Un día de 1997, posiblemente enero, febrero, tal vez marzo, Allen Ginsberg sale del hospital con una sola certeza: que no regresará jamás. Tiene setenta años pero parecen más. La mitad de su cara está paralizada y en su cuerpo se agita un cansancio ancestral. Los problemas de salud se apilan sobre su espalda. Padece una insuficiencia cardíaca congestiva que los médicos no pueden curar y él se hartó de esperarlos. Llega a su casa en el East Village del Bajo Manhattan, saca su libreta con direcciones y números telefónicos, levanta el tubo y comienza a hacer llamados. La hora de la despedida. Horas y horas. Habla, dice Bill Morgan en la biografía I Celebrate Myself: The Somewhat Private Life of Allen Ginsberg, con casi todos. ¿Cuántos horas habrá estado con el teléfono en su oreja? Algunas conversaciones son alegres, divertidas; otras se oscurecen en la tristeza. Cuando termina, acostado en la cama, toma un cuaderno y empieza a escribir.
Su último poema se titula “Cosas que no haré (Nostalgias)”. La fecha anotada sobre esa hoja manuscrita es el 30 de marzo de 1997. “Nunca iré a Bulgaria, tenía un folleto & una invitación / Tampoco Albania, invitado el año pasado, en privado por estafadores de la Lotería o / alcohólicos en recuperación, / o poetas iluminados de la antigua tierra de las puertas del Hades”, comienza. Es una enumeración muy específica que incluye “quemar la tierra o fumar ganja en el Hooghly” y “atar mi cabeza a un ladrillo en el escondite de opio del Barrio Chino”. Dice también: “No iré a la Argentina literaria” y “No más dulces veranos con amantes, enseñando Blake en Naropa”. El verso final es el que le da sentido a todo: “No la haré yo si no es en una urna de cenizas”. Una semana después, el 5 de abril de 1997, en esa misma casa, rodeado de amigos, el alma de Ginsberg abandona su cuerpo. Cáncer de hígado y hepatitis son algunas de las explicaciones biológicas de su muerte.
En el nido donde se crió Ginsberg, en Newark, Nueva Jersey, las figuras paternas eran un maestro de escuela que “iba por la casa recitando a Emily Dickinson y Longfellow” y una marxista rusa que militaba en el Partido Comunista y padecía esquizofrenia. En una entrevista de 1985 los definió como “filósofos delicatessen anticuados”. Ya de adolescente le escribía cartas al New York Times sobre la Segunda Guerra Mundial o los derechos de los trabajadores. Era un muchacho politizado, todo lo politizado que se podía estar entonces. Sus primeros poemas se publicaron en el Paterson Morning Call. Leía mucho, estudiaba, escribía, organizaba talleres, grupos de lectura. En la Universidad de Columbia conoció a Lucien Carr, a Jack Kerouac, a William S. Burroughs, a John Clellon Holmes, a Neal Cassady. Eran todos tipos raros y, al igual que él, sentían en el estómago una mezcla vibrante de asco por la sociedad y fe en la literatura.
En 1974 se fundó el Naropa Institute, la primera universidad occidental de orientación budista. Su fundador, un tulku tibetano exiliado llamado Chögyam Trungpa, llegó a Estados Unidos y dijo: “Traedme a vuestros poetas”. Conoció a Allen Ginsberg, Anne Waldman, John Cage y Diane di Prima en un encuentro en Colorado y les pidió que abrieran en el instituto un departamento de poética. Le pusieron la Jack Kerouac School of Disembodied Poetics. En el verano del 77, Ginsberg comienza a dar una serie de cursos sobre sus contemporáneos, sobre la Generación Beat. Anagrama la acaba de publicar en forma de libro, en 49 capítulos. El título es Las mejores mentes de mi generación: historia literaria de la Generación Beat. “Vuestra presencia aquí y mi enseñanza forman parte de una divertida e inconclusa historia. En otras palabras, la película continúa y vosotros estáis ahora en ella”, le dijo a los alumnos. Así entendía la literatura.
