“Los Pichiciegos”, de Fogwill: la gran novela argentina de la guerra de Malvinas siempre vuelve

Al cumplirse cuatro décadas del inicio del conflicto bélico, la prosa contundente del escritor quilmeño se mantiene vital. Aquí una muestra de ese libro que, según su autor, fue escrito a razón de “tres gramos de cocaína por día”

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"Los Pichiciegos" (Alfaguara), Rodolfo Fogwill
"Los Pichiciegos" (Alfaguara), Rodolfo Fogwill

1

Que no era así, le pareció. No amarilla, como crema; más pegajosa que la crema. Pegajosa, pastosa. Se pega por la ropa, cruza la boca de los gabanes, pasa los borceguíes, pringa las medias. Entre los dedos, fría, se la siente después.

—¡Presente! —dijo una voz abotagada.

—Pasa —respondió. No “pasá” sino “pasa”. Así debían decir.

Entonces la voz de afuera dijo “calor”, y haciendo ruido rodó hacia él un muchacho enchastrado de barro.

—No hace frío —habló el llegado—, pero habría que apuntalar algo más el durmiente...

—Después se hará —le dijo, mientras sentía que el otro se acomodaba enfrente, embarrado, húmedo, respirando de a saltos.

Imaginaba la nieve blanca, liviana, bajando en línea recta hacia el suelo y apoyándose luego sobre el suelo hasta taparlo con un manto blanco de nieve. Pero esa nieve ahí, amarilla, no caía: corría horizontal por el viento, se pegaba a las cosas, se arrastraba después por el suelo y entre los pastos para chupar el polvillo de la tierra; se hacía marrón, se volvía barro. Y a eso llamaban nieve cuando decían que los accesos tenían nieve. Nieve: barro pesado, helado, frío y pegajoso.

En su pueblo, las dos veces que nevó, él estaba durmiendo, y cuando despertó y pudo mirar por la ventana la nieve ya estaba derretida. En el televisor la nieve es blanca. Cubre todo. Allí la gente esquía y patina sobre la nieve. Y la nieve no se hunde ni se hace barro ni atraviesa la ropa, y hay trineos con campanillas y hasta flores. Afuera no: en la peña una oveja, un jeep y varios muchachos se habían desbarrancado por culpa de la nieve jabonosa y marrón. Y no había flores ni árboles ni música. Nada más viento y frío tenían afuera.

—¿Sigue nevando? —quiso saber.

En el oscuro sintió que el llegado sacudía la cabeza. Insistió:

—¿Sigue o no sigue?

—No. Ya no más —respondió la voz con desgano, con sueño.

Ahora que lo sentía responder reconoció que el otro había movido la cabeza para los lados. La cabeza o el casco, eso seguía moviéndose. Después la cara se le iluminó, rojiza: pitaba un cigarrillo que olía como los Jockey blancos argentinos.

—¡Pasá una seca! —pidió, pero de tanto tiempo sin hablar la voz le había salido resquebrajada.

—¿Qué? —quería entender el llegado.

—¡Una seca! ¡Una pitada! —ordenó.

La lucecita colorada se fue acercando mientras el otro asentía diciendo:

—¡Buen...!

Tomó la lucecita con cuidado. Sin guantes, sus dedos duros apretaron primero las uñas del otro, y desde ellas fueron resbalando hasta el filtro. Era un Jockey, reconoció en su boca. Pitó dos veces y dos veces lo colorado se hizo ancho, calentándole la cara.

—¡Che! ¡Una pediste! —protestaba la voz.

—Ya está —dijo él y devolvió el cigarrillo que con la brasa crecida cruzando el aire negro parecía un bicho volador que alumbraba.

—¿No es que había mucho cigarrillo? —seguía con la protesta el otro, pitando.

—Haber, hay —dijo él—. ¡Pero ahorremos!

—¿Cuánto hay?

—Como cuarenta cajas: un cajón casi.

—¡Son como cuatrocientos atados...! —se admiraba el otro echándole más humo.

—Sí —dijo él. No sentía ganas de calcular.

—¿Y cuántos somos? —preguntó.

—Ahora veintiséis, o veintisiete —dijo él.

—¡Es mucho!

—¿Mucho qué?

—La gente —dijo el otro, y convidó—: ¿Querés el fin?

—Sí —dijo él y recogió la lucecita del aire y pitó hasta sentir la mezcla del humo de tabaco con el gusto a cartón y plástico del filtro que se quemaba. Lo apagó en el suelo. Dijo—: Se terminó...

