Adelanto de “Poderosos, entre la justicia y la política”: María Servini, la jueza de las lechuzas

Infobae publica en exclusiva uno de los capítulos del libro

Poderosos, de Lucía Salinas y Lourdes Marchese

El libro “Poderosos, entre la justicia y la política”, el tercero de las periodistas Lucía Salinas y Lourdes Marchese, cuenta la historia de 13 jueces federales, la mayoría ya fuera de su cargo, que supieron tener mucho poder. A continuación Infobae publica uno de los capítulos. El que perfila a María Servini, la jueza federal de Comodoro Py con competencia electoral, y la única que siga en sus funciones de los protagonistas del libro

María Servini: la jueza de las lechuzas

Se enciende una luz en el teléfono del despacho. Sin sonido, porque la reunión no admite interrupciones. Pero la luz persiste y en la pantalla se manifiesta un apellido que merece atender y disculparse ante los presentes. “Oíme, querido”, se escucha del otro lado. No hace falta más, ella sabe que ya tiene la atención de su interlocutor. El resto de la conversación es privada, porque no suele llamar a muchos jueces y tampoco muy seguido. María Servini conoce el poder. Sabe ejercerlo. Entiende que es poderosa. En Comodoro Py nadie se le anima. No es temor, es un respeto que trasciende el ser titular de un juzgado, que responde más bien a sus 46 años ininterrumpidos como parte del Poder Judicial, a más de treinta como jueza federal, a que todos coinciden en que ella es una institución en sí misma. “El poder de un juez federal radica en que está en la Constitución. La doctora lo tiene más que claro. Vio pasar a muchos presidentes, ella sigue”, resumió una persona que la conoce muy de cerca.

María Servini es titular del juzgado federal 1 desde los noventa. El número la coloca en el peldaño más alto de una jerarquía a la que nadie se le aproxima siquiera. “No somos pares para ella, nadie lo puede pensar así. Tampoco ella, que trasciende el despacho”, reconoció un juez de Comodoro Py. El concepto lo instauró Chuchi, como la apodan. Nunca en todos sus años llamó a alguno de los once jueces para consultarles algo, para pedirles un consejo, para despejar alguna duda. No existió semejante cosa. Es ella quien dejó explícitamente claro que los demás integrantes de los tribunales de Retiro no están a su altura. “El día que deje el juzgado 1 nadie va a poder reemplazarla. Es lo más parecida a Julio Grondona, representan la institución que integran”, señaló alguien que trabaja desde hace tiempo con la magistrada.

Los despachos de Comodoro Py hablan mucho de quienes los ocupan. Según la ubicación, es decir, si están en los extremos del piso, suelen ser más espaciosos. Algunos aún cuentan con una antigua celda como parte del juzgado, en otros casos el lugar es por demás reducido, pero todos procuran tener ventanas con mejor o peor vista, pero con un poco de luz natural para cortar, posiblemente, con la oscuridad que muchas veces aquellos pasillos albergan. Llamativamente, el de Servini no es el despacho más grande. En él predominan las bibliotecas antiguas y una destacada colección de lechuzas, de todo tipo, color, tamaño y material. Todo comenzó hace muchos años, en los ochenta, cuando su hijo mayor le trajo una de un viaje a la costa atlántica. Era de semillas. “Después mi otro hijo, compitiendo con su hermano, hizo un viaje y me trajo una lechuza más grande. Ahí empecé, y a estas alturas me gustan”, explica entre risas.

Es la jueza con competencia electoral, y el sillón que más celosamente cuida y defiende es el que se encuentra en el palacio de la calle Talcahuano. Ese sí es un despacho metafórico. Parece una sala de juicio. Desde el estrado de madera ejerce su poder, desde allí, desde arriba. Es de los despachos más grandes que hay. Todos los muebles son de madera, de diseño antiguo y color oscuro, pero bien conservados. Una vitrina expone, una vez más, más de mil lechuzas. Las veces que se le preguntó qué representaban, escueta, determinante, reitera: “Me gustan”. No necesita explicar más. Nadie suele repreguntarle demasiado tampoco.

