Algunos de los protagonistas del siglo XIX compartieron pasiones amorosas y políticas con la misma intensidad. El mejor ejemplo de esta connivencia es la del matrimonio federal por excelencia, el de Juan Manuel de Rosas y Encarnación Ezcurra.
Primero vino el romance, luego la complicidad política. Pero nada fue fácil entre estos dos. Un joven Juan Manuel, recién llegado a Buenos Aires luego de una larga temporada rural en el campo de la familia, Rincón de López, desplegó sus talentos como el mejor candidato, rico y estanciero.
La madre del muchacho, la inmensa Agustina López de Osornio, buscaba aspirante al título de prometida para su hijo entre la créme de la créme porteña pero no percibió que Juan Manuel había encontrado la pasión por otros lados. La elegida de Rosas fue Encarnación Ezcurra y cuando se hizo el anuncio doña Agustina puso el aullido en el cielo y la bochó ipso facto: que era poca cosa para su príncipe, que era fea y algunos epítetos más.
Pero no contaron con la astucia de la guerrera de todas las guerras. Encarnación se inventó un embarazo y lo deslizó, como quien no quiere la cosa, entre la familia. Enterada doña Agustina del oprobio, no hubo otra que preservar el honor del apellido y casarla con la malhadada.
Nadie creyó en el talento de Rosas como la Ezcurra. Confió en su marido como ninguno, colaboró en la construcción del mito y lo acompañó en lo público y lo privado. Cuando Juan Manuel empezó a crecer dentro de la política, fue fundamental el apoyo de su mujer. La escuchaba más que a cualquier asesor y cuando, después del primer mandato de la Gobernación de la Provincia de Buenos Aires (1828-1832), el hombre partió a la Campaña al Desierto, ella se quedó al cuidado del territorio.
Llorando en soledad
Pero el cuerpo de Encarnación le pasó factura. Murió en 1838 y el Gobernador quedó devastado. Se guardó en su casa, cerró los postigos y las puertas bajo mil llaves y lloró en soledad. Desconsolado, atrajo a Manuelita, su hija dilecta, para sí. La colocó a su vera y la Niña, así le decía, ocupó el sitio de Canciller –sin el cargo –y confidente, tragándole la vida de a sorbos.
Después de Caseros, en 1852, la familia se exilió en Southampton, Inglaterra. El padre le había prohibido a su hija que se desposara. Manuelita dejó de lado el reclamo de Rosas y se casó con Máximo Terrero. Solita y sola caminó la nave de St Joseph hasta los brazos de su amado. El tiempo, sin embargo, limó asperezas y el padre la volvió a recibir. Manuelita tuvo dos hijos con Terrero y la familia –sin el patriarca –se instaló en Londres.
Las vueltas de la vida quisieron que Manuel, el menor de los Terrero, se casara con la inglesa Janie Beddall en diciembre de 1885. Sufragista desde los 18 años, Janie se unió a la Unión Social y Política de las Mujeres en 1908 y fue arrestada por su activismo en Londres. Participó de una huelga de hambre en prisión y tuvo que ser alimentada a la fuerza. Su marido, el nieto de Rosas, la apoyaba sin dudarlo y era miembro de la Liga de Hombres para el Sufragio de Mujeres. El hombre fuerte del siglo XIX jamás se enteró del derrotero de su nieto y su esposa. Pero la revuelta corría en la sangre.
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