El otro hablaba. Quería saber:

—¿Quién cuida los cigarrillos...?

—Uno, Pipo Pescador.

—¿Pipo? ¿Y sirve ese?

—No sé —dijo él. Estuvo a punto de opinar, pero no sabía quién era el llegado. Buscó la linterna. Palpó la tierra dura, el bolso con pistolas, luego barro, luego un trapo de limpiar y más barro y después tocó la caja de herramientas; allí metió los dedos hasta encontrar la linterna chica de plástico. Alumbró el piso. Con el reflejo de la luz reconoció la cara del que hablaba. Era un porteño, Luciani.

—Sos Luciani —dijo.

—Sí, ¿por qué?

—Quise saber, ¿sabés las cuentas bien vos?

El otro dijo sí y él preguntó:

—¿Cuánto hay? Son cuarenta cajas largas enteras.

—Ya te lo calculé —hablaba Luciani—, son cuatrocientos atados de veinte. Si fuéramos veinte tendría que haber veinte paquetes para cada uno. ¿Todos fuman?

—No. Todos no.

—Y ha de ser más o menos ahí: veinte paquetes para cada uno.

—Un mes de fumar, más o menos —dijo él.

—Un mes o más, según cuánto te fumés.

—Habría —pensó y habló— que conseguir más cigarrillos.

—¿Y los otros? ¿Qué dicen?

—Dicen que hay que buscar más azúcar. El Turco busca azúcar. La gente quiere cosas dulces —anunció.

—¿Cómo que no hay azúcar? —dijo Luciani—. ¿Quién cuida el azúcar?

—Pipo Pescador —dijo él.

—¿Y está abajo?

—¿Qué cosa?

—Pipo: ¿Pipo está abajo?

—Sí —dijo él.

—¡Che, Pipo! —gritó Luciani y su voz retumbó en el tubo de tierra. Desde abajo llegaba un chistido.

—¿Qué pasa? —dijo Luciani.

—Que no grités —le explicó con voz afónica—: ¡Duermen!

—¡Che, Pipo! —habló Luciani echándoles el aliento a las palabras, para que fuesen lejos sin despertar—: ¿Cuánta azúcar queda?

—¿Quién sos? —averiguó la voz de abajo.

—Luciani.

—¡Y qué mierda te importa! —habló Pipo.

—Quería saber —se justificaba.

—Saber, ¡saber! —protestaba Pipo—. ¡Por qué no laburas...!

—Yo laburo —dijo Luciani.

—Bueno... No hay azúcar, pibe —decía Pipo—: Hay nada más que para el mate de la mañana y por si vienen los oficiales. ¡Y ahora callate! ¡Che, Quiquito! —La voz de Pipo se estaba dirigiendo a él.

—¿Qué?

—¿Sabes qué?

—No. ¿Qué?

—Decile a ese boludo que averigüe menos y que salga y consiga azúcar.

—Buen... —dijo él y volvió a mirar la cara de Luciani en la media luz que soltaba la linterna apoyada en el muro de barro.

Nunca se deben iluminar las caras con la linterna. Al principio, cuando alguien pedía la linterna, siempre la pasaban prendida, dirigiéndole el rayo de luz a la cara. Así se producía dolor: dolían los ojos y dejaba de verse por un rato. Abajo —por tanta oscuridad—, y afuera, andando siempre de noche y en el frío, la luz duele en los ojos. Alguien alumbraba la cara y los ojos se llenaban de lágrimas, dolían atrás, y enceguecían. Después las lágrimas bajaban y hacían arder los pómulos quemados por el sol de la trinchera. Escaldaban.

Vehículos del ejército inglés en
Vehículos del ejército inglés en Puerto Argentino

Después Luciani había callado. Siempre al llegar el que entra habla. El que llega viene de no hablar mucho tiempo, de mucho caminar a oscuras, de hacer guardias arriba de algún cerro esperando la oscuridad. Viene de estar tanto callado que cuando se halla en el calor empieza a hablar.

Como cuando despiertan: despiertan y se largan a hablar.

En la chimenea lateral algunos estaban despertando. Se oían sus voces:

—¿Qué hora es? —decía una voz finita, llena de sueño.

—Las siete.

—¿De la noche? —era la misma voz.

—Sí, de la noche.

—Ah...

—¡No! —interrumpía otra voz, tonada cordobesa—, ¡iban a ser las siete del mediodía...!

Alguien rio. Alguien puteó. Entre esos ruidos hubo otros como de cascos y jarros golpeándose. Hablaba uno:

—Ah... ¡che, uruguayo!

—¿Qué? —le respondían.