Es difícil hablar de María Servini sin referirse al poder. Tiene 84 años, más de la mitad de su vida dedicada a la justicia, y un tercio en el fuero federal. Es la única que tiene a su cargo más de 350 empleados (la mayoría corresponden a la secretaría electoral). Es titular de dos juzgados que representan un salario mensual de 1,5 a 2 millones de pesos por mes: la jueza mejor paga en el fuero, indiscutiblemente, que se aproxima, además, al salario de un ministro de la Corte. Nada mal. ¿Es ambiciosa? La respuesta es inmediata: “No, pero tiene vocación de poder, tiene una pulsión por el poder”. La definición es compartida por muchos en los despachos de Comodoro Py.

La jueza María Servini (REUTERS/Susana Vera)

¿Se considera poderosa? “Para nada, soy una jueza más de los doce”.

Respuesta rápida y tono firme, acompañado de un lenguaje corporal que se impone. No necesita decir que es poderosa, no es algo que deba aclarar.

Su extrema desconfianza tiene un defecto que los más fieles a ella admiten. Ninguno los secretarios y las secretarias que pasaron por su despacho fueron promovidos. Le duran poco. Algunos lo atribuyen a su carácter nada afable, signado por un trato distante y un ritmo de trabajo exigente. Otros, a la necesidad del personal de avanzar en la carrera judicial. Saben que el juzgado de Servini no es el mejor sitio para conseguir ascensos. El único que lo logró fue Ramiro González, que inició en 1993 como prosecretario del juzgado penal y después trabajó en la secretaría electoral. Cuando surgió la posibilidad de concursar para ser fiscal federal, no dudó y buscó su bendición. La obtuvo, y en su despacho ubicado en el quinto piso de Comodoro Py dos fotos se destacan entre muchas: la de la primera jura como empleado judicial, con Servini del otro lado del escritorio, y la que lo designó como titular de la fiscalía. “Incondicional con los suyos, pero no la tengas nunca de enemiga”, reiteran quienes la conocen muy bien. Una anécdota aún es recordada en los pasillos del edificio de Retiro: una secretaria la desafió y eso le valió una denuncia y un pedido de detención. El caso estuvo en manos del juez Rodolfo Canicoba Corral, que buscó indagar en la situación, motivo por el cual Servini no le habló por un año. “Podía, puede, ser muy cruel, sin duda”, repite alguien que siguió el caso de cerca y deslizó otro concepto: “El poder de ella radica en trascender con sus propias reglas”. Cuando se la interpela, hace grandes silencios antes de responder. Y cuando se le consulta si es rencorosa, hace una pausa y afirma: “Hay gente que dije: ‘para mí se murió’, y los muertos no resucitan”. Nada más que agregar.

Para entender a Chuchi hay que analizar sus movimientos y jugadas. Para entender quién es dentro del Poder Judicial, hay que profundizar en sus vínculos políticos, porque ahí tampoco se le animan. “Tiene más relación con funcionarios y sobre todo con exfuncionarios que con otros jueces”, asegura un colaborador fiel. Entendió, desde que ingresó al juzgado federal, que existía, y aún persiste, una relación dialéctica —aunque la Constitución nacional instaure la división de poderes— entre el Poder Judicial y el Poder Ejecutivo. O entre Comodoro Py y la Casa Rosada, aunque también habría que incluir a la Corte Suprema de Justicia. No era su despacho en Comodoro Py el que indefectiblemente la llevó a construir puentes con la política, sino el juzgado con competencia electoral. “Desde ahí es ella quien da el poder y eso, indefectiblemente, construye más poder aún. Todo espacio político que pretende llegar al sillón de Rivadavia necesita contar con su aprobación, porque los partidos nacionales que tienen dicha posibilidad son su jurisdicción”, explicó un fiel colaborador del despacho del Palacio. En otras palabras: ella decide qué candidato presidencial puede competir.

