optimismo ciego.
Lo que nos llega de lejos
La virtualidad nos acercó e hizo posible que tengamos la chance de escuchar a personas que en otro momento no hubiéramos podido. Esto me parece fantástico, pero porque ahí ya funciona una relación con la persona en cuestión y su voz ya cuenta con una expectativa que no se limita a que comunique contenidos. Queremos escuchar a alguien y no solo recibir una cantidad de información.
Tampoco estoy en contra de que la virtualidad sirva para transmitir información, eso es lo que hace la web, pero ya conocemos el riesgo. La información demasiado impersonal termina en el sentido común y las verdades falsas. En una clase, en cambio, se trata de que se tome la palabra y ese acto no puede ser anónimo, sea que hable un docente o lo haga un alumno.
Una clase es un acto público, aunque transcurra en una universidad privada. Requiere la mayoría de edad de quienes participan y, mucho más, que se reconozcan con una actitud que no sea la del consumidor. Las clases virtuales en universidades tal vez tuvieron el problema de cumplir demasiado con un servicio y olvidar que la educación es más bien un derecho y que ninguno se ejerce de cualquier manera.
Este prolegómeno es un modo de plantear una pregunta que me hice recientemente: ¿por qué en el último tiempo se empezaron a publicar libros con clases? ¿Dónde quedaron las clases, cuando ahora hay que ir a buscarlas a un libro?
Alcanza con leer unas pocas clases de estos libros para darnos cuenta de que las de la pandemia quedaron apresadas en una falta de creatividad y sometidas a la continuidad que la virtualidad impone. Que la cosa no se detenga, que haya clase, del modo que sea; pero ¿qué se pierde cuando se dictan contenido solo porque hay que hacerlo?
En este punto, la pandemia me hizo recordar otro momento histórico de nuestro país, el de las dictaduras que imponían el cierre de Facultades, pero con el efecto de la aparición de los “grupos de estudio”. No siempre las clases estuvieron las Universidades, aunque ahí no dejara de haber un simulacro de enseñanza.
Oscar Masotta
No sé cuál fue el primer libro sobre clases que se publicó en la historia de nuestro país, pero sí entre los fundamentales deberíamos contar los de Oscar Masotta, varios de los cuales provienen de seminarios en el Instituto Di Tella y sus grupos de estudio.
Si algo caracterizó a Masotta es lo riguroso de su modo de dar clase. Sin embargo, no era un erudito. Las clases reunidas en su libro Introducción a la lectura de Jacques Lacan, comienzan con esta frase: “Debo confesar que estas lecciones me intimidan bastante”. Lejos de ocupar la posición de quien sabe, más bien su actitud es la del inquieto, que se orienta con las preguntas que lo incomodan y, en el camino, tiene chispas de inteligencia que tal vez no habrían surgido en un texto escrito.
Masotta no es tan interesante cuando escribe como cuando da clase. Sus ensayos no son tan vívidos como las que él llamaba “lecciones”. Esta palabra proviene del latín lectio y remite a leer, sí, pero también legere significa escoger y cosechar, punto en el que la palabra muestra un sentido más profundo, porque remite a una acción de tanteo, de búsqueda, que es lo que ocurre en una clase cuando un docente no queda atrapado por el tema del día.
Si hay algo apasionante cuando se lee a Masotta, es que sus digresiones son siempre de lo más rico. Masotta no enseñaba psicoanálisis, sino que instruía en cómo leer psicoanálisis, o sea, escoger y cosechar. Por ejemplo, en Lecturas de psicoanálisis directamente recomienda, a propósito de un escrito de Lacan: “Léanlo despacio, porque es muy complicado” y no ahorra consideraciones de actualidad (en la década del ‘70): “Los psicoanalistas, en la historia del psicoanálisis, individualmente, con respecto a la política, han sido siempre unos imbéciles”.
