¿Hasta cuándo duran los efectos de una guerra? ¿Hasta que se enfrían las armas? ¿Hasta que las heridas, aún las más horribles mutilaciones, sanan? ¿Hasta que los nombres de los antiguos combatientes son solo una palabra, murmurada como un rezo? ¿Para siempre, a pesar de conmemoraciones, apretones de mano y declaraciones altisonantes?
Basta recorrer la geografía argentina, detenerse en carteles, murales y monumentos, para ver la latencia del recuerdo de la guerra de 1982 y de sus protagonistas superpuesto, confundido, con la disputa por la soberanía de las islas Malvinas, iniciado en 1833.
¿Todavía vivimos una posguerra? Aunque nos separen cuarenta años de la rendición argentina en las islas, es muy probable que sí. Al igual que con la violencia política de la década del setenta y el terrorismo de Estado, los ecos de ese pasado violento, como ondas concéntricas, llegan hasta el presente potenciados por las disputas políticas de los distintos presentes que hemos vivido desde aquellos sucesos. Basta ver la periodicidad casi patológica con la que algunos temas del pasado son agitados con fines coyunturales: una elección, una pandemia (durante 2020 se habló de la “malvinización” de la política sanitaria, en alusión al clima de efervescencia – y también de militarización- de la sociedad argentina en 1982).
De una manera tan sorprendente como explicable, las representaciones sobre la guerra de Malvinas han quedado congeladas en el tiempo, condensadas en torno a aquellos relatos sobre lo que había sucedido que se construyeron durante el conflicto y en la inmediata posguerra. La consolidación de esos marcos conceptuales para pensar la guerra del Atlántico Sur y sus consecuencias son el tema central de Las guerras por Malvinas, que apareció por primera vez en 2007, tuvo una edición ampliada y corregida en 2012 y hoy aparece en la versión definitiva que los lectores tienen en sus manos.
En 2012 señalé que “estábamos ante un horizonte abierto, pero solo eso”, en referencia al impulso y apropiación por parte del kirchnerismo de la causa Malvinas, que se materializó posteriormente en una serie de iniciativas públicas de memoria. Pero cuando escribí eso aún no había un Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur en el predio de la ex ESMA (fue inaugurado en 2014), las identificaciones de los soldados enterrados en tumbas anónimas en el cementerio de guerra argentino en Darwin eran apenas un proyecto, y vivíamos en un país muy diferente, aunque ya penosa y banalmente dividido. Un consenso implícito en la justicia del reclamo argentino sobre las islas congeló la posibilidad de profundizar las discusiones sobre las características y las consecuencias de la guerra de 1982 y, en definitiva, potenciaron aquellas lecturas que, como queda señalado (y este libro analiza), se construyeron en la primera década posterior a la guerra.
Es lógico que haya distintas memorias y relatos sobre la guerra, porque fue vivida de distintas formas. Lo que es llamativo es que aunque hoy podemos decir que hay más investigadores interesados en la aproximación al estudio del conflicto desde las Ciencias Sociales, su incidencia en la modificación o ampliación de los relatos públicos que circulan sobre el conflicto es pequeña.
También es cierto que tal vez les estemos pidiendo demasiado. Por otra parte, el peso del mandato de la recuperación y por qué no, la adhesión a esa causa nacional, condicionan muchas de esas visiones. Es difícil plantear cuestiones que se corran del eje de un tema que tiene visos de sacralidad. En consecuencia, algunos de esos trabajos, que deberían seguir las reglas del oficio de la investigación, están teñidos por los mismos límites al pensamiento crítico que son parte del problema. Tal vez esto sea más comprensible si pensamos que hablar de la guerra de Malvinas es hablar de la historia política argentina y de los usos públicos del pasado.
Ese mecanismo ha hecho que las miradas sobre la guerra de 1982 se congelen. Y entonces, la única posibilidad de romper esa situación es producir más investigaciones sobre la guerra como fenómeno específico, y que estas incidan en nuevas miradas, más complejas, más abarcadoras y menos excluyentes, que intervengan en las discusiones públicas sobre ella. Quizás aún sea muy pronto.