Su verdadera pasión es el juzgado que pone las reglas del juego y tiene el poder de veeduría de esas fechas claves para la política. Fuera de los comicios de 1983, los siguientes contaron, hasta el presente, con su participación como jueza electoral. Los partidos políticos nacionales que están radicados en Capital Federal, donde tiene competencia, la necesitan. Si un partido quiere convertirse en tal, necesita su firma. Si un partido quiere competir en los comicios, requiere de su aval. Si un espacio quiere contar con un candidato a presidente, requiere de su aprobación. Si las elecciones se desarrollan en orden, ella es la responsable. Si las elecciones se realizan, finalmente, es decisión de ella. “Si eso no es poder, qué es”, resumió un juez con despacho en Comodoro Py y que con cierta frecuencia recibe el llamado supervisor de Servini. Para sustentar ese comentario, propone un desafío: “Andá a los últimos diez años y fijate, seis meses antes de cada elección, en las noticias. Son siempre las mismas y tienen que ver con María, si se garantizan o no los comicios. Ese juego le encanta, esa situación de tensar al máximo con la política es parte de su pulsión por el poder”. Pero reconoce: “Servini es única en lo suyo. Nunca, en ninguna elección, recibió una denuncia. Nunca algo que pasó por sus manos fue puesto bajo sospecha, y eso hace muchas décadas”. No le atribuyen denuncias por corrupción, niegan cualquier posible enriquecimiento ilícito, como si eso la eximiera de su capacidad para sortear los vientos de la política y tener una convivencia con el poder político que muchas veces trascendió los límites de la institucionalidad. Extrañamente, no enriquecerse desde un despacho de Comodoro Py se convirtió en una nueva escala de valores. Lo que tácitamente está prohibido se transformó en un mérito.

Pocas cosas cela de manera tan obsesiva como su jurisdicción electoral. “Tengo 28 elecciones limpias en mi haber. Ni una sola denuncia, y cada elección hacemos algo nuevo. El año que viene (2022) me voy a poner a trabajar en un sistema para la gente que no puede usar escaleras”, explica sentada en el sillón de su casa, donde hay expedientes judiciales y lechuzas por doquier. Es pública su pelea con la Cámara Nacional Electoral, y llevó hasta la Corte Suprema de Justicia una queja porque considera que hay intromisión en la competencia de los juzgados federales. “Soy cautelosa, pero me harté de la Cámara, que no me molesten, yo sé manejar las elecciones. Veintiocho comicios sin problemas”, repite con cierta aspereza y replica: “Me criticaron, me dijeron que estaba vieja”. ¿Le molesta que le remarquen su edad? “Para nada, que digan lo que quieran. El punto es otro”. En otras palabras, no le gusta que nadie le marque la cancha, mucho menos en años electorales, cuando siente que despliega todo su poder. “Nene, meté un amparo a ver si estos boludos se ubican”, suelta cada año de elecciones cuando siente que pisan su territorio. No lo perdona. Libra esas batallas hasta las últimas consecuencias porque, esto también la define, nunca se achica. En sus conversaciones no faltan las puteadas, y quienes la vieron trabajar en muchos momentos de tensión coinciden: “Es muy intuitiva, perceptiva, te previene de muchas cosas sin mayores explicaciones”. Se lo proveyó el oficio, los años acumulados en la justicia, pero también es una suerte de sexto sentido, quizás su capacidad de supervivencia en un sistema diseñado por hombres y para hombres, donde ella fue la única mujer por mucho tiempo.

¿Fue difícil abrirse camino siendo la única mujer del fuero? “Me hacía amiga de los jueces, y en las reuniones me sentaba a su lado y les decía qué tenían que decir. Lo mismo hice en el fuero de instrucción.

Lourdes Marchese y Lucía Salinas, las autoras del libro

Imparte un concepto hace añares: la justicia electoral es la que determina las reglas, y ella es la justicia electoral. “La jueza, querrá decir”, fue la interrupción a ese planteo. Quien trabaja incansablemente con ella hace tiempo lo reafirma: “No, ella es la justicia electoral”. No por nada se encuentra hace más de treinta años frente a esa dinámica, comprende cabalmente que es una instancia de búsqueda de consensos. Las soluciones deben ser hacia el interior de cada partido político y ella ocupa ese rol componedor para que eso ocurra, pero todo transcurre bajo su (implacable) mirada.

