A menudo las lecturas juegan de manera azarosa y arman esquemas que no fueron buscados, es decir, se convierten en trama y terminan muchas veces vinculadas entre sí aunque en la voluntad lectora no haya existido este propósito de vincularlas, al menos de manera deliberada. Algo así me pasó durante estos meses, en los que pude encontrar en algunos de los libros que leí un hilo conductor de crueldad y violencia, no siempre de la misma intensidad pero sí como tema central de las historias o las conductas de los protagonistas.
Exilios, femicidio, campos de exterminio, perversiones y niñez esclava: de estos temas hablan los cinco libros elegidos y recomendadísimos de autores clásicos como los húngaros Agota Kristof e Imre Kertész, consagradas como la mexicana Cristina Rivera Garza y jóvenes talentos que sorprendieron en los últimos años, como la moldava Tatiana Tibuleac y la española Sara Mesa.
Ayer, de Agota Kristof (Libros del Asteroide)
Cuando leo las novelas o los cuentos de Agota Kristof (1935-2011) me pregunto siempre cómo habrá sido conocerla y, es más, cómo habrá sido tener alguna clase de intercambio con ese universo de belleza y perversidad que transformó en literatura cuando ya era una mujer grande. Fue recién en 1986, treinta años después de huir a Suiza con su marido y su hija recién nacida, que la narradora húngara escribió en francés El gran cuaderno, la primera entrega de la trilogía que la consagró como novelista y que conocemos como Claus y Lucas, en la que cuenta la despiadada historia de supervivencia de dos gemelos a quienes su madre abandona durante la guerra en casa de una abuela que no los quiere y a la que, naturalmente, ellos tampoco quieren.
“Mi marido se empeñó en que nos fuéramos”, recordó muchos años después la escritora en una entrevista. La política estaba detrás de la fuga del matrimonio: su marido había participado en Hungría en la revolución contra el régimen prosoviético, en 1956. Poco después, la pareja atravesó a pie la frontera con su beba. Primero Austria, luego Suiza. Lo escribo de nuevo: cruzaron la frontera a pie. Con una beba en brazos.
“Muchas veces he pensado que más habría valido que él hubiera estado dos años en la cárcel que yo cinco en una fábrica. Suiza me parecía el desierto. Lo pasé mal”, dijo en esa misma entrevista, en el estilo crudo que se le conoce a través de sus historias, siempre atravesadas por una violencia sorda e inquietante. Durante los años en los que trabajó en la fábrica de relojes, la monotonía de su labor, en lugar de aplastarla, le permitía componer poemas que por las noches volcaba al húngaro. Pasaría mucho tiempo hasta poder hablar y escribir en francés y lo hizo luego de aprenderlo con su hija. La lengua, la imposibilidad de la lengua, sería siempre uno de los temas de sus libros.
En Ayer, el protagonista es Sandor Lester, un exiliado que vive su día a día sin grandes agitaciones. Trabaja en una fábrica de relojes (igual que Kristof) y tiene una relación con Yolande, una escala más abajo de la convención amorosa, sobre todo porque no la ama. Un día conoce a Line, nueva empleada de la fábrica que acaba de llegar de su mismo país. Es casada y tiene una niña. Sandor se obsesiona con Line y ella, a su modo, responde a esa obsesión.
Hay algo en su escritura de prestado y en lengua ajena, que es marca de su estilo brutal, desnudo, casi elemental y sin afeites, con el que Kristof consigue ese propósito tras el que transcurren sus vidas los autores: crear una lengua propia.
“El tiempo se desgarra. ¿Dónde encontrar los descampados de la infancia? ¿Los soles elípticos paralizados en el espacio negro? ¿Dónde encontrar el camino volcado hacia el vacío? Las estaciones han perdido su significado. Mañana, ayer, ¿qué significan esas palabras? Solo existe el presente. En un momento dado, nieva. En otro, llueve. Luego hace sol, viento. Todo eso es ahora. No ha sido, no será. Es. Siempre. Todo a la vez. Ya que las cosas viven en mí y no en el tiempo. Y en mí, todo es presente.”