Deleuze
Una buena clase tiene un carácter hiperbólico. Quien piensa en voz alta, necesita tensar sus argumentos. Una clase no es solo un acto pedagógico, sino una intervención pasional respecto de la materia que trae entre manos. Los asistentes no están ahí para que se les hable armoniosa y neutralmente sobre un tema abstracto. Un docente tiene una posición tomada y, además, no se ahorra el conflicto con el auditorio.
Esto último lo demuestra otro pensador cuyas clases comenzamos a conocer en estos años. También uno cuyos libros escritos son a veces menos interesantes que sus lecciones. Me refiero a Gilles Deleuze, quien por ejemplo jamás habría dicho en un libro escrito algo como esto que dijo en sus clases sobre pintura: “Hay demasiadas cosas sobre la página. No existe la hoja en blanco. ¿Qué hay sobre la página antes de que comience a escribir? Diría que hay el mundo infinito de la pelotudez”.
En sus clases, muy lejos está Deleuze del filósofo académico. Al igual que con Masotta, es notable la utilización de insultos –algo que nunca aparece en el ensayo escrito. Por cierto, en sus Lecciones de introducción al psicoanálisis, Masotta no dejó de decir que El Anti-Edipo le parecía un libro “aburrido”, algo que nunca se escribiría en estos términos –porque el autor de un escrito no desarrolla esa vocación estética y crítica que no puede faltar en un docente en una clase. A veces esta inclinación sensible puede parecer hasta un poco caprichosa o bien agresiva. Esto vuelve a mostrarlo Deleuze cuando, por ejemplo, en su curso sobre cine dice:
“No es que percibimos mal, es que verdaderamente no percibimos mucho. Es idiota decir que percibimos mal o que lo que percibimos no existe. Todos estos son problemas viejos” y, más allá del argumento, o más acá, está el punto en que le está diciendo idiota a un alumno. Por eso dije antes que hubo una época en que algunos gestos de los docentes decían las cosas de un modo que hoy sería inadmisibles; quizás nos volvimos demasiado literales, o estamos demasiado atentos a interpretar el deseo del otro como una falla que tiene que ser regulada, en nombre de una corrección que solo empobrece.
Utilizo este ejemplo, porque es claro que Deleuze no cree que su alumno sea un idiota. En efecto, en estas clases puede verse que se trata de un profesor muy amoroso, interesado en que sus alumnos piensen y, es verdad, puede que sea un poco impetuoso, pero ¿cómo es que se transmite un deseo de saber?
Respecto del conflicto con el auditorio, tengo presente este pasaje de otra de sus clases, en la que puede verse con qué respeto trataba a sus alumnos, a partir de ser confrontado con otra perspectiva: “Tienen todo el derecho. Una vez dicho que escuchan muy bien, se adelantan, entienden… Tienen perfectamente derecho a hacerlo. Yo hago un trabajo un poco extraño, digo: Bueno, de acuerdo, si tú quieres, si esa es tu dirección. Lejos de mí la idea de impedirles ir en una dirección –no podría aun si quisiera. Sin duda ustedes lo saben tanto como yo. No es cuestión de si yo estoy o no de acuerdo”.
Una genialidad en la edición de las clases de Deleuze es conservar todas las preguntas de los alumnos, las interrupciones, los altercados, las confrontaciones y hasta los chistes. Lo “aburrido” que le resultó El Anti-Edipo a Masotta, quizá lo habría llevado a tomar otro punto de vista si hubiera estado en sus clases. Es que, a decir verdad, por esta vía tenemos casi la impresión de estar en las clases mismas cuando ocurrieron. Ese filósofo meticuloso, que en el libro escrito busca siempre la palabra justa, en las clases tropieza, se equivoca, se corrige, se ríe de sus lapsus y hasta trata de continuarlos, por si acaso no esconden una contribución a su tema del día.
Beatriz Sarlo
Así es que junto a la reflexión sobre qué es una clase, tenemos que pensar en el trabajo de edición de una clase. De regreso a Masotta, algunos de sus libros surgieron de grabaciones y otros de notas de sus alumnos. Es interesante que de la enseñanza de algunos maestros solo podamos conservar las notas que tomaron sus discípulos. Libros fundamentales en la historia de nuestro pensamiento tienen este origen; por ejemplo, la Introducción a la lectura de Hegel de Alexandre Kojeve o el Curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure, por mencionar dos obras magistrales que surgieron sin la intervención de sus autores.