Sin embargo, no quita la mirada de lo que ocurre en el tercer piso de Comodoro Py, en aquella esquina con vista al río donde se encuentra el juzgado federal 1. Sus secretarios lo saben, nada se la pasa por alto. Ellos son responsables de lo que se vuelca en la mayoría de las resoluciones, pero nada se firma sin la mirada minuciosa y final de la doctora. “Cuando está acá, su puerta queda semiabierta, porque no deja de venir gente. Es un movimiento permanente de visitas, como si buscaran su bendición”, relató una persona con años en su juzgado.

María Romilda Servini, ya no de Cubría, es de cuna judicial. Su abuelo Crisanto Servini se había desempeñado como camarista, y su padre, un hombre que abandonó el comité radical para declararse peronista después del masivo acto de 1945, ejerció como juez de un tribunal oral en lo civil y comercial. Aún ella conserva en su despacho del Palacio la placa de su progenitor. Pero conserva algo de “campechana, de llana”, como la describe un exsecretario. San Nicolás fue su tierra de origen, donde fue premiada por su belleza y donde desde joven se distinguía en los bailes locales por ser una “exigua bailarina”, como recuerdan aún quienes escucharon incansablemente la anécdota de aquella festividad de la ciudad en la que su madre, una mujer conservadora en todos los aspectos, no la había reconocido por sus movimientos y su despliegue en la pista. Exaltada por aquella libertad manifiesta ante los ojos de muchos, preguntó quién era esa “desacatada”. Las amigas, todas señoras paquetas, con cierta sorna le respondieron: “La Chuchi, tu hija”. Su enojo fue imposible de ocultar y por un breve lapso le retiró la palabra, una práctica que ya como jueza trasladó a Comodoro Py: le retiró la palabra a más de uno. Desde joven poco le importó la mirada de los otros. Pero quizás con el paso de los años el concepto se reformuló, porque la mirada de la política sí le importaba, y le importa.

Aún era estudiante de derecho cuando conoció a quien se convirtió en su primer y único esposo, el capitán de la Fuerza Aérea Juan Tomás Cubría. Tenía apenas 25 años y estaba por convertirse en jueza, pero como parte de las funciones de su pareja estuvo radicada en Río de Janeiro durante dos años. El retiro de su marido llegaría en 1977, cuando ella ya estaba sentada en el sillón de jueza de menores. Desde ahí restituyó muchos niños desaparecidos, lo que le valió la gratitud de las Abuelas de Plaza de Mayo, que también le reconocieron haberlas recibido siempre en aquellos años turbulentos. Eso quedó plasmado en una carta que aún conserva en su despacho, la cual exhibe orgullosa cuando alguien le pregunta al respecto. Por entonces ya era una hábil jugadora en el tablero de ajedrez de la política.

Le apasionaba involucrarse en los casos que demandaban mucha investigación y trabajo mancomunado con las fuerzas de seguridad. Era la década de los ochenta y, como jueza subrogante de un juzgado de mayores, le tocó estar al frente del desbaratamiento del clan Puccio. “Fue ese fuero el que más me gustó. Tuve casos muy importantes. Con la investigación del clan pasé semanas sin dormir”. No le gustaba perderse los allanamientos, los operativos: “Allanamiento de homicidio que había, o en otros casos relevantes, ahí estaba yo”. Recuerda que solía tener varios eventos sociales por el trabajo de su marido, entonces “siempre tenía un piloto en el auto. Me lo ponía arriba del vestido y me iba al allanamiento. Mi marido tenía una frase: ‘pobrecita, ella que tiene que volver a salir’. Me fascinaba ir”.