Si hacia 2007 en el campo académico trabajábamos prácticamente en solitario Rosana Guber y quien esto escribe, hoy hay más investigadores que han tomado como objeto la experiencia de la guerra de 1982. Se amplió el campo de estudios con la incorporación de nuevos temas: la experiencia de unidades específicas de las distintas fuerzas (marinos,a rtilleros, aviadores), así como de enfermeras, civiles patagónicos y familiares de los muertos en la guerra. Estas nuevas investigaciones muestran dos cosas: la riqueza aún por explorar de ese campo temático, y la idea de que aproximaciones analíticas más focalizadas y estudios de caso pueden romper lecturas muy generales sobre la guerra y el pasado argentino consolidadas desde los grandes centros de producción periodística y cultural. Podríamos decir que las miradas dominantes sobre Malvinas son un aspecto más de lo que llamo porteño centrismo: la hegemonía de los relatos sobre el pasado y el país consolidados desde Buenos Aires (que podemos verificar, por ejemplo, en todas las discusiones actuales sobre el extractivismo y la colisión de miradas “nacionales” con la de los habitantes de las regiones a “explotar”).
Desde que apareció Las guerras por Malvinas, en 2006, en ocasiones me he sentido más arqueólogo que historiador. Como me han explicado en detalle, la noción de estratigrafía es central para la Arqueología. A la hora de excavar, los arqueólogos parcelan el terreno en cuadrículas y deben registrar minuciosamente los materiales y sedimentos que encuentran. A medida que avanza su trabajo, la pared de uno de esos pozos muestra texturas y colores superpuestos, que permiten datar y poner en contexto aquello que los investigadores encuentran.
Las guerras por Malvinas es un trabajo arqueológico de la memoria, porque pone en su contexto, en el estrato correspondiente (o eso creo al menos), aquellos núcleos duros del pensamiento acerca de la guerra. Lo sorprendente es que hecho ese trabajo, lo que emerge con fuerza en el espacio público es que pese a la variedad de capas que la investigación pone en evidencia, parecería ser que las memorias de Malvinas son de un monolítico celeste y blanco. Como si alguien llegara al sitio arqueológico cada noche con dos tarros de pintura y tapara con su brocha los estratos revelados por la investigación.
Ya no encuentro tan adecuada, como hace años, la metáfora de los archipiélagos de la memoria que acuñé para referirme a la fragmentariedad y el aislamiento de relatos sobre lo que habíamos vivido en 1982. Había allí una posibilidad de profundización de algunos aspectos de nuestros lazos y proyectos como sociedad que aún aguarda mejor suerte. Quien navega entre las islas que lo componen, al llegar de una a otra, lleva y trae novedades, noticias, experiencias, contempla diferentes paisajes. Cambia. A la vez, el barco en el que se desplaza es una verdadera Arca de Noé en el que se trasladan distintos organismos o pequeños animales que viajan y al tocar en distintas costas, modifican la flora y la fauna de un lugar.
Pero con la guerra de Malvinas, parecería que queremos perseverar en las miradas graníticas de 1982. Como queda escrito, no es que no haya producciones que hayan densificado las discusiones; pero poco pueden hacer contra el esfuerzo vital de replegarse en la propia experiencia de los actores, o de la pereza intelectual de quienes desde el Estado y otros espacios podrían fomentar debates que nos ayudaran a entender aquella guerra, y no solo a sentirla.
Al escribir Las guerras por Malvinas hice el camino precisamente inverso: por sentir aquella derrota, por solidaridad y respeto hacia sus protagonistas, quise comprenderla, y explicarla. Pero encuentro a cuatro décadas que aún hay muy poco lugar para los matices. Cuando este libro aún era un borrador, recibí una llamada de Juan Suriano, el asesor histórico de la Editorial Edhasa. Me hizo una serie de observaciones sobre los textos me recomendó algunas revisiones, y al final me dijo: “Discrepo con muchas de las cosas que planteás en el libro. El tema del nacionalismo, el tema del arraigo popular… No lo había pensado de esa manera. Disiento, como te digo, pero por eso mismo creo que es un libro que tiene que salir”.