Sin embargo, de cara a esta comparación lo que me parece interesante es que se puede editar un seminario a partir de una encrucijada: ¿se dejará que en esas páginas aparezca la voz del docente o se eliminará toda indicación (oral, contextual, etc.) para que la clase se parezca lo más posible a un escrito?
Una reflexión sobre esta consideración es la que formula Sylvia Saítta en su edición de las Clases de literatura argentina de Beatriz Sarlo: “Fijé una versión de esas clases a partir de las desgrabaciones existentes e intenté preservar la oralidad de la Sarlo-profesora de literatura argentina, evitando los ripios de la repetición […] así como las preguntas de los estudiantes y las interrupciones que se producían por parte de militantes de agrupaciones estudiantiles, vendedores ambulantes […]”.
En este caso, los rodeos tal vez hubieran sido una demora para lo que verdaderamente está en el centro de este volumen: la voz de Sarlo, quizá mucho más que su oralidad. Como no soy especialista en literatura argentina, pude leer estas clases con el interés ajeno de un espectador distante y, por lo tanto, noté algunos rasgos relevantes: junto con consejos a los alumnos acerca de cómo leer (“Les propongo” dice en varias ocasiones) y creación de climas (“Les pido que imaginemos”, dice en otro momento), una palabra que se destaca entre las páginas es “hipótesis”: Sarlo todo el tiempo explicita que usa la clase para proponer sus ideas, de manera tentativa, no explica textos más que en lo indispensable como para pensar.
Como leí algunos de sus ensayos, puedo decir que en estas clases se lee de modo más potente el ejercicio del riesgo; “Mi hipótesis (que nunca podré demostrar)” dice en cierto pasaje y la pregunta es inevitable: ¿para qué es una clase, si no para jugar con lo indemostrable?
Por otro lado, en estas clases también hay referencias a la pasión de la docente que, por ejemplo, no deja de exponer su fascinación: “Los relatos de Historia universal de la infamia se publicaron en la Revista Multicolor de los Sábados, el suplemento cultural del diario Crítica, que es como decir hoy, salvando varias distancias, Diario Popular. El contraste me resulta fascinante y me pregunto cómo fueron leídos estos textos incomprensibles”. Luego, respecto de una comparación entre Borges y Arlt –en la medida en que para el primero hay una seguridad de la lengua que el segundo no tiene– Sarlo dice: “Con la certeza de que lo verdaderamente argentino es propio, con la seguridad de una pertenencia […] con esta certeza hace una operación que, a mi juicio, es fascinante”.
Inquieta, guiada por preguntas, fascinada, este es un perfil de Sarlo que –al menos para mí– no era tan conocido, porque incluso cuando la escucho en entrevistas (algo que siempre que puedo hago, porque es una mujer a la que es extraordinario escuchar hablar) me parece que su tono está más cerca de sus ensayos que de lo que encontré en estas clases, en las que su modo de juzgar –crítico– muestra mejor el telón de fondo de su personalidad. Puede hablar mucho de literatura, pero también habla de sus implicaciones personales.
Esto creo que puede verse especialmente en los capítulos dedicados a Julio Cortázar, cuando habla de Rayuela y luego de situar el contexto de aparición de la obra –aquí no deja de situar la época del Di Tella y a Oscar Masotta como el intelectual “más talentoso” del momento– plantea: “Es la lectura de Cortázar lo que vuelve posible la lectura de Borges. Esta es una zona relativamente poco estudiada, así que tomen las que digo como hipótesis. Fuertes, pero hipótesis”.
Silvia Bleichmar
Para concluir este artículo, me voy a referir a una última autora cuyos libros escritos se diferencian mucho de sus clases. Me refiero a Silvia Bleichmar, de quien jamás recomendaría leer En los orígenes del sujeto psíquico o La fundación de lo inconsciente como una primera aproximación a su enseñanza. Aconsejaría directamente iniciar con los seminarios, que de un tiempo a esta parte comenzaron a publicarse de manera secuenciada.