“Para empezar, la expresión ‘generación Beat‘ apareció en 1950-1951, en una conversación concreta con Jack Kerouac y John Clellon Holmes en que se habló de la naturaleza de las generaciones, recordando el glamour de la ‘generación perdida‘. Kerouac desestimó la idea de que hubiera una ‘generación‘ coherente y dijo: ‘Ah, esta es solo una generación Beat‘”. Así comienza la primera clase. Se titula “Una definición de la Generación Beat” y versa sobre ese “término festivo, ‘subterráneo’, subcultural, un término muy usado en Times Square en los años cuarenta”, y explica que “tío, estoy beat” significaba “que uno está sin dinero ni sitio donde quedarse”. “Así pues, en el uso inicial callejero , significaba frito, agotado, en el culo del mundo, preocupado, a la búsqueda, sin dormir, pasmado, perceptivo, rechazado por la sociedad, solo, espabilado. O, como se dice hoy, fini en francés, acabado, descompuesto, finiquitado, en la noche oscura del alma o en la nube de la inopia”.
No había cumplido treinta años todavía. La noche era un lugar sin límites. En un bar de San Francisco llamado Galería Six, donde un breve auditorio fuma y bebe en silencio, Allen Ginsberg se levanta de su silla y se para en lo que parece ser un escenario. Todos miran a ese muchacho de anteojos gruesos, cuerpo delgado y —pronto lo sabrán si es que aún no lo saben— una personalidad enigmática y absorbente. Mira el cuaderno entre sus manos, alza la voz y recita: “Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas, arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo, hipsters con cabezas de ángel ardiendo por la antigua conexión celestial con el estrellado dínamo de la maquinaria nocturna, que pobres y harapientos y ojerosos y drogados pasaron la noche fumando en la oscuridad sobrenatural de apartamentos de agua fría...” El nombre de ese poema mítico e inaugural es “Aullido”.
La Generación Beat no existiría tal y como es sin la potencia de ese poema. En una de sus clases dice: “¿Qué escribiríamos si estuviéramos en la Luna y supiéramos que nadie lo leerá nunca? El resultado sería sublime porque no habría ningún motivo para no decirlo todo. Ese es el método utilizado aquí”. En ese entonces, Ginsberg había trabajado cinco años en investigación de mercado, pero ahora se encontraba cobrando el subsidio de desempleo. Tres semanas de descanso y sin explotación. Se sentó frente a la máquina de escribir, encorvó su cuerpo y empezó a teclear “lo primero que se me ocurriera” mientras la vehemencia aumentaba. “Básicamente, lo que yo hacía era inventar material por diversión. Conforme avanzaba, estaba convencido de que no podía publicarse, porque no tenía la forma poética tradicional (...) Me dije que podía escribir lo que sentía, lo cual fue un error afortunado, porque fue una forma de escapar de la convicción de que estaba escribiendo un poema”.
“Aullido” se vuelve mito la misma noche en que lo recita: el viernes 7 de octubre de 1955. Leen Philip Lamantia, Michael McClure, Gary Snyder y Philip Whalen. Jack Kerouac prefiere no hacerlo; está muy borracho. Lawrence Ferlinghetti está presente y, como el resto del bar, primero se deja llevar por la entonación y el golpeteo de las palabras, luego se pierde en la seguidilla de metáforas que quedan revoloteando en el aire, y finalmente se maravilla con eso que, entiende, es una postal, una revelación, como si la poesía fuera una mano gigante que acaba de atrapar una época entera y ahora la muestra. Le propone publicarlo en su nueva editorial, City Lights. Ferlinghetti le manda una carta que hace referencia a la respuesta de Ralph Waldo Emerson a Hojas de hierba de Walt Whitman: “Te saludo al comienzo de una gran carrera. ¿Cuándo recibo el manuscrito?” Aullido y otros poemas se publicó el 1 de noviembre de 1956; el resto es historia conocida.
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