Ayer es una novela breve que prueba una vez más el genio de Kristof y de su literatura perturbadora y hermosa, capaz de tratar todos los temas vinculados al mal, todo aquello que trastoca nuestro humano universo de valores, nuestra modesta civilización occidental. Inmigración, incesto, hambre, la lengua ajena, el capitalismo rapaz: eso es Ayer.
Un amor, de Sara Mesa (Anagrama)
Nat es una joven traductora que ha decidido mudarse al campo, tras una tranquilidad que le está faltando. Así llega a La escapa, en busca de una vida más apacible y sin saber que en lugar de hallar esa paz interior que necesita, lo que está por vivir es un tiempo perturbador, en una casa casi en ruinas, con vecinos inquietantes, miedos nuevos y experiencias rudas que la harán reflexionar sobre el amor, el placer y el vínculo con los otros.
En Un amor, de la española Sara Mesa (1976), autora de Cicatriz y Cara de pan, entre otras novelas, la figura del casero -que le regala un perro para que supuestamente la cuide- es el primero de los obstáculos que Nat encuentra en su nuevo hogar. Es un violento de palabra agresiva, una sombra de la opresión. Desde los primeros días, Nat entabla relaciones con hombres y mujeres del lugar, algunos de ellos solo van los fines de semana. Entre aquellos con quienes se vincula está Andreas, el alemán, un hombre oscuro que hace reparaciones y con quien ella establecerá una extraña historia ¿de amor? No lo sabe, como tampoco sabe si los abusos que sufrió de pequeña han tenido incidencia en su sexualidad. Cree que no, espera que no. Eso desea.
El tema del lenguaje atraviesa la novela no solo desde el oficio de la protagonista sino también por la forma en que se dan los vínculos entre los vecinos de La Escapa, empapados de prejuicios, malentendidos y extrañamientos. Durante su estadía en esa casa que se viene abajo, Nat está traduciendo el teatro de una autora que no escribe en su lengua original y todo hace pensar que está traduciendo piezas de Agota Kristof, aunque no lo menciona. Precisamente Kristof, la que huyó de su lugar de origen para escaparle a la barbarie y escribió una de las obras más feroces de la historia de la literatura.
“El malestar de la felicidad es una idea que le ronda ahora con insistencia: un tipo de felicidad que contiene en sí misma la semilla de su propia destrucción”, dice en un momento. Algunos de los temas que son centrales en esta novela breve y algo adictiva son la crueldad, la humillación, el poder, el rechazo del otro, la idea de pertenencia.
Esta novela fue uno de los libros más leídos en España durante el comienzo de la pandemia. No parece casual, es una historia en la que el confinamiento ocupa un lugar central y por eso tampoco es casual el paralelo que puede establecerse entre Un amor y Los Llanos, la premiada novela del argentino Federico Falco. Hay un detalle sustantivo en ese paralelo, que las diferencia. En la novela de Falco, la luminosidad le gana a la tristeza, por lo que Un amor podría ser algo así como la versión dark, opaca, de Los llanos.
El invencible verano de Liliana, de Cristina Rivera Garza (Literatura Random House)
La gran escritora mexicana Cristina Rivera Garza, autora de Autobiografía del algodón, escribió un libro que es, a la vez, manifiesto literario y político, novela atroz, poesía pura. Treinta años después de ocurrido, narra el femicidio de su hermana Liliana, y lo recupera a la manera del expediente que ya no existe (gracias a “los intrincados vericuetos de la justicia, que son los vericuetos infinitos de la impunidad”) y a través de todos los géneros literarios posibles.