Desde las fuerzas, quienes trabajaron con ella aseguran que tenía un trato amable, pero ponía distancia, como diciendo: “yo soy la jueza y la que manda acá”. “Eso nos quedaba claro siempre”, indicó una autoridad que conoció sus procedimientos muy de cerca. También recordó la época en la que la magistrada “trabajaba con otros policías logrando una relación de mucha confianza”. Eso se lo ganó por estar en más de una allanamiento, al que caía con su peculiar estilo. “La elegancia no la perdía nunca”, dijo un funcionario judicial entre risas. La definen como una jueza presente: “No de esos jueces expectantes, que viven en zona de confort y delegan todo. Daba la impresión de que ella estaba en todas. Ante un hecho delicado se trasladaba al lugar y ahí decidía qué hacer”. Pero con el correr de los años se fue “desencantando de las fuerzas y prefirió el trabajo puertas adentro”, relató un antiguo secretario que conoció de sus andanzas en medio de los operativos. Para entonces era más bien vista como una “jueza que hacía política desde su despacho” y para eso no necesitaba trasladarse tanto. Muchos años después volvió a demostrar esa pasión por presenciar los hechos que debía investigar. En diciembre de 2001 decidió ir con uno de sus secretarios a la calle para ver, en vivo y en directo, los violentos sucesos que pusieron fin al gobierno de Fernando de la Rúa. Fue de las últimas veces que lo hizo.

De vez en cuando, el apodo Chuchi, con el que carga desde su juventud, cambia a La mujer de hierro. Pero todos saben, ella sobre todo, que no es imbatible. Con 84 años, madre de dos hijos vinculados a la justicia y abuela de cinco nietos, durante décadas esta escribana y abogada que asumió de muy joven en la justicia federal cuenta con sus puntos de quiebre. No alcanzaron allí los custodios permanentes, los choferes a disposición, la planta de personal a su cargo que supera las 300 personas, ni la firma de su lapicera. Algunas balas le entraron. Con 48 años en el fuero penal, reconoce que hay cosas que se dicen y escriben sobre ella que le afectan. Pero tiene una teoría elaborada para sobrellevarlo: “Cada vez que leo algo sobre mi trabajo, lo que me digo es que es un problema de la otra, de la que es jueza, de la que está en Py o en el Palacio”, y su risa —una poco habitual— acompaña la explicación.

Hay que situarse en un suceso que fue un quiebre en su carrera: el Yomagate. Siempre tuvo en claro los puentes que quería construir con la política, pero nunca esperó el cimbronazo que representó el caso. Hacía muy poco tiempo que Servini había hecho pie en el juzgado federal 1 gracias a Carlos Menem. El calendario se lo recuerda cada 19 de noviembre, van más de tres décadas recordando aquella fecha y su gratitud hacia el expresidente perduró esa misma cantidad de años. Novata en el sillón de Comodoro Py, ingresó una de las primeras causas que ponían bajo la lupa al gobierno que la había favorecido con el cargo, un expediente en el que se investigaba una operación de narcotráfico de cocaína. La imputación —que terminó en un sobreseimiento— indicaba que existieron importantes sumas de dinero del narcotráfico provenientes de Nueva York que tenían como destino nuestro país, para ser blanqueadas a través de operaciones financieras y por intermedio de adquisición de propiedades, lo que incluyó la conformación de sociedades. La primera de las imputadas era Amira Yoma, cuñada del presidente y, a su vez, su jefa de audiencias. También incluyó a un funcionario del área del agua potable, Mario Caserta.

La criticaron porque consideraban que el caso contó con un marcado letargo. Al principio la tildaron de alguien funcional al poder de turno. Luego, directamente de sumisión al poder político. Fue acusada por un fiscal de permitir que el gobierno de Menem le manejara los tiempos de la causa y el rumbo de la investigación. Tanto es así que la Cámara Federal de Apelaciones le enrostró 19 irregularidades en la instrucción del caso. La historia terminó con más de diez pedidos de juicio político, frenados en el Congreso que respondía a Menem, por supuesto.