—Quería saber... ¿Si vos sos uruguayo, por qué carajo estás aquí?

—Porque me escribieron argentino. ¡Soy argentino!

—¡Suerte! —dijo una voz dormida.

—Che... ¿y por qué te dicen uruguayo?

—Porque yo nací ahí, vine de chico...

—¡Es una mierda el Uruguay...!

—Sí —era la voz del uruguayo—, mi viejo dice que es una mierda.

—¿Tu viejo es uruguayo?

—Sí... ¡Oriental!

—¿Y tu vieja?

—No. Murió. Era también del Uruguay..

—Gardel era uruguayo... —dijo alguien, para sortear el tema de la muerta.

—No... ¡francés! —dijo el uruguayo.

—Francés y bufa —terció alguien—, lo leí en un libro de historia del tango.

—Gardel... ¿bufa? —dudaba el de la voz finita.

—Sí —dijo el que había leído—. ¡Era francés, bufa y pichicatero!

Después la voz que había preguntado la hora insistió:

—¿Qué hora era...?

—Las siete y cinco —contestó la voz del que tenía la hora y después gritó—: Che... ¡A despertarse! ¡A las ocho salen ustedes...!

—Mejor —dijo uno—. Así respiramos. ¡Acá no se aguanta más el olor a mierda!

Las voces llegaban desde el arco de chapa que comunicaba la entrada con la chimenea lateral. Había ecos, rebotes de los ruidos contra partes de piedra o de arcilla apretada entre las piedras. Frente a él, Luciani se había dormido. Siempre da sueño al entrar en el calor. La cabeza de Luciani se volcó hacia adelante y se sintieron los correajes soltándose y las hebillas golpeando contra algo hueco: una caja o el casco. Después se oyó una voz viniendo desde afuera.

—¡Presente!

—Pasa —respondió él. No “pasá”.

—Calor, calor —dijo la voz de afuera y alguien apareció rodando por el tobogán duro de la entrada. Después del cuerpo, cayeron cascotes y terrones de arcilla contra Luciani, que se quejó, pero siguió durmiendo.

—Ojo, que aquí hay un dormido —avisó él y mostró el casco de Luciani con la linterna de plástico—. ¿Y vos quién sos? —preguntó. No conocía esa cara, blanca y tan afeitada.

—Rubione, del siete —dijo el nuevo—, estaba en la remonta...

—¿Y quién te manda...?

—El Turco —dijo y explicó—: ¡Traje azúcar!

Entonces él lo recorrió con el haz de la linterna viendo cómo se abría el gabán y entre sus ropas hacía aparecer una bolsa de azúcar grande como su pecho que hizo saltar un botón de la casaca. Alzándola con dificultad, mostró después la bolsa de papel, que a la luz dorada de la linterna parecía marrón.

—Está húmeda —aclaró—, se me mojó anoche... La tenía esperando al Turco y no vino...

—¡Pipo! —llamó él.

—Shhh —chistaron desde abajo.

—¿Se puede? —dijo bajando la voz—. ¿Se puede secar azúcar húmeda?

—Habiendo tiempo sí —decían desde abajo—. Y si no, ¿sabés qué? —preguntaba.

—No, ¿qué?

—Si no, te la comés húmeda. ¿Llegó azúcar?

—Sí —confirmó él.

—¿Quién consiguió?

—Uno nuevo. Se llama Rubione. Viene de Ele Ce.

—¿Y quién lo mandó?

—El Turco. Lo mandó el Turco.

—¡Más nuevos...! —protestaban abajo. Era la voz del muchacho a quien llamaban Pipo Pescador porque se parecía a un clown de la televisión de Rosario que tenía ese apodo.

—Y sí —dijo él—, más nuevos...

—¿Qué es? ¿Zumbo?

—No, colimba —aclaró él.

—Bueno... Mejor... ¿Quiquito?

—¿Qué?

—Pasame el azúcar y no hagan más quilombo... ¿querés?

Él apagó la linterna, se hincó sobre el tubo que comunicaba con el almacén y no dijo “sí”.

Abajo, el reflejo azulado de las llamas de una estufa iluminaba un hueco de seis metros de largo lleno de mercaderías, bolsas y estantes de madera donde se movía un muchacho semidesnudo, de cara flaca, cargada de tics. Era Pipo que alzaba los brazos para tomar la bolsa.

—¡Son como quince kilos! —dijo al recibirla.

—¿Tanto? —preguntó él, cuidando que la bolsa no se cayera sobre el piso.

—Sí, quince al menos.