Liliana Rivera Garza fue asesinada en el pequeño departamento de Azcapotzalco en el que vivía el 16 de julio de 1990. Tenía 20 años, era estudiante de arquitectura y había decidido terminar para siempre el vínculo que la unía a su asesino, Ángel González Ramos, para viajar a Londres a terminar sus estudios e iniciar una nueva vida. El asesino de Liliana, novio desde la adolescencia y prototipo del violento obsesionado, entró a su habitación cuando nadie lo esperaba, hizo su “tarea” y huyó. Aún sigue prófugo.
Por entonces, la historia terminaba con dos palabras: “crimen pasional”. Hoy hay otro lenguaje para hablar de la violencia de género y muchos relatos ocultos, abortados, silenciados, salen a la luz para encontrar, si ya no la justicia de los hombres, al menos la justicia literaria.
“¿Qué desata la sensación de que ahora, después de tanto tiempo, una por fin está lista para afrontar la tragedia y el conocimiento de la tragedia”, se pregunta la escritora cuando decide por fin hundirse en la historia familiar y en el drama sumió a todos en un silencio de décadas. Ocurre cuando se decide a abrir las cajas y cajones en los que fueron guardados las posesiones de Liliana. “Nadie tocó las cajas por treinta años. Por treinta años estuvieron ahí, a la vista, pero no al alcance”, explica y se explica.
“Lo quería todo y lo amaba todo. Exigir lo imposible era su vocación. Eso, que aprendimos en casa, que nos enseñaron a las dos nuestros padres, fue reforzado después en libros y poemas, planos y edificios, canciones, nubes complicadas, campus universitarios, viajes, tertulias infinitas, amigas entrañables. Cuando nos quebramos, Liliana, cuando la maquinaria patriarcal nos alcanzó para triturarnos el cuerpo y el corazón, para arrasar con el pasado y con el futuro, fue, sí, intentando salir. De eso no me cabe la menor duda. Iba ya hacia afuera, más allá, creyendo profundamente, honestamente, provocativamente, que otra vida era posible”.
Rivera Garza reconstruye la muerte de su hermana pero va mucho más allá: celebra su vida y también el impulso que tuvo Liliana de vivir, un impulso que solo pudo frenar su asesino cuando “estaba a punto de ser libre”.
“Vivir en duelo es esto: nunca estar sola. Invisible pero patente de muchas formas, la presencia de los muertos nos acompaña en los minúsculos intersticios de los días. Por sobre el hombro, a un lado de la voz, en el eco de cada paso. Arriba de las ventanas, en el filo del horizonte, entre las sombras de los árboles. Siempre están allá y siempre están aquí, con y adentro de nosotros, y afuera, envolviéndonos con su calidez, protegiéndonos de la intemperie. Éste es el trabajo del duelo: reconocer su presencia, decirle que sí a su presencia. Siempre hay otros ojos viendo lo que veo e imaginar ese otro ángulo, imaginar lo que unos sentidos que no son los míos podrían apreciar a través de mis sentidos, es, bien mirado, una definición puntual del amor. El duelo es el fin de la soledad”
“En lo más profundo del invierno aprendí al fin que había en mí un invencible verano”, dice la cita de Albert Camus que abre la narración en la que su autora seguramente halló una suerte de consuelo y también un hermoso título para este libro conmovedor, desgarrador y extraordinario.
Sin destino, Imre Kertész (Acantilado)
Imre Kertész nació en Budapest, en 1929. Tenía quince años cuando fue deportado por la policía húngara al campo de concentración de Auschwitz, donde estuvo apenas unos días para ser trasladado luego a Buchenwald. Esto ocurrió en 1944; un año después, al finalizar la guerra y tras su liberación, volvió a Budapest. A su regreso se encontró solo, en su casa vivían extraños: toda su familia había sido asesinada por los nazis.
