La epístola es un género central en el nacimiento del cristianismo y, en su proceso de institucionalización, para la Iglesia católica misma, entonces. El más grande proselitista de las ideas elaboradas por Jesús y sus seguidores fue Pablo, un hombre culto en la sociedad judía de entonces, formado en el helenismo y que conocía, así, la Retórica de Aristóteles, que señala los usos discursivos de la carta.
Digamos que Pablo no dejó de hacer uso de sus conocimientos y que, además de los Hechos de los Apóstoles -el grupo nuclear de los seguidores de Jesús- escribió trece cartas a distintas comunidades (la Carta a los Romanos es la más célebre, la Carta a los Hebreos, la más personal) en las que trataba de convencerlos de unirse a una causa en la que un Mesías muerto en realidad vivía no corpóreamente -y viajaba por todo el orbe entonces conocido para hacerlo-, sino en las alturas y cuyo reino de salvación se impondría en la tierra, de modo que sólo los creyentes gozarían, entonces, de la vida eterna, tal su promesa.
Esa fe en lo imposible, dicen algunos, no fue desastrosa en su rol evangelizador. Las Cartas eran centrales a este objetivo.
¿Y todo esto para qué?
El guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, uno de los escritores latinoamericanos consagrados durante los años noventa del siglo pasado, escribió su última novela llamada Carta de un ateo guatemalteco al Santo Padre, un libro singular por los senderos en que se adentra, su estilo despojado y no por ello ajeno a los misterios que describe y la historia que narra y que no suelta al lector desde que comienza, justamente, con una epístola.
La carta a la que refiere el título tomaría el camino inverso que el de Pablo, ya que no intenta evangelizar -no cree en dios quien la escribe-, su destinatario es el monarca de la religión institucionalizada (ni más ni menos que el argentino Francisco, el mismísimo Bergoglio, Jorge) y su fin es alertarlo de los crímenes que cometen sus representantes en una región de mayoría maya, cuyas tierras desde tiempos inmemoriales los curas han despojado (además de provocar de ese modo el exilio hacia otras iglesias donde practicar su fe, sincrética con la religión precolombina, apartados de la Iglesia romana a punta de expropiaciones).
Ah, y además la carta intenta invitar a Francisco a conocer el bellísimo paisaje de lagos y volcanes donde desarrollan su vida (el-ser-y-estar, como señala el emisor de la carta) aquellas personas mayas.
El autor de la misiva se llama Román Rodolfo Rovirosa, de profesión “doctor en Religiones Comparadas”, de profesión de fe nula y que vive desde hace unos años en Santa Cruz Canjá, en el altiplano guatemalteco, región habitada por una mayoría maya y donde los “ladinos” (blancos o mestizos) son una minoría ínfima.
Allí permanece para estudiar el fenómeno de las “cofradías”, que es la convención reconocida por la Iglesia para la incorporación a la feligresía de la comunidad maya, conociendo que además del ritual cristiano allí mismo se da cita el modo originario de practicar su relación con lo divino.
Seguramente no debe haber muchos Rovirosa en el mundo y, además, ateo que, por otro lado, no manifiesta de ningún modo una figura academicista o doctoral, sino que su investigación es intelectual y detectivesca y su trato es empático con sus anfitriones mayas (que un poco se ríen de su figura, pero bien). El desfalco católico, una práctica bien practicada por la Iglesia en América desde la llegada de las fragatas colombinas y durante siglos y hasta hoy, une al “comparador de religiones”, como será llamado durante el transcurso de la novela, a la causa porque se devuelvan los territorios apropiados.
El punto de vista del texto le pertenece al “comparador”, que tiene una novia profesora de yoga; un hijo de veinte años que pregunta y pregunta cuando su padre mucho no se anima a preguntar, y una relación entrañable con Melchor, el cófrade de la comunidad, que se asemeja a una amistad basada en la desconfianza, el ocultamiento y, al fin y al cabo, en todo lo contrario.
El lector versado en la cosmogonía maya leerá con placer, seguramente, el registro de los conocimientos que se exponen de esta etnia-comunidad desde los escritos sagrados del Popul-Vuh, a la vez que el lector ignorante de estos conocimientos (como quien esto escribe) disfrutará de modo extremo el acercarse a una forma de pensar lo divino y lo humano y lo relacional entre las personas de una complejidad y extrañeza que sólo provocan seducción, cuando no temor (recuérdese que los mayas no eran ajenos, en aquellos viejos buenos tiempos, al ritual sacrificial de algún que otro ser humano).
El viaje del comparador de religiones hacia la espiritualidad maya y el acompañamiento con la causa de los cófrades no será ajeno al orden del suspenso, que también incluirá otra carta fundamental.
Rey Rosa, nacido en 1958, es un excepcional escritor latinoamericano, si es que esa categoría sigue funcionando de alguna manera. Ningún lugar sagrado, de 1998, o Imitación de Guatemala, de 2013, son dos muestras intensas de una literatura prolífica y potente. El lector que ya lo conozca celebrará una nueva intervención del autor. Quien no lo haya conocido tendrá, dichoso de él o ella, la oportunidad de adentrarse en esa forma original y oportuna de escribir textos que abordan también la cuestión política y sumergirse sencillamente en la felicidad de la literatura.
Fragmento de “Carta de un ateo guatemalteco...”
Santísimo Padre, después de mucho reflexionar, tomo —como dicen aquí— mi humilde pluma para dirigirme a Usted, motu proprio, aunque no por causa propia, sino por la de un pequeño grupo de creyentes como los debe de haber pocos en el mundo. (Con la cascada de escándalos que se ha producido en los últimos tiempos, Usted podrá temer que ahora yo toque algún tema escabroso. Pero no va por ahí mi discurso. Durante doce años asistí a un colegio de la Compañía de Jesús, y de alguna manera este hecho ha contribuido a que me atreva a dirigirme a Usted personalmente.) En lo que va del año he visitado cinco o seis veces el pueblecito kaqchikel de Santa Cruz Canjá, en el altiplano occidental guatemalteco, donde se desarrolla un pleito social y religioso que comenzó hace muchos años, cuyos actores principales son unos cofrades maya kaqchikeles y la diócesis de la Iglesia católica de Sololá y Chimaltenango. En este pueblo viven pocos ladinos o mestizos —algunos comerciantes, algún cura, algún policía— y subsisten varias costumbres, tradiciones que son inseparables de lo que podría llamarse “el-ser-y-estar-en-el-mundo-maya”.
Ficha
Título: Carta de un ateo guatemalteco al Santo Padre
Autor: Rodrigo Rey Rosa
Editorial: Alfaguara
Precio: $1.999 (papel) $499,99 (ebook)
SEGUIR LEYENDO