Nieve. La primera imagen que la literatura argentina tiene de las Malvinas es la nieve. Una nieve pastosa que “se pega por la ropa, cruza la boca de los gabanes, pasa los borceguíes, pringa la medias”. Con Los Pichiciegos, Fogwill inaugura el género de novelas de la guerra y, como en toda inauguración, de alguna manera también lo clausura. Las Malvinas están en la urdimbre de la trama política y social de nuestra historia reciente, pero, llamativamente, no son tantos —no son pocos, pero no son tantos— los escritores que se han dedicado a contarla: Fogwill, Gamerro, Kohan, Patricia Ratto, Federico Lorenz, Pron, algunos más. En relación a las novelas de la dictadura y el terrorismo de Estado, las islas siguen tras su manto de neblinas. Quizá la clave esté en la nieve.
Escrita en medio del conflicto —y, según el mito, en solo tres días con la ayuda de varios gramos de cocaína—, Los Pichiciegos establece ciertas pautas que los demás libros van a sostener o confrontar: no hay épica ni ética si la guerra es inmoral, la misión del combatiente es asegurar su propia supervivencia, los vivos son los que siguen vivos. Por eso los pichis, esos desertores que comercian con los británicos y les informan las posiciones argentinas para apurar el desenlace, están lejos de ser héroes pero mucho más de ser traidores.
Fogwill circuló la novela entre sus amigos. Le costaba encontrar editor y cuando consiguió que Daniel Divinsky la sacara por De la Flor en el 84, casi no se vendía. Eran tiempos en que los autores argentinos tenían tiradas importantes y se publicaban varias reediciones, y, sin embargo, Los Pichy-cyegos —tal el barroco título original— no conseguía agotar la primera: nadie quería recordar una guerra que se había perdido, y, peor aún, una que se había celebrado con un triunfalismo desatado. Con Los chicos de la guerra, el cine trataba de limitar la responsabilidad a los dictadores, pero Fogwill, con una mirada nítida para resaltar las contradicciones, seguía hablando de Malvinas como una causa abrazada por todos. Lo hacía en los ensayos, en los artículos periodísticos, en los cuentos. A veces de manera inesperada: en “Help a él”, por ejemplo, la guerra aparece al final. Es una herramienta para que la familia de oligarcas y ganaderos hagan negociados y se enriquezcan todavía más.
La hermanita perdida
Malvinas es un acontecimiento ajeno para María Teresa, la protagonista de la novela Ciencias Morales. Martín Kohan compone a esa chica, que es preceptora del Colegio Nacional Buenos Aires, como una figura modelo de la sociedad que eligió desentenderse de la realidad, que no quiso ver ni saber, que pensaba que los desaparecidos algo habían hecho y se consolaba creyendo que en la década del setenta hubo una guerra y en ambos lados se cometieron excesos. Es muy acertada la ironía del título con el que se publicó en inglés: School for patriots.
Ciencias Morales es el antiguo nombre del colegio, que funciona como un universo cerrado. Kohan es un gran autor del encierro. Libros como Dos veces junio, Museo de la revolución o Bahía Blanca elaboran una sensación de claustrofobia que, en esta novela en particular, es llevada al extremo. La escritura morosa que se detiene en cada detalle acentúa el ahogo. Lo que pasa afuera del colegio no existe: la represión a los obreros que hacen masa en la Plaza que está a menos de 300 metros llega asordinada; nadie comenta, nadie cuestiona. Es un ambiente opresivo, un panóptico sin grietas donde se castiga cualquier transgresión por mínima que sea —el largo del pelo, un uniforme desaliñado, un tenue olor a cigarrillos— y reproduce a escala la persecución política del Estado: el rector se ha hecho célebre por armar listas negras con docentes y estudiantes.
Mientras María Teresa es atrapada por la maquinaria del colegio, su hermano, que está haciendo el servicio militar, es enviado a Malvinas. En el transcurso la llama por teléfono: son llamadas cada vez más breves hasta que finalmente la guerra y la nieve lo absorben y ya no se sabe más de él. María Teresa —que podría ser una especie el reverso trágico de los personajes de Manuel Puig— no pregunta, no interpela, no aprende nada.
No bombardeen Buenos Aires
“Entre los méritos de Los pichiciegos está que existan Las islas y Trasfondo”, dijo alguna vez Martín Kohan. Las novelas de Carlos Gamerro y Patricia Ratto son extraordinarias. Como siamesas opuestas, la voz de Ratto es medida y sobria, la de Gamerro es puro desenfreno; Ratto es descarnada, Gamerro es amargamente festivo; Trasfondo es una novela de la espera, Las islas por momentos es vertiginosa. Una y otra son la demostración de que la guerra puede contarse de muchas maneras, pero que, cuando se está del lado perdedor, no hay posibilidad de redención ni consuelo.
Desde el fondo del mar, el conflicto puede ser un eco tan remoto como el que se oye desde un colegio porteño. Trasfondo cuenta el viaje de un submarino que entra en combate sin que la tripulación se entere. La única directiva que reciben es la de salir: “Vino la orden y hay que cumplirla”. Los marineros recién comprenden a qué se enfrentan cuando escuchan Radio Colonia.
En libros como La guerra invisible, de Marcelo Larraquy, y Desembarco en las Georgias, de Felipe Celesia, se da a entender que el plan de recuperar las islas llevaba mucho tiempo, quizás años, de preparación. Larraquy, de hecho, se pregunta cuántos ejercicios teóricos debieron haber escrito los alumnos de las escuelas militares. Por eso es tan inexplicable la pésima comunicación entre las fuerzas, la cantidad de malas decisiones estratégicas, la incapacidad diplomática y la precariedad armamentística con la que se intentó doblegar a una potencia bélica que —como contaban Cardoso, Kirschbaum y Van Deer Kooy en Malvinas. La trama secreta— tenía además el respaldo explícito de Estados Unidos y la OTAN.