—No, son diez kilos. Lo que pasa es que debe haber chupado agua anoche —dijo Rubione.

—¡Son quince kilos! Se lee acá —dijo Pipo— que son quince kilos.

—Y después pidió—: Quiquito... ¡hacelo callar!

—¿Qué le pasa a este? —preguntaba Rubione.

—Nada. Duermen algunos en el almacén: no hagas más ruido.

—Buen...

—¿Querés algo? ¿Precisás algo?

—Fasos. ¿Hay fasos?

—Sí —dijo él y le pasó un Jockey blanco.

—¿Fuego hay? —parecía rogar.

—¿No tenés? —preguntó él, y como el otro no respondió le tiró su caja de fósforos inglesa y dijo—: Quedátela. Yo después consigo más...

Rubione prendió un fósforo y pitó. Se nubló el túnel con el humo de azufre del fósforo y cuando salió la bocanada de humo, se difundió por el lugar el típico olor a té de los Jockey blancos. Quiso fumar:

—¡Dame una seca...! —reclamó a Rubione, que le acercó el cigarrillo a la cara. Él lo tomó del filtro y lo fue pitando mientras el otro averiguaba:

—¿Y comida...? ¿Hay?

—¡Raciones! Esta noche comemos raciones frías.

—¿Por qué frías?

—Para ahorrar carbón. Hoy no hace tanto frío. Cuando haga frío se da caliente. Pero después de las comidas, igual se reparte mate cocido caliente. ¿Te gusta el mate?

—Sí —dijo Rubione y contó—: Ayer tomé café...

—¿Café? ¿Dónde café?

—En la enfermería. Llevamos unos fríos y los doctores nos dieron café y una copita de alcohol...

—¿En cuál enfermería?

—En la del hospital del pueblo.

—¿Muchos fríos? —Llevamos como cincuenta... pero debe haber más: ¡quedaron por ahí!

—¿Y helados?

—Y sí... La mayoría helados, y algunos eran fríos —decía Rubione y sacudía la cabeza trazando una rayita colorada con la brasa del Jockey. Habían apagado la linterna. Estaba negro el aire y cargado de olor a humo.

(Télam)
(Télam)

Llamaban helados a los muertos. Al empezar, las patrullas los llevaban hasta la enfermería del hospital del pueblo; después se acostumbraron a dejarlos. Iban por las líneas, desarmados, llevando una bandera blanca con cruz roja, cargando fríos. Fríos eran los que se habían herido o fracturado un hueso y casi siempre se les congelaba una mano o un pie. A esos los llevaban a la enfermería, y si había jeeps y gente apta los llevaban después a la enfermería de la pajarera, donde bajaban los aviones a buscar más heridos y a traer refuerzos de gente, remedios y lujos para los oficiales. Para llegar hasta la pajarera había que cruzar el campo donde siempre pegaban los cohetes: se veía desde lejos un avión solitario que parecía quedarse quieto en el aire, después se lo veía girar y volverse para el lado del norte, y enseguida llegaban uno o dos cohetes que había disparado. Pegaban en el campo echando humo, hacían una pelota de fuego y después una explosión que trepidaba todo y el aire se enturbiaba con un ácido que ardía en la cara. ¿Quién iba a querer cruzar el campo para llevar heridos? La explosión repercute adentro, en los pulmones, en el vientre; hasta pasado mucho tiempo sigue sintiéndose un dolor en los músculos que se torcieron adentro por el ruido, por la explosión.

Cruzar el campo a pie da miedo, porque se sabe que allí pegan los cohetes y se arrastran por el suelo —todo quemado— como buscando algo. Los que andan por ahí están siempre temiendo y se les notan los ojitos vigilando a los lados. Muchos se vuelven locos. Un cohete explotó un jeep: cuentan que cada uno de esos cohetes británicos les cuesta a ellos treinta veces más caro que los mejores jeeps británicos.

Y ya nadie quiere ir a la pajarera. Eso habló con Rubione. Rubione decía igual: nadie ya quiere ir.

—Además, ahora te tiran con mortero.

—¿Con morteros? ¿Desde dónde...?

—Desde aquí arriba. De aquí nomás, desde el cerro...

—Mejor —dijo él—, así terminan de una vez.

—No se va a terminar... Dicen que ya están por llegar los rusos.

—¿Rusos? —preguntó él. Rubione le explicó:

—Sí: rusos. Dicen que llegan portaaviones con paracaidistas; son como cinco mil rusos, que se les van a aparecer a los británicos por atrás.

—¡Ojalá! —dijo él—. ¡Así terminan de una vez!