Trabajó como periodista, guionista, traductor del alemán y dramaturgo y vivió más tarde muchos años en Berlín pero sobre el final de su vida, enfermo de Parkinson y aunque estaba enojado por la deriva autoritaria del gobierno de Viktor Orban, eligió volver a Hungría, donde murió en 2016.
En 1975 logró su primer éxito de crítica con Sin destino, una obra en la que trabajó durante 13 años y en la que toma su propia experiencia para narrar un episodio central de la historia del siglo XX, el Holocausto. Lo hace a través de un estilo desapasionado en el cual los adjetivos apenas tienen lugar y la cotidianeidad del mal se exhibe sin énfasis. En Sin destino, Kertész comienza mostrando el modo en que los judíos iban perdiendo su calidad de ciudadanos para luego radiografiar los campos de exterminio desde la mirada de un adolescente sorprendido por el espanto y aferrado a la vida.
En 2002 recibió el Nobel de Literatura. Según el jurado, Kertész había conseguido mostrar los campos de la muerte nazis como “la verdad definitiva” sobre la bajeza a la que los seres humanos pueden caer. Kaddish por el hijo no nacido, Fiasco, Liquidación, La bandera inglesa y El espectador son algunos de sus libros.
“La esencia de mi obra consiste en trasladar lo ocurrido a una dimensión espiritual. Que quede en la conciencia, aunque ahora lo veo con menos optimismo que hace unos años. El Holocausto es el hundimiento universal de todos los valores de la civilización y una sociedad no puede permitir que se repita, que vuelva a presentarse una situación parecida. Pero la crisis económica, una crisis así, dio pie a la llegada de Hitler al poder. Por tanto, deberían sonar todas las alarmas. Pero no suenan. Lo cual quiere decir que el Holocausto no está presente en la conciencia de los políticos europeos”, explicó durante una entrevista.
Aquí, algunas de las frases que subrayé durante mi lectura.
“Una sola cosa se había hecho más fuerte dentro de mí: el enfado. Si alguien me molestaba o me rozaba, si me equivocaba en el paso (lo que ocurría con frecuencia) y alguien me pisaba, por ejemplo, habría sido capaz de matarlo allí mismo, sin titubear, si hubiera tenido las fuerzas para matar y si al levantar la mano no me hubiese olvidado ya de lo que quería hacer.”
“Todo lo nuevo hay que empezarlo con buena voluntad, incluso en un campo de concentración.”
“Nunca me habría imaginado que podía envejecer tan pronto.”
“Sin embargo, ni la terquedad, ni las oraciones, ni nada pudo librarme de una cosa: del hambre. Ya antes había experimentado -o así lo creía- el hambre; había tenido hambre en la fábrica de ladrillos, en el tren, en Auschwitz e incluso en Buchenwald, pero no conocía el hambre ‘a largo plazo’, por decirlo de alguna manera. Tenía un hueco, un espacio vacío, y quería, con todos mis esfuerzos, llenar ese hueco sin fondo, ese espacio cada vez más vacío, aniquilar, silenciar el hambre. Mis ojos no veían otra cosa más que comida, mis pensamientos, mis actos, todo mi ser se ocupaba exclusivamente de eso, y si no me comía la madera, el hierro o los guijarros, era solo por la imposibilidad de masticarlos y digerirlos.”
“En medio de aquel aire frío, punzante y húmedo sentí el olor inconfundible de la sopa de zanahoria. Aquella visión y aquel olor me provocaron un sentimiento en el pecho entumecido que fue creciendo en oleadas y consiguió llenarme los ojos -completamente secos- de lágrimas. No servían ni la reflexión, ni la lógica ni la deliberación, no servía la fría razón. En mi interior identifiqué un ligero deseo que acepté con vergüenza -porque aún siendo absurdo, era muy persistente-, el deseo de seguir viviendo, por otro ratito más, en este campo de concentración tan hermoso.”
