“Nube”
Elisa atravesó las dos hileras de sillas por el medio y se sentó bien atrás. Era una sala de espera blanca, encandilaba de tanta luz. Además de ella, había cuatro parejas: a todas les calculó entre cuarenta y cuarenta y seis años. Tenían la vista hacia el frente, esperaban que su número apareciera en la pantalla. Una mujer que estaba adelante se dio vuelta y la miró fijo. Elisa se sintió intimidada. Bajó la vista y sacó un libro de su cartera. Era la única que había llegado sola y eso la hacía sentir mal. Para sus adentros rogó que el tiempo pasara rápido. Apareció otra pareja que parecía todavía de mayor edad: unos cincuenta años. Fueron al box para hacer los trámites, presentar la credencial, dar sus datos. La que hablaba era la mujer, su nombre, el de su marido, con qué médico se atendían. Él estaba pegado a ella en ese box diminuto, sostenía en su mano un paquete de papas fritas. A Elisa le pareció que era muy temprano para comer papas fritas. Volvió al libro, leyó dos páginas sin leer nada. Una pareja que se veía adormilada se levantó de golpe cuando vio su número en pantalla. Parecían hermanos: los mismos rulos anaranjados, las caderas pesadas.
Llegó una mujer de pelo cortito y platinado que tenía puesto un sweater fucsia con brillos. Demasiado estridente. Ahora eran dos las que habían ido solas: Elisa y la de brillos. La mujer la miró. Elisa le calculó la edad edad. ¿Cuarenta?, ¿cuarenta y dos? Podía ser. Siguió creyéndose la más joven entre todos los que esperaban. Aunque no tanto. Elisa levantó la vista hacia la pantalla. La mujer de brillos le sonrió. ¿La conocería de algún lado?
—Tenés que hacerte de paciencia —dijo la mujer.
—Sí —dijo Elisa y se preguntó qué le habría visto para creerla impaciente.
—¿Te atendés con Rossier?
—Vengo a averiguar.
—Es una buena médica, medio secota. Todos son así.
—Ajá —dijo Elisa y miró para otro lado.
Apareció su número. Se apuró a guardar el libro y le sonrió de compromiso a la mujer. Ella le respondió con un gesto mudo, un movimiento de labios que decía «suerte». Elisa se fue por el pasillo que la llevaba al consultorio.
*
Empezó de modo casual. Eran fragmentos, imágenes en su cabeza. Frases que había escuchado. De sus amigas, de personas cercanas que, por suerte, tenían el descaro de no cuidar lo que decían. «La gente pobre tiene hijos para tener algo.» «Llegado un momento, te quedás afuera, sos una paria.» Ella no era pobre, tampoco rica, pero no tenía nada suyo: seguía alquilando, vivía de un trabajo que en cualquier momento podía perder. Lo de ser una paria lo había dicho su amiga Solange hacía varios años.
Si Elisa le recordara esa frase, ella diría que no, que jamás dijo eso, que de ninguna manera. Ahora Solange también diría que se puede elegir, que no hay imposición de nada. Pero Elisa igual temía que algo de eso pudiera pasarle, quedar desfasada, que se le pasara el arroz. El problema no era si se podía elegir, sino las agujas del reloj avanzando demasiado rápido, asfixiándola. Tal vez, si pensaba fuertemente en la idea, todos los días un poco, se convencería. Nunca había planificado nada. Pero la naturaleza podía ser cruel, dejarla sola y arrepentida, como una vagabunda en la ruta. ¿Le gustaban los bebés? Para ser honesta, no le atraían demasiado. Le incomodaban esas situaciones en las que después de meses aparecía una madre primeriza en su trabajo y todos se amontonaban maravillados alrededor del carrito. No podía disimular su desconexión. Cuando sus amigas madres empezaban a hablar de sus hijos, se distraía. Coincidía con esa frase que había leído: «No hay aburrimiento como el de una mujer joven e inteligente que se pasa el día con un niño muy pequeño». Al menos ella ya no era joven.
Podía transformar ese aburrimiento en otra cosa: un bebé, rosado y con olor a algodón para ella sola, con sus ojos, la melena tupida como cuando ella era chica. Viajó al pasado, a esas fotos de su mamá con ella de bebé en sus brazos. La madre tenía veintisiete años cuando la tuvo. Le hubiera gustado vivir en otra época, más antigua, donde las cosas pasaban sin tener que pensar tanto. Recordó algo que le había dicho una bruja: «En tres años vas a entender algo». Ya había pasado ese tiempo y Elisa no sabía qué era lo que tenía que entender. «Visualizá», le había dicho después, y Elisa cerraba fuerte los ojos y no lograba ver nada.
La médica le dijo que se ubicara más al borde de la camilla así podía meter mejor la sonda. Hizo lo que le pidió, sentía sus glúteos fríos casi en el aire. Miró la pantalla del ecógrafo. El interior de su útero. Un ovario y el otro. Retrocedió en el tiempo. Se recordó a sus veinte. Las veces que fue asustada a comprarse un test por un mínimo retraso. Las veces que tomó esa pastilla. Se recordó en el baño de la facultad: con una mano sostenía la puerta para que nadie entrara y con la otra el test, sus piernas haciendo equilibrio para no rozarse con nada.
—Avisame si te molesta.
—No me molesta —dijo Elisa, aunque un poco sí.
Pensó en su largo noviazgo con Martín. Su disciplina con las pastillas. Ella no hubiera querido. Se quedó tildada tratando de recordar si alguna vez lo habían hablado.
—Bueno, vestite.
Se puso su ropa, fue al otro lado del consultorio. La médica le explicó todo rápido. Le anotó los exámenes que tenía que hacerse: sangre, conteo de folículos, cromosomas, infecciones. La habrá visto tan aterrada que además le dio un folleto:
—Este es un anticonsejo, pero te vendría bien meterte en un grupo.
—Solo quiero saber qué opciones tengo, si congelar o no.
—Si venís con la inquietud es porque ya sabés lo que querés.
—No sé, me da miedo.
—Necesitás una red —dijo y le señaló, otra vez, el folleto.
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