—¿Qué pasó? —preguntaban gritos desde la chimenea lateral.

—Nada —gritó él, y mientras Rubione procuraba explicar a los otros que llegaban portaaviones rusos, le tapó la boca para que no siguiese hablando y le ordenó:

—¡Callate!

—¿Qué te pasa?

—Nada. ¡No hablés!

—¿Por qué no puedo hablar?

—Porque no se habla de eso. De eso se habla después cuando nos juntamos todos. A las nueve juntamos las noticias y las hablamos.

—¿Qué, ustedes? ¿Quiénes son ustedes? —quería saber.

—Los Magos, los cuatro Reyes...

—¿Quiénes? —preguntaba extrañado.

—Nosotros: los que mandan. ¡Ya lo vas a ir entendiendo...! —prometió.

Rubione no volvió a preguntar.

Los Reyes Magos mandan. Son cuatro Reyes: mandan. Al comienzo eran cinco, pero murieron dos: el Sargento y Viterbo. A esos dos los desbarrancaron los oficiales de Marina. Iban en jeep. Murieron dos, quedaron tres, pero después llegó Viterbo, el primo del Viterbo, que lo llamaban el Gallo y ahora son cuatro Reyes: él, Viterbo el nuevo —el Gallo—, el Turco y el Ingeniero.

A cada nuevo se lo enseñaban: Viterbo el anterior y el Sargento murieron. Venían con un jeep inglés que el Ejército había repintado argentino. Los de Marina dieron el alto y ellos pararon a mostrar los papeles, salvoconductos, esas cosas. Los de Marina no los dejaban ir: querían ver qué llevaban atrás, en el jeep. Y ellos llevaban telas de carpas y fardos de lana —cosas robadas— para la Pichicera, para el lugar de los pichis; entonces dijeron que no llevaban nada, que no mostraban nada y arrancaron. Como al minuto les tiraron. Dos oficiales, con M.A.G. de los conscriptos, les tiraron y el jeep les patinó en el barro —la nieve—, se desbarrancó para la playa y como había alarma de bombardeo nadie los pudo ir a buscar. Quedaron ahí, medio volcados, muriéndose, igual que el motor del Land Rover que tardó mucho en apagarse, acelerado a fondo, rugiendo y echando humo y vapor por los escapes hasta que al fin hizo un tembleque y paró.

A cada nuevo se lo explicaban: mandan los Magos, los que empezaron todo. Empezó el Sargento. El Sargento había juntado al Turco, a él y a Viterbo cuando empezaban a formar las trincheras. Los había puesto frente a él, los agarró de las chaquetas, los zamarreó y les dijo:

—¿Ustedes son boludos?

—¡Sí, señor!

—¡No! Ustedes no son boludos, ustedes son vivos. ¿Son vivos? —chilló.

—¡Sí, mi Sargento! —contestaron los tres.

—Entonces —les había dicho el Sargento— van a tener licencia. Vayan más lejos, para aquel lado —les mostró el cerro— y caven ahí.

Les explicó que las trincheras estaban mal, que las habían hecho en el comando: dibujadas arriba de un mapita. Decía que esas trincheras, con la lluvia, se iban a inundar y que todos se iban a ahogar o helar como boludos y que los vivos tenían que irse lejos a cavar en el cerro, sin decir nada a nadie.

—Tienen licencia —dijo.

Les dio licencia y comenzaron a cavar. De noche el Sargento les prestaba soldados, para ayudarlos a picar en la piedra. De día cavaban los tres solos y algunas veces el Sargento se arrimaba para mirar cómo iba la obra.

Después les trajo al Ingeniero. Era un conscripto de Bernal que había trabajado de hacer pozos en las quintas. El Ingeniero inventó los desagües, reforzó los marcos y los techos con tablas y dirigía a los prestados, que llegaban de noche haciendo un rodeo por la sierra y los cambiaban siempre para que nadie conociera el lugar.

Lo llamaban así: “el lugar”. En dos semanas lo acabaron. Después pusieron los durmientes.

—¿Y dónde mierda consiguieron durmientes?

—En el puerto. Desarmamos un muelle viejo y los trajimos en el jeep. Teníamos un tractor y el jeep. Después los de la pajarera nos requisaron el tractor y otro día el jeep se nos desbarrancó —explicó el Ingeniero; y volvió a contar para Rubione cómo habían muerto el otro Viterbo y el Sargento, cuando ya estaba hecho el lugar, que ya no se llamó “el lugar” sino “los pichis”, o más común, “la Pichicera”.

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