“Yo te voy a decir qué fue el Yomagate. Yo era muy nueva en el cargo y tenía otros dos casos muy pesados, uno involucraba a Alfredo Yabrán, no entendía aún el poder que tenía en mis manos. Usaron esa causa de Amira para perjudicar a Menem y armaron todo, me tuvieron un año señalada con denuncias sin saber qué había en el expediente. Hoy yo sé quiénes estuvieron detrás y cuánta plata corrió, pero no lo voy a decir”. Cuando se le pregunta si se arrepiente de cómo instruyó el caso, no lo duda: “No, para nada. Yo sé cómo hice todo y no hice nada malo”. Más de tres décadas después de aquel escándalo, aún se enoja cuando lo repasa: “Me molestan las críticas de quienes nunca vieron el expediente”.

A ese devenir de denuncias por mal desempeño, se le sumó algo por demás insólito: una multa de 60 pesos que le impuso la Corte Suprema de Justicia, la misma a la que haría referencia Tato Bores en su programa televisivo en mayo de 1982. Cuando Servini se enteró, cuentan quienes trabajaban en su despacho que “enloqueció, empezó a los gritos, furiosa con la situación” y su reacción fue aún más grotesca: censuró al programa con una prohibición de ser nombrada. La respuesta del periodista político fue más elevada. Un domingo, al estudio comenzaron a llegar más de cien artistas que tenían un único objetivo, ridiculizar a “la jueza Buru-budu-budía”. Nadie la nombraba, pero todos sabían que la referencia era exclusivamente sobre ella. Ese apodo aún la acompaña, le pesa, no le gusta. No le gusta hablar del caso, solo se refiere a la reconciliación que muchos años después tuvo con uno de los hijos de Tato. “Sintió que esa conversación la redimió de aquel error, aún se arrepiente”, admite alguien de su confianza. Había escuchado a Sebastián Borensztein hablar sobre aquel programa diciendo que no correspondía. “Entonces le escribí una nota y se lo agradecí”, concluye el tema.

Los tribunales de Comodoro Py (Foto: Franco Fafasuli)

Pero su habilidad con la política le permitió reciclarse, reposicionarse y continuar. Extrañamente, el Yomagate la impulsó a tomar otra decisión “que terminó amortizando aquel escándalo y, a estas alturas, viendo que tenemos escándalos todas las semanas, ese caso parece menor”, indicó una persona de su extrema confianza. Decidió involucrarse en causas determinantes para los Derechos Humanos, por convicción, por estrategia, por especulación, por una combinación de todo ello, y se ganó el afecto y el respaldo de diversos organismos. La sociedad comenzó a ver otra faceta de Servini. Reflotó la investigación del asesinato del general chileno Carlos Prats, encarceló al responsable material y pidió la extradición de Augusto Pinochet. Se recuerda en Italia con Mónica, su mujer de mayor confianza y mano derecha, entrevistando a un capo mafia en una comisaría sin medir consecuencias. A su lista sumó la detención de Emilio Massera y hasta tuvo varios meses presos, por robo de bebés, a seis marinos de Mar del Plata que al final resultaron inocentes. “Recuperé quince nietos, resolví seis motines, dicté la sentencia contra la Triple A investigando a López Rega”, enumera con ímpetu porque ella sabe que no fue solo el Yomagate y lo aclara cada vez que puede.

Para defenderse de las críticas del Yomagate también esgrime otro argumento: “En más de tres décadas de tener a cargo las elecciones, no hubo ni una sola denuncia ni queja sobre el desarrollo de los comicios”. El periodista Gerardo Young fue más cruento en su definición: “No es corrupta económicamente, sí lo es en términos de administración de la justicia en beneficio de algunos, en beneficiar a los suyos desde su despacho, saber dar favores para después cobrarlos”. María Servini fue denunciada por enriquecimiento ilícito en los noventa junto con los otros once jueces de Comodoro Py. De ese expediente resultó ilesa, como de las tres denuncias que acumuló en el Consejo de la Magistratura. “Para 32 años de jueza, es nada, más considerando que no prosperaron”, indicó un colaborador. La jueza continúa viviendo en el mismo departamento de 90 metros cuadrados, en Santa Fe y Coronel Díaz, desde hace más de cuarenta años. Su riqueza no tuvo saltos sobresalientes y conserva un barco y una lancha, junto con su participación en dos departamentos.