En sus clases, escuchamos a una Bleichmar cercana, distendida y despreocupada como para poner ejemplos cotidianos. Para el caso, para distinguir entre el estatuto psíquico de los objetos (según la diferencia entre objeto transicional y fetiche) dice: “Una cosa es guardar las cartas de amor de un ex novio y otra cosa es guardar sus calzoncillos, no es lo mismo”. Puede creerse que se trata de una trivialidad, pero la expresión “No es lo mismo” aparece al menos cuarenta veces en La construcción del sujeto ético y demuestra un método de argumentación: la distinción clínica como forma de trazar diferencias conceptuales.
Otro pasaje del mismo seminario: “Entonces, ¿qué es lo que hace que una persona no quiera comer la tortilla muy cocida sino babé? Que es mañera, sí, humana. Quiero decir, que no se limita a la autoconservación sino que quiere el placer que lo acompaña. Bueno, todas están pensando en sus maridos. Me parece bien que atiendan a los pobres señores y se den cuenta de que no es lo mismo un bife a punto que un bife demasiado cocido, y que no es lo mismo una tortilla babé que una tortilla seca por recocida. Y que no es de mañeros, porque es verdad que las madres los estropearon en el momento en que los hicieron entrar en la cultura. Es verdad que las madres los estropearon, los convirtieron en sujetos que ahora pueden amar a sus esposas y no los redujeron a la autoconservación biológica, así que dejen de quejarse chicas…”.
¿En qué otro lugar que una clase se puede enseñar a partir del humor? En un libro escrito sería torpe querer hacer reír al lector, porque el chiste es algo que requiere la presencia de un público. Además, pensemos en lo que ocurre en una clase cuando a veces es necesario recurrir a situaciones con las que el oyente pueda identificarse para conservar su atención. Ahora bien, Bleichmar tiene esos momentos en que se divierte con sus alumnos, de la misma manera en que no pierde la oportunidad de hacer referencias al contexto socio-histórico: “No se puede pensar que por no escuchar a un piquetero va a ocurrir algo diferente que por no escuchar a un niño”, dice en otra clase.
Por último, una referencia que jamás aparecería en un libro escrito: “Les quiero decir a los de River presentes que ayer Boca dio un ejemplo de cómo los padres a veces dejamos ganar a los hijos. El padre no tiene por qué ser cruel […] cuando los hijos crecen uno los va dejando ganar porque es un buen padre”.
Quizá sea osado decirlo así, pero me animo a estas palabras: a través de sus clases no nos enteramos de que Silvia Bleichmar era de Boca, sino que entendemos que era una fanática de Boca que, además, enseñaba psicoanálisis. Por lo demás, quizá no haya diferencia entre docente y un “buen padre”: sus actos a veces puede que parezcan crueles o caprichosos, pero ahí es que está la huella de su deseo o pasión, para quien entienda que la relación docente-alumno comparte un aspecto con el vínculo parental: la filiación, algo que jamás podrá conseguir la virtualidad por sí misma.
Luciano Lutereau es psicoanalista y doctor en Filosofía. Es autor de “El fin de la masculinidad” y “La comedia de los sexos”, entre otros libros.
Fichas
Título: Clases de literatura argentina
Autor: Beatriz Sarlo
Editorial: Siglo XXI
Precio: $2900 (papel) $840 (ebook)
♦♦♦♦
Título: Introducción a la lectura de Jacques Lacan
Autor: Oscar Masotta
Editorial: Eterna Cadencia
Precio: $1600 (papel) $835 (ebook)
♦♦♦♦
Título: La construcción del sujeto Ético
Autor: Silvia Bleichmar
Editorial: Paidos
Precio: $1020 (papel)
♦♦♦♦
Título: Cine 1. Bergson y las imágenes
Autor: Gilles Deleuze
Editorial: Cactus
Precio: $2250 (papel)