Ese gesto de honestidad intelectual y compromiso ético con la profesión, de respeto por las divergencias, es invaluable. No se trató de un respeto retórico, sino que puso en acto (pues por ejemplo podría haber hecho un informe de lectura desfavorable –y decisivo- sobre mi trabajo) cobró, con el paso del tiempo, mayores proporciones, sobre todo ante un clima de creciente intransigencia, que tiene y tendrá efectos nocivos sobre nosotros como sociedad.
Nadie debería tener que presentar documento de identidad, carnet partidario o lista de amistades para expresar lo que piensa sobre un tema. Un síntoma más de este clima estéril que vivimos es que gestos como el de Juan Suriano son la excepción, y no la regla. Y por eso mismo creo que es importante recordarlo y, lo que es más importante, multiplicarlo en lo que nos toque.
En el “Epílogo” de la reedición de 2012 escribí: “Malvinas es –o debería ser- una gigantesca puerta de entrada a discutir los proyectos de país que se disputaron en la Argentina durante la segunda mitad del siglo XX, y las formas en que dicha disputa fue conducida. Formas que contuvieron mucho de violencia y poco, muy poco, de democracia. Auto percepciones acerca de la nación que quedaron enterrados en las islas junto a los muertos sacrificados en su nombre”. Esa certeza no se ha visto satisfecha. Con el paso del tiempo, el incipiente proceso de introspección moral y la autocrítica social y política que fue visible en la inmediata posguerra fue desplazado por los relatos autocomplacientes, tanto en la mirada tradicional de la épica patriótica como en discursos que, por ejemplo, incorporaron la agenda de los derechos humanos a Malvinas, y viceversa. El peso del mandato de recuperación aplastó las divergencias, produjo volteretas y simplificaciones. A veces, por convicción patriótica, lo que es respetable; otras, por mero cálculo político o interés. En este segundo caso, el refugio del discurso fácil y acrítico es enormemente eficaz: evita dificultades y a la vez permite señalar a los díscolos.
Por eso resulta lamentable que hayamos abandonado la necesidad de cuestionar y pensar la guerra de 1982 como un instrumento para sostener a la vez, discusiones más amplias sobre la sociedad que la vivió y la que proyectamos. El potencial convocante de Malvinas está estancado por dos factores: por la despolitización de las miradas sobre la guerra, y por el mandato de soberanía, que somete al pensamiento crítico. Por eso hoy conviven relatos contradictorios sobre la guerra y la posguerra: están encarnados en distintas facciones políticas que aunque discuten se alternan en la dominancia, o sea que subsisten sin avanzar en nuevos acuerdos y, sobre todo, porque por encima de cualquier discusión está la causa nacional. Entre miradas autocomplacientes y causas sagradas, la intervención crítica no vive con comodidad.
Somos sobrevivientes. De aquellos años, de una pandemia. Deberíamos ser mejores que el país que en 1982 envió a sus hijos a la guerra, cambió para siempre la vida de miles de familias, y alejó probablemente para siempre a las islas de la Argentina. Por eso hoy por hoy, más que la metáfora de los archipiélagos de la memoria para referirme a la historia y memoria de la guerra de Malvinas, encuentro más adecuada la idea de la botella al mar, para que estas líneas encuentren tiempos mejores. Las ideas centrales de este libro, creo yo, mantienen su vigencia. El último dictamen al respecto, por supuesto, es de los lectores.
* Prólogo a la reedición de “Las guerras por Malvinas”
Ficha
Título: Las guerras por Malvinas
Autor: Federico Lorenz
Editorial: Edhasa
Precio: $2850