Detrás de esa imagen estoica que devuelve, a Servini le afecta mucho lo que escriben, dicen y publican sobre ella. Desconfía de la prensa, pero sigue con detenimiento todo lo que dicen sobre ella. Cree que la prensa es un “órgano de control” y a ningún magistrado —mucho menos a ella— le gusta sentirse fiscalizada.

Cuando los fax aún eran un elemento de extrema utilidad en los despachos, Servini solía llamar desde su lugar de vacaciones, temprano, al mediodía, a la tarde, en cualquier momento: “Querido, ¿qué novedades hay? ¿Qué sabés? Mandame el fax”. Nadie se animaba a recordarle que estaba de vacaciones. El control, el poder en continuo ejercicio, no conoce de descanso. Será por eso por lo que todos su viajes eran a grandes ciudades, donde tanto el shopping como los atractivos urbanos eran la oferta turística. Pero nunca desconectada, y, ahora, “que haya siempre wifi”, como dice entre risas un entrañable amigo de la jueza.

Se adaptó a la época y convirtió el living de su casa en un despacho más. Los expedientes apilados están a la vista, insiste en que no le gusta que todo esté digitalizado, aún se aferra a los papeles que puede revisar sin ayuda. El común denominador en el paso del tiempo es ella persistiendo en los tribunales federales. Volviendo a su vínculo con la política, cada presidente que llegaba a la Casa Rosada sabía que había un despacho con el que no convenía tener el fuego abierto: el uno, el de ella. Con Carlos Menem las reuniones y el diálogo eran asiduos. Con Néstor Kirchner todo fue más bien institucional, con la intermediación de Alberto Fernández, actual presidente; con Cristina Kirchner todo fue mucho más protocolar. Durante su presidencia invitó a la Casa Rosada a Servini para participar de un acto sobre la democratización de la justicia. Frente a la pregunta de un hombre de su confianza sobre cómo le había ido, la jueza soltó: “Yo estaba mejor vestida que ella, imaginate”. Otro concepto remata el recuerdo: “Ningún presidente se le anima. Ella hace lo que tiene que hacer, pero consciente de su poder”. Ella reformula la frase: “Todos los políticos tienen una buena relación de respeto conmigo”. En teoría, es lo mismo.

¿Por qué decidió ser jueza federal? “Para demostrar que a mí no me podían pedir las cosas ni decir qué hacer.

¿Qué responde a los planteos sobre su edad y que debería dejar el cargo? “Algún día me voy a ir de la justicia, lo pienso cada vez más. Sé la edad que tengo pero mientras siga lúcida, voy a seguir en mis despachos”.

Es un mediodía estival, el restaurante ubicado en la costanera porteña cuenta con la privacidad que a ella le gusta. En la mesa no falta el champán y la buena comida. En la cadencia de sus palabras hay cierta pasividad, su interlocutor la observa menos aguerrida que décadas atrás, más aplomada en sus acciones. Quizás hasta con un dejo de nostalgia en sus análisis sobre la política, en la que supo moverse con una gran habilidad desde hace 32 años. Si le dieran a elegir hoy, nadie duda que Servini se quedaría con el juzgado con competencia electoral. Es señalada por propios y ajenos como un ícono de una época en la que la política empezó a resolver sus problemas utilizando la justicia federal. En esa bisagra estaba ella, ingresando con su indiscutible elegancia por los pasillos del Palacio o de Comodoro Py, con su belleza que hacía que los secretarios se pelearan para ir a llevarle a su despacho los expedientes a la firma, y nadie imaginaba entonces todo lo que construiría. Vio pasar a más de seis presidentes de la Nación por la Casa Rosada que tuvieron que adaptarse al sillón de Rivadavia, mientras ella, desde su despacho, solo aguardaba la llamada inaugural de un vínculo oscilante, parte de un juego de poder que entendió desde muy joven y que sigue ejerciendo.

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