En 2019 apareció Cómo hacerse hombre, mi primer libro de cuentos, al que algunos vieron como una novela fragmentada. Unos siete u ocho años antes, había alquilado una casita en un lugar desolado de la costa durante dos semanas. Mi idea era estar cerca del mar, y pasar tiempo con mi hijo adolescente. No pensaba escribir, y menos aún escribir un cuento. Pero en muy pocos días tenía listo un relato, que había escrito mientras observaba a mi hijo durante nuestra vida cotidiana; su inacabamiento adolescente, su manera de lidiar con el aburrimiento al estar los dos solos, lejos de su casa y amigos. Se me presentó un mundo entero en apenas unas horas de observación. Mezclé en el relato mis propios recuerdos de ese período en el que estamos necesariamente locos, y ya tuve una idea definida.
Le pasé el borrador a una amiga, recibí una crítica despiadada: ¿cómo puede ser, antes hiciste un libro bueno, y ahora escribís mal?
Volví a trabajar el borrador, esta vez con la idea de hacer una serie de relatos entrelazados: mismos personajes, sensación de unidad, libro compacto.
Esto me permitió conectarme, por ejemplo, con la lógica de la historieta, donde al personaje le pasan todo tipo de cosas y queda en el mismo lugar, un poco inalterable. Lo que importa es su carácter, su esencia, sus rasgos, sus inclinaciones.
Me enfrenté a un dilema yo mismo: no sabía si estaba inventando una nada intrascendente en un mundo que no se interesa por masculinidades en lucha consigo mismas, sin certidumbres hasta para cuestiones mínimas y, para colmo, la mayoría de las situaciones que contaba eran un poco absurdas o por lo menos risibles.
Entretanto, el libro estuvo terminado. Ya tenía a Vito, a su historia familiar, a sus amigos y amigas, sus dramas y sus obsesiones –puedo decir sin dudar que Vito era más definido que yo mismo, en su vacío y su torpeza–; tanto fue así que mi vida siguió, pero cuando pasaban ciertas cosas, o escuchaba algo que me sonaba conocido, un vaso comunicante iba hacia mi personaje: ¡la realidad lo convocaba! No lo dejaba caer. ¿Y yo? Yo era el autor, tenía derechos, podía elegir qué hacer con esas resonancias. Pero aún así, si pasaba algo que tenía que ver con él, me quedaba pensando: esto es para Vito, es de él, hay una frecuencia en la que él existe. Después me quedaba pensando en quién sería ese Vito que se había instalado en mí de esa manera.
Me mudé a Río de Janeiro.
Una tarde estaba en la playa, esta vez con mi hija, anoté sobre la arena unas diez situaciones nuevas que eran de la exacta medida de mi personaje.
Cuando mi amiga despiadada las leyó, me dijo: no se entiende nada.
Pero ¿cómo podía ser? El personaje estaba más que definido, yo había elegido potenciar sus obsesiones y lanzarlo todo lo más posible hacia adelante, impulsado por el hecho de que Brasil es más consonante con la locura, con la desinhibición: cualquier cosa puede suceder.
¿Habría transmitido todo eso? No lo sé.
¿Estaba condenado a borronear escenas?
Esta vez sentí que estaba cansado del tal Vito que no hacía más que aparecer para frustrarme. En vez de desistir, me empeñé en borrarme yo mismo para que las situaciones emergieran más limpias.
Cuando tomé esa decisión, mi personaje se volvió a presentar ante mí pidiendo mayor audacia, hasta agotarse o agotarme: Vito es devoto del deseo, por lo que en general se queda pagando. Y bueno, que pague lo que tenga que pagar. ¿Le falta la astucia necesaria para pasar de largo cuando se siente atraído por algo o alguien? Que se dé la cabeza contra la pared entonces, y veamos qué pasa después. Let it be. Y así, Vito fue avanzando y tropezando a su antojo, sin morir, siempre pidiendo una aventura más, y otra, y otra más.
A pesar de todo, Vito nunca quedó mortificado por sus aventuras, aunque su dependencia hacia las mujeres fuera patética. Alguien me dijo: a tu Vito lo definen las mujeres, entonces quedó el título: La ciudad de las mujeres.
Mi felicidad como autor sería que el lector olvide cómo llegó hasta el final de cada relato, sin sentir que se ha esforzado en completar el recorrido: eso querría decir que su conciencia, por un rato, quedó de lado, como la flecha en su recorrido, como Vito haciendo sus piruetas en Río de Janeiro y en Buenos Aires. Él me muestra que se puede avanzar, aún andando en círculos.
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