Basado en la campaña real del ARA San Luis, el submarino de Trasfondo se lanza al mar con un motor que recalienta, una computadora lanzatorpedos que no funciona y un ruido con firma —un sonido que revela su posición—. Patricia Ratto lo describe con un encuadre de irrealidad y extrañamiento. El enemigo es un punto en el radar, las pocas acciones se tiñen de una inconsistencia que las hace casi ridículas. El submarino debería haber sido enviado al norte para interceptar a la flota inglesa, pero en cambio lo mandan al sur. Marcha hacia las islas como un barco fantasma.
Algo de paz
La novela de Gamerro es infinta. Mucho se ha escrito sobre ella y mucho se seguirá escribiendo. Por estos días sale Volver a las islas, una compilación de ensayos a cargo de Rolando Bompadre que incluye textos de escritores argentinos e ingleses: Ben Bollig, J. Andrew Brown, Jorge Monteleone, Alejandro Tantanian y Nicolás Vilela, entre otros.
Es cierto lo que dice Kohan: sin Los Pichiciegos no existiría Las islas. Pero la literatura necesitaba un libro como Las islas. El recuerdo de la guerra se estaba haciendo muy solemne; tal vez porque, como dice Sebastián Carassai en el excelente ensayo Lo que no sabemos de Malvinas, es imposible visitarlas “sin experimentar algo parecido a un duelo”. Pero Gamerro, para quien todo es material de escritura, entra en la guerra con el espíritu de un saqueador en una catedral. Las islas tiene un desparpajo desbordante y la pretensión de contarlo todo, absolutamente todo.
A diez años del conflicto, Felipe Félix es un veterano experto en Informática convocado por un poderoso empresario de Puerto Madero para tapar el crimen que cometió su hijo. La oferta es tentadora: cien mil dólares a cambio de entrar en los archivos de la SIDE y encontrar los datos del testigo clave. La trama, plagada de conspiraciones y paranoias, se ve atravesada por los propios recuerdos de Felipe y los de sus hermanos de armas, que regresan a la guerra con una obstinación enfermiza, a veces como homenaje, a veces como simulacro, siempre como deuda. Se pueden reconocer en el libro las influencias de Joyce y Pynchon; quizá, también haya un aire a Roberto Arlt. La novela es un prisma de múltiples caras que dialoga con toda la literatura. En una de las reseñas a la primera edición, un crítico de La Nación encontraba en algunos pasajes un tono cercano al de Roberto Fontanarrosa.
Gamerro hizo con las Malvinas lo que Charly con el himno: las hizo estallar en miles de historias y formas posibles, las habilitó a ser narradas cómo y por quién quiera. Sergio Olguín las tomó como marco de una dramática historia de amor en 1982; tal vez su libro más bello y más triste. Patricio Pron, uno de los autores más brillantes de su generación, escribió un vehemente ajuste de cuentas contra el recuerdo heroico en Una puta mierda. En 2012, a treinta años del conflicto, Fernando Monacelli ganó el premio Clarín con Sobrevivientes, una novela que, como la de Juan Terranova, trata sobre el hundimiento del Belgrano. El historiador y novelista Federico Lorenz cuenta una historia coral en la que hablan hasta a las piedras en Para un soldado desconocido, y en La otra guerra, Leila Guerriero les cuenta a los lectores de España y América latina cómo fue el trabajo para identificar las tumbas sin nombre en el cementerio argentino en las islas. Carlos Godoy hace algo notable en la La construcción: su novela quita la guerra de la ecuación y trata a las Malvinas como figuras fantasmales, dos manchas de Rorschach que no muestra absolutamente nada.
Este mes, el sello Alfaguara publicó la antología La guerra menos pensada. Con la compilación de Victoria Torres y Miguel Dalmaroni, y prólogo de Sergio Olguín —que le hace justicia a un cuento olvidado de Carlos Gardini—, el libro trae textos de Luis Gusmán, Marcelo Figueras, Ariana Harwicz, Perla Suez, Jorge Consiglio, Hernán Ronsino, Clara Obligado, Edgardo Scott, María Sonia Cristoff, Gloria Peirano, Roque Larraquy, Carla Maliandi, Raquel Robles, Mariano Quirós, Mauro Libertella, Mónica Yemayel y María Teresa Andruetto.
La isla de la buena memoria
El 2 de abril de 1982, Josefina Delgado tenía que visitar a Borges en la casa de la calle Maipú y hacia allí fue, acompañada por la escritora brasileña Nélida Piñón. Delgado contaba que lo habían encontrado enojadísimo, totalmente desencajado, casi en un estado de emoción violenta. Ellas se preocuparon muchísimo: con la gente enfervorizada en la calle, con las banderas en autos y balcones, con el patoterismo del dictador que desde la Casa Rosada retaba a los ingleses a la batalla, podía ser muy peligroso levantar la voz para oponerse.
Al tiempo Borges publicó un poema sobre la guerra que no es ni bueno ni malo, pero sí excepcional. Si las tramas de sus cuentos con frecuencia terminaban en un duelo, el poema “Juan López y John Ward” es un desgarrado pedido por la paz: “Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel. / Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen”.
Las islas, la guerra, la muerte, la nieve.
SEGUIR LEYENDO