Leer a Kertész no es transitar una novela más sobre los campos de concentración, por el contrario, es acercarse a una obra de arte concebida a partir de experiencias con el mal y, contra toda perplejidad, poder encontrar belleza.
El jardín de vidrio, de Tamara Tibuleac (Impedimenta)
Tiempo atrás, Tatiana Tibuleac (1978) deslumbró a la crítica y a los lectores con su primera novela, El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes. La escritora moldava radicada en París escribió luego una segunda novela, que, aunque algo más compleja que la anterior, confirma su talento y su capacidad narrativa. Se trata de una novela de iniciación narrada en forma de caleidoscopio, con capítulos breves y poéticos en los que la belleza se cruzan con la maldad segundo a segundo.
“A menudo se me acusa de escribir sobre cosas violentas, de tener personajes crueles, de no tener en general finales felices en mis libros. Lo que puedo decir es que nada de lo que he escrito es ficción”, dijo Tibuleac. El jardín de vidrio es una novela dura, que conjuga lo sombrío y lo luminoso que hay en la vida de todo ser que se supo abandonado. Es una historia de resentimiento y de supervivencia, estos dos últimos términos tal vez una buena manera de describir el espíritu de sociedades que vieron caer sus sueños de igualdad luego de haber creído en la figura del hombre nuevo, mientras eran sojuzgados por la burocracia abrazada al poder.
“Nazco de noche, tengo siete años. Me llevaría en brazos, dice, pero tiene las manos ocupadas”. Así comienza la historia de Lastochka, quien es retirada de un orfanato y adoptada por la anciana rusa Tamara Pavlovna para vivir con ella en la Chisinau de los años 80. No es un gesto de piedad, la mujer no quiere tener una hija ni parece una madre frustrada: necesita una asistente para seguir recogiendo botellas de las calles y vendiéndolas a los alcohólicos, un recurso con el que se gana la vida. Severa, durísima, brutal, Tamara procura enseñarle el oficio a Lastochka, a la vez que la presiona para que tenga un futuro y le insiste: “aprende ruso, sin él no tienes nada que hacer”. Solo ahí puede estar su futuro, le asegura.
Corregiré un término, Tamara no precisaba una asistente, en realidad compró una esclava. Pero Lastochka tiene un sentimiento ambiguo por la mujer que la lastima y la cuida al mismo tiempo.
“Así soy yo, así he sido desde pequeña. Si alguien me trata bien, me siento en deuda, pero su bondad, más que caldear, me quema. ¿Cómo recompensé, por ejemplo, a Tamara Pavlovna, por haberme criado y haberme dejado luego todo lo que tenía? ¿De dónde, de qué rincón de mi corazón negro surge ese veneno y salta al cuello de la única persona que me vio como una persona?. Que me obligó a trabajar con ella y que me pegó, ¿eso es lo que le reprocho? También otros niños, con padres de verdad, han sido golpeados y explotados. Tal vez no recogiendo botellas, pero tareas y motivos para las palizas han existido siempre. La madre de Oxanka la obligaba a no andar con los chicos. A Maricica le pegaban su padre y sus hermanos. Raia le pegaba a Marina porque era tonta. Volodamar estaba lleno de cardenales por asuntos de los creyentes. ¿Y tengo que quejarme precisamente yo, un desecho? ¿Me habrían pegado ustedes si no me hubieran abandonado?”
Quien narra la historia es la propia Lastochka, la niña abandonada y obligada a trabajar de pequeña ya convertida en médica, y madre a su vez de una niña que lleva el nombre de la mujer que la compró y la educó. Lo hace a través de una carta a los padres que nunca conoció, y mientras cuenta su vida, yendo y viniendo en el tiempo, cuenta también la singular historia del vecindario -con mujeres prostituidas, niños discapacitados, padres violentos, choques de nacionalidades y lenguajes- a través de personajes que permiten abrir una ventana a los tiempos soviéticos y al colapso del comunismo en los países periféricos de la URSS.
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